
Pintura de Adán y Eva
El Debate de las Ideas
El genio masculino
Es indiscutible que nuestra época está marcada por una confusión sin precedentes en torno a la naturaleza del hombre y de la mujer. No es necesario enumerar aquí las múltiples formas en que esta confusión afecta a prácticamente todos los aspectos de la vida contemporánea. Parece evidente que lo que más necesitamos ahora es comprender adecuadamente lo que es sin duda la realidad fundamental en lo más nuclear de la condición humana: que hemos sido creados varón y mujer. Necesitamos urgentemente una explicación sólida y coherente de lo que son el hombre y la mujer; que nos lo tengamos que plantear en este momento de la historia revela ya un grave problema.
En esta tarea nos anima el hecho de que la Iglesia se ha planteado, sin duda, la pregunta correcta. El Sínodo de los Obispos de 1987 sobre la vocación y la misión de la familia la formuló en los términos más claros y sencillos: ¿Por qué Dios nos hizo varón y mujer? Y ¿cuáles son las consecuencias de esa decisión? El Papa San Juan Pablo II inició la respuesta a esas preguntas, realizando una inmensa labor poniendo las bases de lo que muchos han edificado luego. Pero la tarea dista mucho de estar terminada.
Dados los signos de los tiempos, es comprensible que dedicara la mayor parte de su atención a cuestiones relativas a la naturaleza de la mujer. Aunque los papas anteriores ya destacaron su importancia tanto en la familia como en el resto de asuntos humanos, los escritos de Juan Pablo II sobre la mujer no tienen precedentes por su alcance y belleza. Su Carta Apostólica de 1988, Mulieris Dignitatem (Sobre la dignidad y la vocación de la mujer), fue escrita como respuesta a las preguntas del Sínodo. Es una profunda reflexión sobre la feminidad que señala a María, la Madre de Dios, como su máxima expresión. Y cuando, en su Carta a las mujeres de 1995, introdujo una categoría totalmente nueva en la tradición, el llamado «genio femenino», proporcionó un importante punto de partida para una investigación más profunda de su naturaleza. La mujer, declara el Santo Padre, encarna una capacidad única de atender a la persona, un rasgo de su vocación a la maternidad, ya sea física o espiritual. Su genio se fundamenta en esta realidad. Ella ve a la persona en su totalidad.
Las enseñanzas del Papa San Juan Pablo II sobre la mujer son un gran regalo. Nos ha dado un punto de apoyo en la tarea de comprender mejor quién es la mujer y a qué está llamada. Pero en nuestros esfuerzos por comprender qué significa ser mujer, hemos dejado un poco de lado al hombre. Y esto no puede seguir así, porque ninguna de los dos puede comprenderse plenamente sin el otro. La masculinidad y la feminidad se presuponen mutuamente.Y esto nos lleva a la siguiente y obvia pregunta: ¿qué decir del hombre en cuanto hombre? ¿Existe un correspondiente «genio masculino», que reflejaría su propia «capacidad única» para... qué? ¿Para qué sirven los hombres?
El objetivo de este ensayo es ofrecer una respuesta a esa pregunta. Lo que necesitamos ahora es una explicación adecuada del genio del hombre en cuanto hombre. Y por el camino, necesitaremos también fijarnos en el genio de la mujer.
Quisiera empezar comparando dos retratos relativamente del lugar del hombre en el mundo. De este modo lo situaremos en su contexto contemporáneo y prepararemos el terreno para indagar sobre lo que constituye su genio.
En enero de 2019, la Asociación Americana de Psicología publicó un informe muy esperado: un conjunto de principios destinados a establecer la forma en que los psicólogos y terapeutas deben abordar su trabajo con niños y hombres adultos. El informe incluía directrices actualizadas y bastante específicas para ayudar a quienes se les va a dar atención terapéutica. Como fundamento del informe encontramos la afirmación de que «la masculinidad tradicional -marcada por el estoicismo, la competitividad, el dominio y la agresividad- es, en general, perjudicial». En otras palabras, las nuevas directrices definen la «masculinidad tradicional» como un estado patológico. Según la Asociación Americana de Psicología, la masculinidad tradicional es, por definición, tóxica.
Me complace informar de que la reacción fue inmediata, elocuente y contundente. Aquellas directrices fueron denunciadas enseguida por lo que obviamente eran: una afirmación ideológica transformada en una recomendación de tratamiento clínico. En cuestión de días los autores del informe se vieron obligados a retractarse de sus afirmaciones y publicaron una nueva declaración en la que intentaban redefinir los términos que ellos mismos habían establecido en el informe inicial. No nos referíamos realmente a la «masculinidad tradicional», se justificaron, lo único que nos preocupaba eran los «comportamientos extremos que dañan a uno mismo y a los demás». Pues bien, replicó un comentarista, si era así, deberían haberlo dicho desde el principio. En realidad eso no era lo que querían decir, sino sólo una excusa, y todo el mundo lo sabe. Volveremos sobre ello dentro de un momento.
Por el contrario, en un notable artículo publicado en 2016, varios científicos describen los hallazgos de un equipo de arqueólogos que descubrió los restos de un antiguo mamut lanudo en el Ártico siberiano. Su investigación sobre un suceso ocurrido hace 45.000 años reveló que las heridas de la criatura, tanto las que le causaron la muerte como las que le infligieron después, solo podían haber sido causadas por hombres. Sólo se encontraron huesos de hombre junto a los restos del mamut. Y con toda seguridad se trataba de un grupo de hombres que trabajaban juntos para llevar comida a sus hambrientas familias y, de este modo, asegurar la supervivencia de la especie humana.
La valentía y destreza que demostraron estos hombres -y que los hombres han seguido demostrando a lo largo de la historia- no obedece a los instintos de unos descerebrados ni forma parte de una conspiración patriarcal orquestada históricamente para oprimir a las mujeres. No es, al menos en su origen, un intento consciente de dominar a las mujeres, ni tampoco a nadie en concreto. Como muy bien ha dicho Jordan Peterson, la competencia masculina no puede reducirse a una forma de tiranía. Las acciones de estos hombres estaban impulsadas entonces y siguen estando impulsadas ahora por un profundo, aunque en su caso rudimentario, conocimiento de sí mismos; los hombres de nuestra imagen prehistórica comprendían su lugar y lo aceptaban. Se limitaban a hacer su trabajo. Era un acto de servicio, tanto a sus familias como a su comunidad. Estaban dispuestos a afrontar el peligro y tal vez incluso a sacrificar sus propias vidas para garantizar la supervivencia de los demás. Hoy en día, como entonces, esos esfuerzos merecen nuestra gratitud, no ridiculizarlos ni mostrarles desdén.
Hay otros innumerables ejemplos de la importancia del lugar del hombre en el mundo, quizá menos dramáticos o menos públicos: los hombres que aguardaron estoicamente su destino mientras el Titanic se hundía en las gélidas aguas del mar, o el asombroso valor exhibido durante el asalto a la playa de Normandía el Día D, o el heroísmo de los primeros en reaccionar en el atentado del 11 de septiembre, o la forma en que los hombres parecen simplemente aparecer cuando hay catástrofes naturales. Cualquiera que tenga ojos para ver y esté dispuesto a afrontar los hechos sabe que estas apreciaciones son ciertas. Los que intentan denigrar la llamada masculinidad tradicional serían probablemente los primeros en buscar al hombre más cercano en cuanto su coche pinchara una rueda, un incendio amenazara su casa o alguien les persiguiera por una calle oscura en mitad de la noche.
Ahora bien, para que no nos pongamos demasiado románticos, permítanme afirmar que la misoginia no es un mito: el acoso sexual -y cosas peores- es una realidad. Cada día salen a la luz nuevos episodios. Y, por supuesto, en la Iglesia tenemos que lamentar la tragedia de los abusos sexuales por parte de sacerdotes. Seríamos tontos si ignoráramos el hecho de que los hombres han provocado una parte de las dificultades a las que se enfrentan. La historia habla por sí sola. Y nada de esto significa que las mujeres no puedan ser también heroicas. Pueden serlo y lo son.
Pero estos ejemplos ilustran el trágico error de las directrices de la Asociación Americana de Psicología. Y explica la enérgica reacción que se produjo. Porque aquellas directrices no sólo eran claramente anticientíficas, sino que estaban ciegas ante la realidad de lo que los hombres realmente son y están llamados a ser. Lo que aparece en las situaciones que he descrito antes son, sin duda, las mismas características, ahora tan denostadas, de la «masculinidad tradicional» que condenaba el informe. No cabe duda de que tienen su origen en algo noble -y esencial- para el hombre. Se han manifestado en todas las familias y en todas las culturas desde el comienzo de la historia. Son expresiones de lo que significa ser un hombre, ordenado él mismo a la paternidad, ya sea física o espiritualmente. Del mismo modo que la mujer se sacrifica por el hijo que lleva dentro -o por los que están a su cargo-, el hombre sacrifica su cuerpo y, a veces, su vida para mantener, proteger y defender a los que están a su cargo. Somos testigos de ello todos los días al contemplar la presencia de los padres en la vida familiar y las contribuciones que hacen los hombres de todas las edades a nuestras comunidades y nuestros hogares.
Por tanto, no cabe duda de que existe un genio masculino. Pero éste no se reduce a su fuerza física o al hecho de que pueda manejar mejor un arado, una espada o una pistola, igual que el de la mujer no se reduce a la capacidad de su cuerpo para criar hijos. Su inteligencia, su genio, están profundamente imbuidos en lo más esencial de su naturaleza. Lo que falta es una comprensión más profunda de lo que es realmente ese genio y de dónde se origina. Y resulta que una nueva mirada a Génesis 2 revela un punto de partida para una mayor comprensión, no sólo del genio femenino, sino también del genio masculino.
Mi argumento parte de Génesis 2:15 y la evidencia que relata el texto: que el hombre está en el Jardín a solas con Dios durante algún tiempo antes de la aparición de la mujer, algo que tiene importantes implicaciones para el lugar que ocupa en el orden creado y la concepción tradicional del hombre como cabeza de familia. Pero aparte de esta relación especial con el Creador, puede decirse que el primer contacto del hombre con la realidad es el de un horizonte que sólo contiene criaturas inferiores, lo que podríamos llamar «cosas» (res); esto es lo que lleva a Dios a concluir que el hombre está incompleto y solo, y en última instancia conduce a la creación de la mujer.
Ahora bien, la orientación del hombre hacia las cosas forma parte claramente del designio de Dios. De hecho, puede proporcionar un punto de partida en la Escritura para la evidencia bien documentada de que los hombres parecen más naturalmente orientados hacia las cosas que hacia las personas. El hombre es el encargado de dar nombre a todas las cosas que Dios pone ante él (incluida la mujer); al darles nombre, asume dominio sobre ellas. Puede decirse, por tanto, que el hombre conoce las cosas de un modo que la mujer sencillamente no conoce. De hecho, Santo Tomás de Aquino llegó a sostener que Adán debió de recibir un don preternatural propio, un tipo especial de conocimiento infuso, que le hizo posible dar nombre a los seres y objetos de la creación. Y es aquí donde llegamos al núcleo de lo que propongo que es el genio masculino: el hombre aprende que está llamado a descubrir qué son las cosas, cómo pueden distinguirse las unas de las otras y para qué sirven. Éste es su don.
Sostengo que es la capacidad del hombre para dar nombre a las cosas, para determinar qué puede decirse de algo y qué no -y la habilidad para llegar a una forma sistemática de juzgar sobre el asunto- lo que constituye el don primordial que los hombres aportan a las tareas de la vida humana. Es el hombre quien, en Génesis 2:15 y mucho antes de que la caída lo enfrente a la creación, es puesto en el jardín para «que lo trabajara y lo guardara». En realidad, el hombre es el único ser que recibe un trabajo específico. Este es su trabajo, su misión. Y no es hasta que aparece la mujer cuando comprende su propósito, el telos hacia el que se ordenan sus esfuerzos. Ha de ejercer su fuerza, su trabajo, su genio al servicio de ella. De hecho, como nos dice San Pablo en Efesios 5:24, debe sacrificar su propia vida por ella, imitando el amor de Cristo por la Iglesia.
Es manifiestamente cierto que el hombre crea fuera de sí mismo, que está orientado hacia lo externo, que actúa sobre el mundo. En efecto, está hecho para construir cosas. Y su genio se origina en su capacidad para conocer y utilizar los bienes de la tierra al servicio de la prosperidad humana. La inclinación masculina hacia las cosas y sus usos es un aspecto del carisma del hombre y, en muchos sentidos, explica la construcción de la civilización humana, ha conducido a lo largo de la historia al desarrollo humano y ha hecho y hace posible la conservación de las familias y de la cultura. La verdad es que si no fuera por los hombres seguiríamos viviendo en cuevas, con miedo a salir de ellas. El modo en que debemos responder a la manifestación del «genio masculino» no es con el ridículo ni el resentimiento, sino con gratitud por su dedicación a su misión.
Ahora bien, en contraste con el hombre y de especial significación es la muy legítima afirmación de que, puesto que la mujer viene a la existencia después del hombre, su primer contacto con la realidad es con un horizonte que, desde el principio, incluye al hombre, es decir, incluye a personas. Cabe imaginar a Eva, persona también dotada de razón y libre albedrío, que, al ver a Adán, reconocería en él a otro como ella, un igual, mientras que las demás criaturas y cosas que la rodean aparecen sólo en la periferia de su mirada. Esta intuición exegética parece proporcionar un fundamento en las Escrituras para el fenómeno, igualmente bien documentado, de que las mujeres parecen orientarse más naturalmente hacia las personas.
Ya sé que en Mulieris Dignitatem Juan Pablo II argumenta que el genio femenino se fundamenta en el hecho de que todas las mujeres tienen la capacidad de ser madres, y que esta capacidad, tanto si se realiza en sentido físico como espiritual, las orienta hacia el otro, hacia las personas. Hay numerosas evidencias que demuestran esta afirmación. Pero la cuestión es que, además de su capacidad para concebir y nutrir la vida humana, incluso antes de ella, el lugar de la mujer en el orden de la creación revela que -desde el principio- el horizonte femenino incluye a personas, incluye al otro. Esto puede explicar por qué las niñas y las mujeres parecen saber -desde el principio- que están hechas para la relación, mientras que los hombres tardan un poco más en levantar la vista y darse cuenta de que están solos, de que les falta algo, y en buscar a quien pueda completarlos.
Encontramos aquí el genio femenino. Mientras que la primera experiencia que tiene el hombre de su propia existencia es de soledad, el horizonte de la mujer es distinto, desde el principio. Desde el primer momento de su propia realidad, la mujer se ve a sí misma en relación con el otro. Y esta capacidad de incluir al otro no es una cualidad menor. No es algo que sólo complique innecesariamente las cosas, desviándonos de nuestro objetivo de conseguir resultados. Tampoco pone en duda la inteligencia de la mujer, su competencia, su habilidad para que las cosas se hagan. La mujer está fundamentalmente orientada hacia la vida interior y su acto creativo más esencial tiene lugar en su interior. Su genio consiste en mantener constantemente presente ante nosotros el hecho de que la existencia de personas vivas, ya sea en el vientre materno o fuera de él, no puede olvidarse mientras que nos dedicamos frenéticamente a las tareas de la vida humana. Ella sabe que la medida de la excelencia no es la eficiencia, sino el bienestar de las personas. La mujer es responsable de recordarnos a todos que toda actividad humana debe ordenarse hacia el auténtico bienestar humano. Esa es su misión.
Podríamos decir mucho más. Los relatos del Génesis tienen una profundidad de significado que parece no tener fondo. Sólo ofreceré una idea más: el Sagrado Autor de Génesis 2 quiere que comprendamos que el hombre es la primera criatura en aparecer. Pero esto no significa lo que comúnmente se supone. El relato nos enseña que la mujer emerge de la unidad preexistente contenida en el hombre. No es creada en segundo lugar y, por tanto, habría quedado como subordinada. Ha sido creada en último lugar, lo que marca un ascenso. La mujer, como el icono de la feminidad, la Santísima Virgen María, está destinada a servir de recipiente de la Presencia Divina y a llevarla al mundo. Ella es la ayuda divina enviada al hombre para ayudarle a vivir.
Y así, es cierto que el hombre le da a la mujer su lugar, que sin él ella no tendría un lugar. Pero a esta verdad corresponde otra realidad más profunda. Porque sin la mujer, el hombre no tiene futuro. Ella es un signo escatológico de la alegría que nos espera. Porque sólo con la aparición de la mujer se forma la comunidad humana y ésta entra en la historia de la humanidad.
El hombre y la mujer se necesitan mutuamente, se presuponen. Y juntos son responsables de devolver todas las cosas a Cristo.
- Deborah Savage es profesora de Teología en la Universidad Franciscana de Steubenville y directora del Instituto para el Estudio del Hombre y la Mujer en la misma universidad.