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Luis E. Íñigo
Luis E. Íñigo

¿Existía España en la Edad Media?

Aquel ente en formación contaba ya con un nombre que lo identificaba y sus habitantes eran llamados por el mismo nombre por los otros pueblos de Europa

Actualizada 04:30

El triunfo de la Santa Cruz en la batalla de las Navas de Tolos, óleo de Marceliano

El triunfo de la Santa Cruz en la batalla de las Navas de Tolos, óleo de MarcelianoMuseo del Prado

¿Existió la Reconquista? Son muchos los historiadores que lo niegan y algunos de sus argumentos son ciertos. Por supuesto, lo es que nunca se llamó así en la Edad Media, sino recuperación o restauración, o, en los últimos tiempos, Guerra Divinal.

No lo es menos que no se trató de una tarea continua, sino interrumpida con frecuencia por acuerdos con los reinos musulmanes que estipulaban el pago de tributos a los Reyes cristianos a cambio de su protección, e incluso su alianza para atacar a otros cristianos.

Y, por supuesto, no cabe sino reconocer que se trata de un término posterior, acuñado por los historiadores.

Este suele ser el argumento más recurrente. Sin embargo, carece de fuerza alguna, porque eso es lo habitual en los grandes procesos históricos, cuyo alcance solo puede valorarse cuando ha transcurrido el tiempo suficiente.

Ni ingleses ni franceses llamaron así a la Guerra de los Cien Años mientras estaban enzarzados en ella, porque, por supuesto, ignoraban cuál sería su duración. De hecho, ni siquiera duró cien años, sino 116, y tampoco fue una guerra, sino una sucesión de conflictos separados por dilatados períodos de paz. Sin embargo, a nadie se le ha ocurrido cuestionar su nombre.

De igual modo, la Primera Guerra Mundial solo empezó a llamarse así cuando hubo una segunda, pues al principio se la denominó Gran Guerra, sin más. El repertorio de ejemplos sería casi infinito.

Por lo general, los grandes acontecimientos históricos no son sucesos individuales, sino procesos fundamentales, y eso fue, la llamemos como la llamemos, la Reconquista.

Además, aunque no fueran del todo constantes y en ocasiones se dejaran llevar por una política de bajos vuelos, más atenta a la táctica que a la estrategia, los monarcas no se consideraban ni trataban entre sí como reyes de países extranjeros, sino, cada vez más, como miembros de una misma familia.

Podían discutir entre ellos de vez en cuando, como hacen todas las familias, pero sus vínculos no llegaban nunca a romperse por completo. La práctica consciente y sistemática del matrimonio dinástico entre los distintos reinos apuntaba hacia una finalidad clara y asumida por todos.

Se trataba de lograr que, con el tiempo, un mismo monarca se convirtiera en soberano legítimo de todos los reinos. Razona así ya el navarro Sancho III a comienzos del siglo XI, sabedor de que no hay mejor lazo que la sangre para asegurar lealtades y compromisos.

Lo hacen con aún mayor claridad Alfonso VI de Castilla y León y Alfonso I el Batallador de Aragón y Navarra cuando conciertan en 1109 la boda de éste último con doña Urraca, hija del conquistador de Toledo, conscientes de que el primogénito de la pareja sería ya rey de España toda, como queda ordenado en ese momento.

Y era nada más que el principio, que vino a frustrar la mala suerte, con harto dolor de los cronistas de la época, pero que tuvo continuidad en centurias posteriores. Cuando, en 1410, fallece sin dejar hijos vivos Martín el Humano, las Cortes de Cataluña, Aragón y Valencia proclaman en Caspe al castellano Fernando de Antequera soberano de la Corona de Aragón (1412). La unidad de los tres reinos era un haber indiscutible que no debía perderse, razonaron; la aproximación a Castilla, una apuesta sincera y decidida por el futuro común.

Desde entonces, aragoneses y castellanos se acercaron más que nunca. Los mercantes catalanes y valencianos tardaron poco en recibir en Brujas privilegios semejantes a los castellanos. Allí formaban parte de la nación española, y esa misma nación española, integrada por representantes de Castilla, Aragón, Navarra y Portugal, se codeó enseguida con los representantes de las naciones francesa, inglesa, italiana y alemana en el Concilio de Constanza, que se reunió en 1414 para elegir otra vez a un Papa único para la cristiandad.

Si, como ha señalado Federico Tavelli (2018), los españoles sintieron poco entusiasmo ante aquel planteamiento, no fue, desde luego, por acudir juntos, sino porque, a su modo de ver, las naciones no hacían sino introducir las divisiones en una cristiandad que no debía de dejar de verse como un todo.

Desde fuera parecía cosa evidente la personalidad común de los reinos de España. Y no desde el otoño de la Edad Media, sino desde mucho antes. Desde el siglo XI al menos, cuando tenemos ya constancia de la existencia de un gentilicio común para los súbditos del conjunto de los reinos peninsulares.

Ya entonces conocían los europeos como España la tierra que así se llama hoy y tenían por españoles a las gentes que la habitaban. De manera elocuente, no habían sido estos los que le habían dado ese nombre, gestado con toda seguridad allende los Pirineos.

Contemplada desde dentro, España había de parecer a cualquier observador mucho más diversa que semejante; vista desde fuera, la unidad se afirmaba sobre la diversidad.

En cualquier caso, la idea y el sentido de pertenencia a una entidad superior a los reinos que gobernaban, que se identificaba con la Spania visigoda, estaban ya presentes entre sus élites en la Edad Media; el ideal de reconquista perfilaba de algún modo un futuro que reflejaba el pasado común recordado por todas ellas, y, a la vez que se trabajaba, codo con codo, para echar de la península al invasor, se hacía también por recomponer la unidad perdida.

Aquel ente en formación contaba ya con un nombre que lo identificaba y sus habitantes eran llamados por el mismo nombre por los otros pueblos de Europa.

Aquella España en gestación poseía ya sus símbolos y sus mitos, Santiago sobre todos ellos, pues estaba construyendo su identidad con la argamasa de la religión y de la guerra, y una lengua, el castellano, comenzaba a ganar, sin mayor auxilio que su propio y solo ímpetu, el lugar de honor entre las lenguas peninsulares. Desde luego, no existía una nación española en la Edad Media, pero sí existía España.

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación.
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