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El escritor Gilberth Keith Chesterton

El escritor Gilberth Keith Chesterton

El Debate de las Ideas

Chesterton y sus demonios

«Y como ellos lo acosaban a preguntas, Jesús se incorporó y les dijo: aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. E inclinándose de nuevo, siguió escribiendo en el suelo.»

Así escribía San Juan en el capítulo 8:7-11 recordándonos que todos tenemos algo que ocultar o callar, por lo que no debemos criticar a los demás en base a lo que, quizá, hayamos podido hacer o decir en el pasado. Del mismo modo, también nos rondan demonios personales relacionados con nuestra historia y, en un momento determinado, algún que otro preciso instante en el que vulnerabilidad y debilidad se hicieron fuertes en nuestro interior apoderándose de una mente a merced del enemigo.

En la profunda oscuridad de estos tiempos, no es extraño que, aunque sea a duras penas y con cierto resquemor, echemos la vista atrás para recordar turbios episodios del pasado, acciones pretéritas que, sin duda, dejarían una marcada huella o condicionarían los pasos a seguir en inexplorados caminos de un futuro por forjar.

Hoy, contrastando la resonancia generalizada del gran Gilbert Keith Chesterton en el mundo actual, me he detenido a pensar en acontecimientos que, alejados de conceptos asociados con su excelsa figura, distan en gran medida de la asombrosa sabiduría, el peculiar talante y la mesurada calma que llevó por bandera en la aplicación de todo aquello de lo que, ahora, nuestro perturbado y polarizado presente adolece: razón, juicio y sentido común. Ni que decir tiene que le puede haber pasado a cualquiera: el que esté libre de pecado…

Sin embargo, al bueno de Chesterton no le vino todo ello per natura, ni siquiera eligió un día o una hora para adquirir todas esas muestras de excelencia o, durante sus años de formación, tampoco se preparó única y exclusivamente para la obtención de ingredientes que, casi sin querer y sin la necesidad de grandes aspavientos, ostentaría el resto de sus días. Evidentemente, los largos períodos de lectura y observación, una madurez algo tardía, el acertado manejo del lenguaje o el contacto con guías como Hilaire Belloc iban a facilitar un cambio progresivo.

Además, como cualquier mortal, tuvo que sobreponerse a la presencia de tenebrosos momentos, de épocas para olvidar que, una vez fortalecido, iban a servirle de escudo en esas particulares luchas que, ciertamente, todos y cada uno de nosotros libramos a diario para separarnos del mal que nos acosa, esa inquietante presencia que, como cualquier fragancia, se nos ofrece en bellos, tentadores e irresistibles formatos capaces de sembrar dudas, despertar insaciables apetitos o hacer que los aparentemente sólidos cimientos de nuestra condición humana se tambaleen antes de hacernos sucumbir en la más indigna de las miserias.

En la vida de Chesterton hay varios momentos de incertidumbre, bajeza moral, pesimismo, indignidad o coqueteo con lo maligno. Sí, de todo ello hubo un poco por motivos que, por desgracia, no se salen de patrones establecidos ni de la orden del día: adolescencia rebelde, enfermedades, desencuentros, pérdida de un familiar o problemas económicos. De hecho, cualquiera de ellos no parece ajeno a nuestras propias experiencias vitales, ¿verdad?

A principios de la última década del siglo XIX, allá por 1892 y esa típica edad del pavo que todos emotivamente recordamos, Chesterton ingresó en la Slade School of Art del University College londinense donde, durante varios cursos, coincidió con su amigo Ernest Hodder Williams en las clases del profesor y erudito William Paton Ker. Desde la amistad con uno y la instrucción académica del otro, Gilbert se encaminaría hacia territorios desconocidos en los que, como confiesa en su «Autobiografía», tuvo que afrontar la parte más oscura y difícil de su tarea; una etapa de su juventud llena de dudas, morbo y tentaciones; y que, aunque fuese personal y subjetiva, iba a legarle la certeza absoluta respecto a la objetiva fuerza del pecado.

En ese tiempo, como relataría en «Ortodoxia» en 1908, no sólo flirteó con una pronta adoración al paganismo, sino también un fervoroso agnosticismo que, en compañía de su hermano Cecil, incluso les conduciría a prácticas espiritistas delante de una güija. Chesterton reconoció que el encuentro con el demonio no le era desconocido y que, en un éxtasis de locura, fue capaz de entrar en un peligroso bucle en el que la ociosidad, la pereza o la banalidad desempeñarían un rol diferente al asociado con la imagen posteriormente exhibida por el escritor.

El maligno supo erigirse en destacado protagonista de la vida de los dos hermanos, Gilbert y Cecil, que, conscientes de jugar con fuego en esa especie de atracción fatal, lograron manejar la oscuridad e inclemencias de aquellos años para deshacerse del poderoso, místico y pernicioso dominio del diabólico gestor de la mentira hasta el punto de abrazar la fe católica años después; Cecil en 1912 y, en 1922, Gilbert.

Pero también habría otro momento crucial y negativo en la vida del mayor de los Chesterton: la muerte del «pequeño» Cecil en Francia el 6 de diciembre de 1918 una vez concluida la Gran Guerra el 11 de noviembre. Lo que el cruel frente francés no había conseguido a pesar de haber sido herido hasta en tres ocasiones lo iba a lograr una neumonía y sus posteriores complicaciones en un hospital militar de París. La reacción del escritor, lógica por otra parte, se traduciría en descontrolada ira y exacerbada crítica como réplica a una tragedia familiar con grandes dosis de enfado y resentimiento hacia los gobernantes de una nación que había dilapidado en las trincheras el enorme potencial de una generación de jóvenes obligados a engrosar las filas del Home Army, como enérgicamente señalarían poetas de la época de la talla de Thomas Gray, Robert Graves, Siegfried Sassoon o Wilfred Owen, abatido en Francia una semana antes del fin de las hostilidades.

Y ese luctuoso hecho de la vida de Gilbert no vendría sin la compañía de daños colaterales, los del distanciamiento con la periodista y escritora Ada Elizabeth Jones, esposa de Cecil, en la relación profesional y gestión económica del periódico G. K.´s Weekly, iniciativa emprendida tras sus dos antecesores, The Eye-Witness y The New Witness.

A todas esas muestras de discordia, tragedia, confusión, resignación o pesimismo, Chesterton se sobrepondría con el poder de una luz capaz de derrotar aquellas bajas pasiones e instintos de la adolescencia y la determinación de hallar la verdad, la de una más que sopesada y tardía conversión, para ser capaz de vencer las tentaciones de la herejía con la afilada y habilidosa espada de la ortodoxia de su pensamiento.

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