El fin del amor, el principio de qué
La argentina Tamara Tenenbaum debuta en la novela con «Todas nuestras maldiciones se cumplieron», un libro inconexo y con demasiados sobreentendidos
Seix Barral / 144 páginas
Todas nuestras maldiciones se cumplieron
Tamara Tenenbaum es una Ana Iris inversa. Lo digo consciente de la evidente tontería, pero a modo de orientación para el lector español. Ambas son mujeres, de edad pareja (la primera es del 87; la segunda, del 91), y ambas han alcanzado cierto estatus de voz generacional tras el incontestable éxito, de nuevo en ambos casos, de sus recientes libros: El fin del amor, en la argentina, y Feria, si hablamos de la manchega.
A partir de ahí, las divergencias son todas: mientras Ana Iris, para habar de las relaciones, vuelve los ojos a la tradición y en ella encuentra una utilidad cínica o miopemente desdeñada (y hasta ridiculizada con condescendencia) por la posmodernidad, Tenenbaum abraza en El fin del amor, ensayo con mucho de autoficcional, los «nuevos modelos de relación» y abandera una mayor liberalización contra el amor romántico y el matrimonio desde sus orígenes judío-ortodoxos.
Si traigo a Ana Iris a colación es sólo por dar la medida de fenómeno generacional ante el que estamos. En Argentina, la vida y circunstancias de Tenenbaum han interesado tanto como aquí los de la «hija de la Ana Mari». Como ella, al éxito libresco se ha sumado una muy seguida columna dominical que, en el caso de la sudamericana, parecen haberse domiciliado en su primera novela. No digo que Todas nuestras maldiciones se cumplieran (Seix Barral) no sea una obra autónoma, pero tampoco digo que Tenenbaum haya hecho mucho más que compilar cuadros semejantes a los de sus artículos y darles una mínima apariencia de unidad o cohesión. Y es una pena.
El problema es lo rápido que se desinfla este pequeño libro en las manos. Más pronto de lo deseado, nos encontramos con que Tenenbaum sólo tiene retazos de rutina que ofrecer
Es una pena, digo, porque me interesa, me atrae, me suena bien lo que me cuenta al principio, desde ese arranque con trazas de trailer en el que la autora anticipa las «maldiciones cumplidas» que esperamos desarrollará más adelante. Tiene Tenenbaum una gracia austera narrando y un humor azul oscuro casi negro que me interpela. Su desapego me concierne: también yo, como tantos, he buscado espacio e independencia y hasta he llegado a confundir esa conquista con la del desafecto. Además, Tamara sale a jugar con doce: un bagaje familiar más interesante que la media, con una infancia en un barrio y una familia ortodoxa de Buenos Aires y un padre fallecido en el atentado más grave en suelo argentino, el de la Asociación Mutual Israelita (1994).
El problema no es de catalogación o formato. ¿Qué más da que sea o no novela, relatos concatenados, artículos enmascarados? ¿Qué es novela hoy en día en que es todo eso y nada? No, el problema no es ése, sino lo rápido que se desinfla este pequeño libro en las manos. Más pronto de lo deseado, nos encontramos con que Tenenbaum sólo tiene retazos de rutina que ofrecer: un poco de shopping, un viaje a Chile, tres cambios de piso... Anecdotario que podría encontrar su sentido y su utilidad en un artículo de domingo, de esos de formato panorámico, que dan en píldoras la idea de la persona y el carácter de quien los escribe.
Es como si Tenenbaum estuviera ensayando a ser Eduardo Halfon, con su autobiografismo episódico repartido en libros-píldora, o como si a Gornick le quitas la fuerza y la dejas en un largo paseo con la madre por Brooklyn
Yo sé que hay prestigio en esa prosa delgada, en no escribir todo lo que se piensa, en fragmentar la experiencia y poner por delante la cotidianidad del yo monda y lironda y que el lector haga su parte, ya sea toda. Pero en el caso de Todas nuestras maldiciones se cumplieron, esos rasgos de estilo no enmascaran que Tenenbaum no sabe o no puede o no quiere buscar las implicaciones de lo que está contando y sacar alguna conclusión de ello que, de alguna manera, llegue y aproveche al lector. No se puede fiar el espíritu de un libro a la solapa. Y esa es la sensación que deja esta obra: que lo más sustancioso está en la contraportada y nada de eso está en el libro.
Es como si Tenenbaum estuviera ensayando a ser Eduardo Halfon, con su autobiografismo episódico repartido en libros-píldora, o como si a Gornick le quitas la fuerza y la dejas en un largo paseo con la madre por Brooklyn. No es necesario lo que antes llamaban «ambición» para una buena novela, ni el peso ni la etiqueta con que se lanza al mercado, pero sí un propósito, que, ojo, ni siquiera tiene que ser evidente ni masticado para el lector, únicamente tiene que estar en la cabeza del autor cuando se sienta a escribir. El de la argentina es insospechado, para mí al menos, lo que me hace sospechar que pudiera no haberlo, aunque resulte que realmente lo haya. Yo qué sé.
Aun no compartiendo varios de los presupuestos de El fin del amor, como es mi caso, hay más jugo autoficcional y más poso en este ensayo, en lo que atañe a la vida y la educación sentimental de Tamara, a su desafección hacia la ortodoxia y su abrazo liberador de la sexualidad, que en una novela en la que la autora se empeña en pasar de puntillas sobre todo. ¿Es cuestión de pudor? Es posible. Las circunstancias familiares de la argentina (dramáticas por una parte, exóticas por otra) son bien conocidas en su tierra y quizás, en un intento de desmarcarse del morbo, Tenenbaum haya aguado el café en exceso. Todo el libro da esa sensación de sobreentendido que tanto incomoda a quien entra de nuevas en una conversación. Así, pegamos la oreja intrigados durante un rato, perseveramos voluntariosos y volvemos a casa sin saber de qué se estaba hablando. Queda sí, una voz atractiva y ramalazos prometedores. Como si la autora, a quien la madre advierte «Tami, no escribas nada de esto» (pág. 30), hubiera desobedecido esa orden concreta, pero la hubiese acatado para el resto del libro. Lástima.