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Dibujo de la obra '¿Vida? ¿O teatro?' (1940.1942), de Charlotte Salomon

Dibujo de la obra ¿Vida? ¿O teatro? (1940.1942), de Charlotte Salomon

El velado diálogo del arte con la muerte

El libro Estética de la tragedia, de Germán Piqueras, indaga sobre la experiencia de la muerte en la expresión artística, rodeada de un tabú que impide un debate a su altura, a pesar de la constante presencia de la muerte en la cultura contemporánea

Eros y Tánatos, amor y muerte, son quizá los dos grandes temas de la expresión artística universal. Han estado presentes en las creaciones desde que el mundo es mundo y el ser humano se expresa para comprenderlo. Sin embargo, a diferencia del amor, la muerte y la tragedia siguen constituyendo un tabú, aparecen en los márgenes de lo no dicho, fuera del marco de lo que se puede tratar. Y ahí donde la mirada escapa, el arte bucea y profundiza, convirtiendo el final de la vida (ese paso necesario sin el que la vida no tendría sentido) en uno de los grandes motivos de la creación artística.

Representar la muerte es una forma de desafiarla, de convivir con el miedo que produce; es ocasión para escapar de ella, para comprenderla o incluso para abrazarla. El arte se obsesiona a menudo con la muerte, pero lo hace de una manera nueva, ineludible, en el siglo XX. Esa es la tesis del doctor en Bellas Artes Germán Piqueras, que realiza un recorrido brillante sobre la interconexión entre lo trágico y lo estético en su libro Estética de la tragedia (Punto de vista editores), afirmando que la inquietud y el misterio que rodean la muerte son los leitmotivs más poderosos y recurrentes en la historia del arte europeo.

Partiendo de la expresión artística del último siglo y medio y de la constatación de un tabú sobre la muerte en la sociedad actual, Piqueras analiza el arte europeo a través del relato vital y artístico de dieciocho artistas en los que la muerte ha tenido un peso especial, antes, durante o después de su expresión. La cita del filósofo francés Vladimir Jankélevitch es punto de partida e inspiración constante de su estudio: «La finitud es el principio de la fecunda inquietud que empuja al espíritu creador a expresarse a través de sus obras».

'Estética de la tragedia', libro de Germán Piqueras

'Estética de la tragedia', libro de Germán Piqueras

Seguramente la muerte ejerza sobre el ser humano sensible e inquieto una atracción mayor que el amor porque en los grandes relatos ocupa el último acto: es la conclusión fatal, el último paso. Y es, a la vez, el elemento que tensa la vida, donde todo acaba: si no existiera, el tiempo sería algo informe y sin sentido. Aborrecemos el final del tiempo, pero la muerte le da sentido, es lo único seguro. Aniquila y, a la vez, da sentido a todo.

El arte explora, como sólo él puede, esta «apariencia» de muerte. Y lo hace en un momento en el que, paradójicamente, y después de los trágicos sucesos acontecidos a lo largo del siglo XX, marcado por la guerra, el enfrentamiento y los horrores más atroces que una humanidad sin alma puede alumbrar, no existe un debate intelectual-creativo a la altura de esta indagación. Germán Piqueras constata una presencia constante de lo trágico y, a la vez y quizá por ello, una desensibilización, una incapacidad para profundizar en ello: «El consumismo atroz ha suplantado a la espiritualidad», razona, a la vez que se pregunta si es más oscuro crear sobre la muerte o hacerlo evitándola.

Otra de las ideas centrales de Estética de la tragedia gira en torno al pensamiento de Eugenio Trías, que sostiene que lo bello necesita a lo siniestro para mostrar con toda plenitud su fuerza y vitalidad: la vitalidad incluye la vida, pero también la muerte. La belleza se convierte en un velo mediante el cual se presiente el caos; un caos que, a su vez, ejerce un poder de atracción fascinante, en ocasiones macabro y morboso, sobre los hombres. Donde más nos impacta la muerte es en su estilización cruel, incluso en su exhibicionismo, que alcanza a finales de siglo una dimensión casi de espectáculo. De la muerte trascendental al show mortal, de la implicación moral del paso a otra vida a la total ausencia de sentido en este paso: la muerte se abre paso a través de dibujos, pinturas, fotografías, esculturas y performances que nos ayudan a comprender la vida y la historia europeas del siglo XX.

Germán Piqueras (Requena, 1984) es docente en la Universidad Internacional de Valencia (VIU). Doctor (mención cum laude), licenciado en Bellas Artes por la Universitat Politècnica de València (UPV) y cuenta con un máster en Patrimonio Cultural por la Universitat de València (UV)

Germán Piqueras (Requena, 1984) es docente en la Universidad Internacional de Valencia (VIU). Doctor, licenciado en Bellas Artes y máster en Patrimonio CulturalMabel Jover

¿Estamos insensibilizados ante la muerte? Su presencia constante y su multiplicación como motivo artístico es una muestra de que el misterio que esconde sigue siendo motor de búsqueda, de reflexión y de introspección. La muerte nos atrae, nos preocupa, nos fascina y nos repugna. La muerte en el arte nos ayuda a gestionar lo nuclear del asunto, entendiéndola como un fin pero también abrazándola como un nuevo comienzo: el arte no resuelve las dudas, pero nos da un método con el que afrontarlas.

Las vanguardias trágicas

Germán Piqueras comienza su aproximación a la estética de la tragedia hablando de las vanguardias trágicas, situándolas en un complejo contexto social e histórico en el que los artistas representativos de estos movimientos plantean la expresión de la muerte en el arte pictórico. Dentro del expresionismo, aunque con diferentes formas, el autor se aproxima a seis artistas fundamentales de principio de siglo que viven rodeados de muerte, motivo que salta forzosamente a sus cuadros. El recorrido comienza con Edvard Munch, para quien la tragedia se convierte en un episodio más de la vida: enfermedad, locura y muerte habitaron dentro de él y quiso (o acogió) que fueran el motor de su arte.

'La niña enferma' (1885-1886), de Edvard Munch

'La niña enferma' (1885-1886), de Edvard MunchNasjonalgalleriet, Oslo

La introspección de Munch, la necesidad de expresar un luto personal que se detiene ante el misterio y, a la vez, la conexión natural entre la vida y la muerte para el noruego le llevaron a crear, en 1893, un cuadro fundamental: El grito, máxima expresión de la ansiedad del hombre moderno, de su miedo y soledad. Sentimiento y creación se dan la mano también en la expresionista alemana Kathe Köllwitz, para quien la muerte (en especial la de sus dos hijos) fue la mayor fuente de motivación: mientras para Munch era expresión de desasosiego interior, para ella era llamada a la solidaridad. Piqueras traza una analogía que parte de Goya e incluye a Köllwitz, Otto Dix, George Grosz o Max Beckmann: todos ellos se centran en poder mostrar el sufrimiento y la humillación de las víctimas, como haría el de Fuendetodos en Los desastres de la guerra.

En Max Beckmann este grito se produce de manera individual, por su experiencia como enfermero en la Primera Guerra Mundial, pero también comunitario, al convertirse en expresión del dolor y la muerte de toda una generación. Piqueras ahonda también en la trayectoria de Oskar Kokoschka, un artista traumatizado con la muerte desde su infancia que, sin embargo, le pierde el miedo tras su experiencia en la Gran Guerra.

'La noche' (1919), de Max Beckmann

'La noche' (1919), de Max BeckmannKunstsammlung Nordrhein-Westfalen, Düsseldorf

Otro artista soldado fue Otto Dix, a quien los acontecimientos bélicos le sirvieron como pretexto para reflexionar sobre las diferentes aristas de la muerte, especialmente a través de su serie La Guerra, y para quien pintar significaba, en sentido literal, sobrevivir. Por último, George Grosz, que emigró a Estados Unidos antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, se convierte en alguien fundamental para entender la fractura de Europa desde dentro y, después, desde la distancia.

El autor insiste en la importancia de estos artistas para comprender el pasado, pero también el futuro: «Sus observaciones respecto a la muerte son un alegato sobre la vida, al haber sabido transformar sus traumas en composiciones artísticas que permanecerán siempre en nuestra memoria visual», escribe, uniendo de nuevo principio y fin, nacimiento y defunción, y dejando entrever una conclusión a la que llegaron muchos de los artistas de este siglo: la muerte iguala a todos los seres humanos.

'Metrópolis' (1916-1917), de George Grosz

'Metrópolis' (1916-1917), de George GroszMuseo Nacional Thyssen-Bornemisza

Estéticas de la destrucción

El ensayo se centra después en artistas como Felix Nussbaum o Zoran Music, que, según Piqueras, tradujeron en arte su visión de una atmósfera inhabitable: la que se creaba en los campos de concentración y exterminio. «El vestigio del horror tiene que pasar, agotarse, convertirse en obra de arte». Nussbaum, asesinado en Auschwitz, pintó el silencio del horror: la locura, el grito, la persecución, la desesperación. Lo hace siendo protagonista de la pesadilla que vive, excelsamente mostrada en Autorretrato dentro del campo.

Zoran Music, por su parte, plasma un mundo romántico de sombras y muerte que se le pegaba a la piel como petróleo tras su paso por el campo de Dachau: en él, el ser humano, el cadáver, se convierte en paisaje, en materia muerta paisajística. Piqueras recoge así mismo la trayectoria de la judío-alemana Charlotte Solomon, asesinada también en Auschwitz (embarazada de cinco meses), que reflejó toda su vida, incluida el dolor y las preguntas que afloraron en ella tras el suicidio de varios de sus familiares, en la monumental obra ¿Vida? ¿O teatro?.

Aguafuerte perteneciente a la serie 'Nosotros no somos los últimos' (1970), de Zoran Music

Aguafuerte perteneciente a la serie 'Nosotros no somos los últimos' (1970), de Zoran MusicTate Modern, Londres

El arte se convierte en ellos en herramienta fundamental para combatir la crudeza de la vida, para constatar su existencia en un mundo en el que habían caído los valores humanos fundamentales, habían desaparecido la bondad y la cordura y la crueldad se enarbolaba en nombre de una ideología política. Andrzej Wróblewski realiza una necesaria reflexión sobre lo trágico, habitando el espacio gris entre el arte y la filosofía, con una de las grandes proclamas del arte de la posguerra: «Queremos pintar cuadros que hagan pensar (…). Pintamos imágenes desagradables como el olor de un cadáver. También pintamos otras que nos hacen sentir la presencia de la muerte». Arte figurativo, no realista, para expresar el horror de un tiempo en el que ”no se oculta nada”.

«Queremos pintar cuadros que hagan pensar. Pintamos imágenes desagradables como el olor de un cadáver. También pintamos otras que nos hacen sentir la presencia de la muerte»Andrzej Wróblewski

Duelo y sentimiento trágico

Tras dos guerras mundiales y sus consecuentes tragedias, individuales y colectivas, Europa se encontraba enlutada: asumir y explorar el duelo es el agente motivador de los artistas que Germán Piqueras escoge en su siguiente capítulo: Josefa Tolrà, Francis Bacon y Manolo Millares. «La cicatriz espiritual es el primer paso para la creación. El fin entendido como comienzo», escribe el autor, que de nuevo sitúa de manera ordenada y acertada la expresión artística dentro de un contexto de desconcierto y fragilidad humana que se resume en una palabra: estupor. Estupor es también oportunidad para hablar del mutismo, de lo indecible que se detiene ante lo trágico.

Según el doctor en Bellas Artes, las vanguardias habían afirmado su libertad para manifestar aquello en lo que querían ahondar, pero habían fracasado a la hora de lograrlo: ahora, el trauma exigía una relación distinta con los hechos del pasado. Aquí aparece la española Tolrà, un ejemplo nuevo de artista que pintaba desde el más allá a través de sus aparentes capacidades psíquicas para relacionarse con los no vivos. Ella crea a través de la mediumnidad, encontrando un vehículo con entidades de otros mundos para canalizar su dolor y transformarlo en arte. Tolrà perdió a sus hijos y sólo en el dibujo encontró un antídoto contra el trance del duelo, la depresión y el dolor, que es el centro de todo. Pero en ella se ve, más que en otros, la fe como motor de creación y la muerte entendida como continuación de la vida.

Para el irlandés Francis Bacon la muerte fue una constante, tanto en su vida como en su obra. Su obra pictórica es esencial al siglo XX: a través de su experiencia personal retrata una era de violencia e inestabilidad y expresa la tragedia del individuo inmerso en ella. La guerra, la muerte, la pérdida: Bacon ve verdad en «la oscuridad y la deformación, la distorsión y la violencia». Explora la belleza de la muerte, de la carne muerta, con una intencionalidad que mezcla descreencia religiosa y frivolidad. En un mundo sin creencias, la carne parece la única verdad, como retomará después Hermann Nitsch en su Teatro de Orgías y Misterios. Con él coincide también en el exorcismo del dolor a través de la expresión del erotismo (además de la de su hermano, Bacon tuvo que enfrentarse a la muerte de sus dos amantes, Peter Lacy y George Dyer).

'Tres estudios para una crucifixión', de Francis Bacon

'Tres estudios para una crucifixión', de Francis Bacon

Por último, el canario Manolo Millares se aproxima a la muerte desde el sentimiento. En él también el arte se convierte en compañía y guía del proceso de duelo: ni Bacon, ni Tolrà ni Millares se centran tanto en el acto violento de la muerte, sino en el sentimiento y la vivencia que desencadena. Y todo su arte está al servicio de la expresión de ese sentimiento. Millares es paradigmático, según Piqueras, porque su técnica avanza para poder dar cobertura a esa necesidad expresiva, alcanzando su pintura una dimensión escultórica. Dice José-Augusto França que «el hogar del arte de Manolo Millares es la muerte», y Piqueras añade que su obra muestra precisamente el proceso de la lucha con ella que mantiene el artista, convirtiéndose en uno de los herederos fundamentales de aquella violencia tan particular que retrató el expresionismo.

Rehacer la muerte

Los dos últimos capítulos de Estética de la tragedia recogen por un lado el accionismo vienés y el arte de la performance, a través de Hermann Nitsch y Marina Abramovic, y la memoria como lugar fundamental de reflexión, con Gottfried Helnwein, Christian Boltanski y Juan Muñoz. El accionismo toma el cuerpo como nuevo instrumento de expresión, avanzando hacia la destrucción, la muerte y la resurrección, como explica la crítica catalana Pilar Parcerisas, y convirtiendo el arte en regulador en el sentido catártico y de autoliberación.

Si la violencia estructural no se regula a través de las instituciones, se afronta a través del acto performativo. Así, Nitsch y Abramovic reflejan el conflicto (un conflicto sangriento) en actividades performativas «donde se derrama sangre, se mutilan cuerpos y se realizan diversos sacrificios», según Piqueras, para quien la performance se enmarca en una comunidad moral que sustituye las funcione sociales de la religión. El austriaco Hermann Nitsch, que sentó las bases del accionismo vienés, emplea la tragedia misma como técnica artística: la destrucción al servicio de la creación. La serbia Abramovic lleva a su cuerpo hasta experiencias límite donde la muerte se trata con la misma naturalidad que la vida.

Los cambios en la sociedad actual, el feminismo y el ecologismo, la tecnología y la revolución de la información, que ha dado lugar a una cultura de masas donde el individuo se pierde en favor de la uniformidad (también de ideas), configuran una nueva era en la que la memoria condiciona de manera necesaria a los artistas europeos finiseculares. Según Piqueras, el arte se convierte ahora en lugar privilegiado para discernir entre la vida y la muerte: la estética de Helnwein y su trasfondo filosófico surge una nueva expresión artística que reivindica la memoria a la vez que se alimenta de la cultura de la imagen.

En Boltanski la muerte adquiere nuevos matices: veía su actividad como un combate contra el olvido y la desaparición. Creció escuchando en la posguerra las historias del Holocausto que contaban los adultos que le rodearon, muchos de ellos supervivientes, y en una familia que durante años vivió en una sensación de peligro constante, y encontró en la pintura primero, y en las imágenes e instalaciones después, un modo de canalizar su «trauma original». Esta memoria se nombra como presencia frente a la ausencia en Juan Muñoz, que establece paralelismos entre la muerte y la ausencia, el vacío. «En el silencio de Muñoz se encuentran todos los recuerdos del siglo XX, siendo al mismo tiempo una óptica desde la que ver, casi como si estuviéramos en una trinchera, el incierto horizonte del futuro», termina Germán Piqueras.

'Réserve des Suisses morts' (1990), de Christian Boltanski

'Réserve des Suisses morts' (1990), de Christian Boltanski

El ensayo Estética de la tragedia se cierra así con la única actitud que parece digna ante la muerte: la actitud de un silencio sagrado, de ese grito de Munch ahora congelado, transformado en una pausa. «El silencio que une al sepulcro y el feto es el elemento que encierra nuestra vida», concluye el autor. La mirada que enfrenta la muerte genera, pues, en nuestro arte y en nuestra filosofía una imagen que a la vez las fecunda y les confiere profundidad insondable. Un broche digno para un ensayo no sólo necesario, sino bien hilado, construido y desarrollado: un acercamiento profundo a la muerte como fuente de inspiración y reflexión del acto mismo de vivir.

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