La misteriosa lengua centenaria nacida en los Pirineos sin que nadie oyera hablar de ella
No está considerada ni lengua ni dialecto, más bien un habla, pero su mera existencia rompe los esquemas del nacionalismo vasco
La llegada de la democracia a España entre 1975 y 1978 y la eclosión del Estado de las Autonomías trajo consigo una fiebre por la promoción, reivindicación, cuando no reconstrucción e imposición, de lenguas regionales más o menos extendidas.
Están las tres que todo el mundo conoce y que fueron las primeras en lograr reconocimiento cooficial como lenguas «propias» de sus respectivas comunidades autónomas: el gallego, el vascuence y el catalán.
Tras ellas, vinieron otras comunidades autónomas que no querían ser menos y que reivindicaban también su pedigrí plurilingüístico, a caballo de esa imposición ideológica nacionalista en virtud de la cual ser una comunidad autónoma donde solo se habla español resulta vulgar.
Así, la Comunidad Valenciana se hizo un hueco con el idioma valenciano, que los nacionalistas catalanes reivindican como una variedad menor del catalán.
Los baleares, afectados también por las pretensiones lingüísticas (y territoriales) del independentismo catalán, reivindicaron a su vez el mallorquín, menorquín e ibicenco.
El tren de la España plural no se detuvo ahí. Asturias y sus élites nacionalistas quieren que el babel, que apenas hablan un puñado de asturianos, sea lengua oficial y que las escuelas se conviertan en centros de inmersión lingüística.
Se dan casos más extremos que, no por esperpénticos, son menos reales. Grupos de extrema izquierda, muchos de la órbita de Podemos, reivindican la oficialidad del «andalûh» en Andalucía, y del «estremeñu» en Extremadura.
Extremadura, región esta sí que cuenta con un curioso fenómeno lingüístico en forma de una pequeña comarca donde se habla un dialecto del galaico-portugués (la fala del valle de Jálama) traído por repobladores gallegos en algún momento de la Reconquista.
De esta manera, a medida que las lenguas cooficiales surgían como setas, surgían también los nuevos topónimos. Tenemos los clásicos Lleida por Lérida, Girona por Gerona en Cataluña.
Más recientemente, hemos visto en algunos informes meteorológicos de cadenas de televisión de ámbito nacional que Bilbao adoptaba la curiosa forma tolkieniana de Bilbo, Guipúzcoa se convertía en Gipuzkoa, y Álava en Araba.
En Galicia, está el clásico «A Coruña», que desató una curiosa batalla toponímica en la ciudad de La Coruña, donde casi todo el mundo se refiere a su ciudad solo como «Coruña», sin artículo alguno. Y también en Galicia, prácticamente desaparició el bonito y latino topónimo de Finisterre, sustituido por su versión gallega de Fisterra o por su versión Frankenstein de «Finisterra».
El vascuence del pueblo gitano
Y toda esta verborrea viene a cuento de uno de los fenómenos lingüísticos más curiosos de España: el erromintxela.
Una lengua que no es una lengua, tampoco un dialecto. Es un pogadolecto, esto es, la fusión de dos lenguas de la que se toma una estructura de una y se fusiona con la estructura de otra.
En el caso del erromintxela, es el resultado de la adopción del léxico de un dialecto vascuence por parte de una rama del pueblo gitano y su adaptación a la estructura gramatical de una rama del idioma romaní.
¿Cómo ha sido posible este milagro? Como en el resto de España, el pueblo gitano llegó a las provincias vascas, a Navarra y a los Pirineos Atlánticos franceses a lo largo de los siglos XV y XVI.
Del mismo modo que sucedió en el resto de España y Europa, el pueblo gitano, nómada y de origen todavía debatido, trajo consigo una nueva cultura que encontró en nuestro país el contexto ideal para desarrollarse, fusionarse con la cultura local y configurar una nueva cultura e identidad fruto de la fusión y mimetismo de ambos pueblos.
Sin embargo, el pueblo gitano supo conservar su idiosincrasia, sus rasgos culturales y su identidad de comunidad, que ha llegado hasta nuestros días.
Esta circunstancia supuso incomprensiones, miedo y, finalmente, odio. El pueblo gitano, al igual que ocurrió en otros sitios de Europa, sufrió discriminación y persecución, pero, finalmente, llegó hasta nuestros días reivindicado incluso como seña de identidad nacional.
Es así como llegó hasta el siglo XXI el erromintxela, oculto en algunos valles de las regiones vascas, navarras y de los Pirineos Atlánticos franceses. Sin embargo, su futuro es una incógnita.
Sometido a una insoportable presión por la obsesión de «euskaldunización» del gobierno vasco y ahora también del gobierno navarro, el vascuence normativizado, una construcción lingüística a partir de varios dialectos, ya hirió de muerte la pluralidad lingüística de las provincias vascas al sustituir muchos dialectos vascos por el batua.
Esa estrategia destinada a imponer el vascuence como lengua «nacional» del País Vasco podría terminar de erradicar también el erromintxela.
Apenas quedan unos 1.000 hablantes de erromintxela, repartidos entre Francia y España. La existencia de esta habla pasó prácticamente desapercibida a lo largo la historia hasta que una investigación de la Universidad del País Vasco decidió prestarle atención durante los años 90.
Sin embargo, las administraciones autonómicas no muestran interés en preservar esta habla, cuya mera existencia contradice los postulados nacionalistas y lingüísticos de los independentistas vascos.
¿Sobrevivirá el habla erromintxela? De momento, la transmisión generacional parece haberse debilitado, y los más jóvenes de la comunidad romaní parecen estar abandonándola. Con todo, si ha llegado hasta 2024, esta lengua-milagro podría aún tener mucho que decir en los valles y montañas de los Pirineos occidentales.