
El Debate de las Ideas
Historia de la Nación Española: entrevistamos a Rafael Sánchez Saus
Estamos viendo emerger un sentimiento nacional alejado de sentimientos religiosos, que no parece necesitar ya del vínculo religioso, pero también cómo perdura un apego a formas culturales propias de la religión católica
El catedrático de Historia Medieval en la Universidad de Cádiz, Rafael Sánchez Saus, acaba de publicar Historia de la Nación Española, un libro en el que con el rigor al que no tiene acostumbrados, nos propone un recorrido de los tartesos a las Cortes de Cádiz en el que asistimos a la génesis y consolidación de la nación española. Hablamos con él sobre un libro cargado de jugosos descubrimientos.
— Empecemos por el título de tu último libro: no es una historia de España, es una historia de la nación española. ¿En qué se diferencia el enfoque?
— La historia de España es todo lo que ocurre en este lugar concreto del planeta, pero, como consecuencia de esos sucesos, unos con más incidencia que otros, a lo largo del tiempo se va generando, a través de un proceso complejo en el que hay pasos hacia adelante y también pasos hacia atrás, lo que podemos llamar una nación, la nación española. Ese proceso es el objeto del libro. Y esto me parece crucial: yo creo que uno de los grandes problemas de España es el hecho de que la nación como tal se discute. Por eso me pareció que un buen tema, casi una obligación como historiador, era tratar de mostrar, de un modo al alcance de todos, por qué España es una nación y cómo se ha ido formando a lo largo del tiempo, huyendo de teorías esencialistas, como si España hubiese existido como tal desde la noche de los tiempos, pero también de esas teorías presentistas que hacen que solamente pueda hablarse de nación a partir del XIX, y en concreto de la Constitución de Cádiz. Y para muchos hoy, ni eso.
— Señalas que «nación» no es un concepto unívoco, ¿qué consideras tú que es una nación?— Yo creo que la nación es un agregado de hechos y de circunstancias de carácter cultural e histórico, pero para que su resultado sea una nación tienen que existir también otros elementos. Tiene que haber un marco geográfico favorecedor y, sobre él, una base étnica; no me refiero a una raza, sino a un pueblo cuyos componentes tienen una relación privilegiada, continuada y general. Además, existe un factor de azar histórico que puede hacer que unas determinadas naciones cuajen y otras no. Otro factor importantísimo es la consolidación de un idioma común, sumado a un conjunto de valores y de principios, generalmente nacidos de una religión, que tienen la mayoría de los miembros de una nación. Todo ello les permite reconocerse como miembros de una misma comunidad y esto hace que surjan sentimientos profundos de solidaridad que no se producen con otros hombres, incluso de la misma civilización o de la misma religión, y que los vinculan entre sí. Es entonces cuando estamos ante una nación. Esa construcción histórica puede llegar a tener pleno reconocimiento político, ostentar la soberanía. Pero esto es un fenómeno relativamente reciente y no siempre necesario.
Por eso digo que la definición de nación es compleja, pero se coja el camino que se coja, cualquiera que sea el elemento que se quiera priorizar, resulta que España cumple las condiciones y eso desde mucho antes que casi todas las demás naciones. Me parece pues que discutir, a estas alturas, si España es nación o no es absurdo.
— ¿Qué papel juega la geografía en el surgimiento de la nación española?
— En los inicios la geografía es un elemento muy importante. Los habitantes de la Península Ibérica, antes de Roma, no tienen visión de conjunto ni se comportan como si hubiera la menor unidad entre ellos. Pero desde fuera sí contemplan a la Península (Iberia, Hispania) como una unidad geoestratégica debido a su situación y límites naturales, y pese a su gran diversidad interna. Es algo muy curioso. Da igual que sean fenicios, que sean griegos o romanos, quienes toman contacto con la península la conceptúan como una unidad. Otros territorios que también geográficamente podían manifestar una cierta unidad no fueron vistos así. Y, sin embargo, sí se va a hablar de Iberia o de Hispania para todo el conjunto. Se habla de los muy diversos pueblos que la habitan, pero se insiste en que existe una única realidad geográfica. La percepción unitaria de Hispania lleva inmediatamente, de forma natural, a una consideración también unitaria de sus habitantes, pese a la diversidad de pueblos y culturas. El gentilicio «hispano» está atestiguado ya en el siglo III antes de Cristo. Así pues, desde hace más de 2500 años la Península Ibérica ha sido conceptuada como una unidad geográfica que, además, muy pronto tiene también reconocimiento administrativo en el seno del Imperio Romano, aunque haya varias provincias. Me parece fundamental que ya en el 297 d. C. Diocleciano, que divide todo el imperio en doce grandes conjuntos llamados diócesis, convierta a la Península Ibérica en una única diócesis, dividida naturalmente en distintas provincias. Ni siquiera Italia aparece como una única diócesis. Ese reconocimiento tan temprano es algo verdaderamente llamativo.
— Frente a la imagen de que la romanización fue un proceso sencillo, explicas muy bien lo costoso que fue. Algo que contrasta con la romanización posterior, de una amplitud y profundidad casi única.
— Sí que es llamativo. Hay que detenerse con atención en el papel de Roma, pues hay una especie de consenso en que ahí está la clave de la futura nación. Roma es la que proporciona la primera identidad común a toda la Península Ibérica. Hay un episodio muy indicativo: en el siglo III a.C. hubo un grupo de mercenarios ibéricos al servicio de Cartago en Sicilia que, en cierto momento se pasan a Roma. Son decisivos en la conquista de Siracusa y Roma les concede, en recompensa, la posesión de la ciudad de Morgantina. Entonces emiten moneda y en ella se autocalifican como «hispanos». Se supone que pertenecían a distintos pueblos y se presentan con el gentilicio común. Es algo sorprendente por lo temprano del fenómeno.
Hay también un hecho importantísimo cuya observación debo a Julián Marías. Y es que el latín permite a los hispanos hablar con los romanos, sí, pero es que les permite también hablar entre ellos, ofreciéndoles una lengua común de la que carecían. Roma, además, amplía enormemente el horizonte de esos hispanos. Los convierte en miembros de una comunidad que abarca todo el Mediterráneo. Estos hispanos serán muy romanos, y al mismo tiempo, por contraste con el resto, conscientes de que tienen un origen común.
— Seguimos avanzando: ¿cómo fue la fusión de visigodos e hispanorromanos?
— Pues parece que fue muy rápida a partir del momento en que cayeron los prejuicios recíprocos vinculados a la cuestión religiosa. La religión tiene una importancia extraordinaria como elemento configurador de identidad. Sin la misma fe no se podían dar los pasos para para una identidad común. Cuando la diferencia religiosa desaparece, a finales del siglo VI, la integración es rapidísima y da lugar a un pueblo hispanogodo que posee un código legal común ya en 654, el famoso Liber Iudiciorum. Por otra parte, hubo un deseo grande por parte de los reyes visigodos de instalarse en la tradición imperial romana y de aparecer como continuadores de los emperadores y de la tradición romana.
Los godos aportan a la futura construcción nacional, por una parte, la realeza. Una monarquía que domina toda la vieja Hispania de un modo soberano. Hay una continuidad sobre lo que significa la realeza de España desde el siglo V hasta el siglo XXI. La monarquía asturiana pudo tener engarce genealógico con alguno de los linajes regios visigodos, pero aunque no lo tuviera, lo importante es que pronto se siente su heredera y continuadora. Es éste un elemento configurador de la nación importantísimo. En segundo lugar, vinculan aquella realidad política institucional con la religión católica a partir del III Concilio de Toledo. Hasta hace cuatro días la Monarquía y el Estado español han sido siempre católicos. Este es otro factor importantísimo de integración.
— ¿Se puede hablar ya de nación española con Recaredo y el III Concilio de Toledo?
— Estrictamente no. Pero no es necesario afirmar que en los siglos VII y VIII había ya una nación española, cuando no existía en ningún lugar de Europa. Lo que había, de forma muy avanzada a mi entender, era una protonación que, de haber podido evolucionar de la forma que lo hicieron otras y no haber sido interrumpida por la invasión árabe, hubiese generado una nación con todos sus elementos, quizá antes que ninguna otra en Occidente. La prueba está en la huella mítico-ideológica que deja a lo largo de los siglos medievales, durante la Reconquista. Es el recuerdo de una construcción política que abarca toda la vieja Hispania bajo un mismo poder. Es muy interesante que, en una monarquía tan compleja como la visigoda, donde hubo tantos conflictos de poder, nunca se les ocurrió dividir el reino, como sí hicieron, por ejemplo, los francos con frecuencia. Esta idea de la unidad peninsular bajo una misma monarquía cristiana alimentó durante siglos la posibilidad de la reconstrucción. Esto nos habla de que lo que hoy nos parece una monarquía visigótica muy precaria, no debió de serlo tanto.
— Llegamos al impacto brutal de la conquista árabe. Contra la visión de una conquista fácil ante el derrumbe del mundo visigodo, demuestras que no fue ningún paseo.
— Efectivamente, es preciso poner de relieve que la conquista musulmana se enfrentó a una fuerte resistencia en muchas zonas. Hasta el año 719 hubo un rey godo en la Narbonense, fue una conquista realizada en ocho años, por lo que no se puede decir que fuera un paseo militar.
Pero lo esencial es lo que ocurre inmediatamente después. La conquista musulmana significó la desvertebración total del país. Desvertebración social, religiosa, cultural, política. Desaparece la monarquía visigoda y Al-Ándalus no tiene nada que ver con el Estado anterior, rechaza radicalmente la identidad formada hasta entonces y hace todo lo posible por la construcción paulatina de una nueva identidad que ya no es romana, que ya no es germana, que ya no es cristiana, los tres puntales. Ese nuevo país incluso recibe un nuevo nombre, Al-Andalus, que no tiene nada que ver con el anterior, cosa que no suele suceder tras la conquista musulmana en otras zonas. Aquí hay un intento de borrar lo precedente hasta en el nombre del país. Un nombre con más de mil años de solera.
Pero ese intento no se consolida porque Al-Andalus, aunque nos lo representan como si fuese un solo país, siempre pintadito de verde en los mapas, padeció siempre, excepto en el siglo apenas que duró el califato, un enorme fraccionamiento interior. Los conflictos internos fueron brutales, hay luchas políticas, étnicas, religiosas y de todo tipo. Entre el 711 y el 929 asistimos a la época más turbulenta y desgarrada de la historia de España.
Lo que había quedado de España, a partir de las circunstancias en las que se produce la resistencia en cada zona, genera realidades nuevas que van fraguando con el tiempo donde antes no las había. El mapa de los reinos cristianos de la Reconquista no tiene nada que ver con el mundo visigodo previo y sus ducados. Responde a realidades totalmente nuevas que se van asentando en esos territorios. Pero junto a esta diversidad, hay una gran corriente también de unidad, de reconocimiento de la unidad previa. Nunca se pierde la conciencia de unidad, pero al mismo tiempo aparecen realidades propias de cada sitio. España como nación es el resultado de la dinámica histórica entre esos dos factores. Hay una tendencia a la unidad tremenda, que se va realizando a lo largo de la Edad Media por muchos motivos, de tipo dinástico, por convicción de las élites de que es buena esa integración y por el recuerdo importantísimo, llamado neogoticismo, de lo que fue el reino de los godos. Pero por otro lado aparecen realidades propias encarnadas en cada uno de esos territorios, con fuerte personalidad. A lo largo de la historia hay momentos en los que prima uno de los factores y momentos en los que prima el otro, y eso es una característica de la nación española hasta nuestros días, un factor de debilidad estructural, pero al mismo tiempo también un factor de gran riqueza cultural y de capacidad de resistencia en tiempos difíciles. Eso se vio, por ejemplo, durante la invasión napoleónica: cada territorio es capaz de organizarse y de montar la resistencia. Eso no sucedió en Alemania o en Italia. Y, por otra parte, es un factor de debilidad porque dificulta movilizar todas las energías cuando es necesario. También es buena prueba de ello la guerra de Independencia. Y este rasgo tan característico me parece la herencia clarísima de la invasión musulmana del siglo VIII, de la forma en que ocurrieron las cosas a partir de ese momento y de cómo se organizó la resistencia cristiana.
— Explicas que la unidad conseguida con los Reyes Católicos pudo haberse logrado antes. ¿Qué papel juegan el azar y las tendencias profundas de la historia?
— Es cierto que ya estaba todo preparado en las conciencias y que, de hecho, hubo momentos, unos siglos antes, en que ya pudo haberse logrado esa unidad. Se puede pensar que si, finalmente, no cuajó entonces, es que las realidades de fondo no estaban lo suficientemente preparadas. Pero es muy sorprendente ver cómo en fecha tan temprana como principios del siglo XII, en las capitulaciones matrimoniales entre Alfonso I de Aragón, que era además rey de Navarra en ese momento, y Urraca, hija de Alfonso VI, que era reina de Castilla y León, que en ese momento abarcaba Portugal, se acuerda que el hijo común que tuvieran iba a heredarlo todo. Se está buscando la unidad en un momento muy difícil porque acaban de llegar los almorávides y los reinos cristianos se tambalean. La operación fracasa porque el matrimonio fue un desastre y la operación política sale mal… pero podría haber salido bien.
Treinta años más tarde, Aragón busca la alianza con los condes de Barcelona. Los condes de Barcelona hacen entonces una apuesta decisiva, porque podían haber seguido vinculados fundamentalmente a Occitania y podían haber dado lugar, con el tiempo, a otra cosa. Pero no fue así, y no lo fue por capricho. Sabían que formaban parte de España y en ella quisieron crecer. Casi al mismo tiempo se lanzaron a conquistar Tortosa, Lérida y unas generaciones después las Baleares y Valencia hasta Murcia. Había una atracción enorme de los condados catalanes hacia Hispania, algo que en la época no sorprendía a nadie porque los catalanes eran tan hispanos como los que más, en absoluto se sentían galos ni mucho menos un mundo aparte. A lo largo de de la Edad Media hay una tendencia muy fuerte en todos los reinos españoles a reforzar entre ellos ese tipo de vínculos. ¿Por qué? Porque se reconocían entre ellos como parte de España. Esto se ve también en las crónicas de la época, que hablan continuamente de España, considerada algo así como la patria común de todos. Enrique II de Castilla, en su testamento, recomienda a su hijo y a sus sucesores que busquen siempre los matrimonios con princesas de casas españolas. Lo dice porque cree que se deben ir construyendo las bases de un proyecto en común y que reforzar esos vínculos los refuerza a todos.
Esta tendencia es esencialmente pacífica, las uniones nunca suceden mediante la conquista de un reino sobre otro, sino a través de enlaces. Cuando Castilla intenta imponerse en Portugal fracasa en 1385, en Aljubarrota. Los derechos de Juan I de Castilla al trono portugués eran indudables, pero cuando se intentó hacer por la fuerza se fracasó lastimosamente. Todo esto nos lleva a otra interesante cuestión: hay que destacar la importancia de la mujer en la construcción progresiva de esa unidad. Al haberse conseguido mediante matrimonios, su papel es fundamental. No solamente estamos hablando de Isabel la Católica, estamos hablando de la reina Petronila en el caso de Aragón, estamos hablando de la reina Berenguela en la unión entre Castilla y León, la madre de Fernando III. La importancia de esas mujeres radica en que eran reinas propietarias, como se decía, de sus reinos y, por tanto, sus matrimonios hacían posible la unión de las coronas.
— Hablas de la importancia de los modos de la repoblación para la cristalización de la nación española. ¿Qué consecuencias tuvo?
— Es que la repoblación, consecuencia de la reconquista territorial, es crucial. Se refleja de una manera apabullante en los mapas genéticos que se hacen ahora y que muestran lo que podríamos llamar la unidad poblacional de toda la Península Ibérica, a la que hay que sumar, además, la cultural, religiosa y social que fueron también su consecuencia. Ahí está el origen de la población de todo el sur de España, no en otros componentes, a menudo mitificados. Por eso las gentes de Andalucía o Extremadura son tan parecidas a la de Galicia o Castilla la Vieja y las de Valencia a las de Aragón y Cataluña, y todas entre sí mediante la continua mezcla y relación posterior entre ellas.
— ¿Crees que los Reyes Católicos fueron tan importantes como se les considera habitualmente, un verdadero punto de inflexión?
— Yo creo que son importantísimos. El motivo es que esa nación ya por entonces existente en el plano cultural e histórico, con conciencia de sí misma y un gran deseo de unidad que se expresa de muchas maneras, cuaja con la unidad dinástica. A veces se quiere disminuir la importancia de la unión dinástica, como si fuese una cosa menor, pero en la época no había una forma de unidad mayor que la derivada de la sujeción al mismo monarca. Además, crean el primer Estado moderno, la monarquía católica o hispánica, que surge con ellos y que da forma a la nación durante trescientos años.
— Julián Marías habla de que España podría considerarse la nación más antigua.
— Julián Marías, más que afirmar que es la primera nación, algo en lo que digamos la carrera está muy disputada, señala que hay un elemento en España que la hace diferente, que no sucede en Francia ni en Inglaterra: en el mismo momento en que la nación alcanza forma de Estado con la monarquía hispánica, se ve inmersa en una expansión como no se había conocido ninguna otra en el mundo. Por eso Julián Marías habla de la «supernación». Es decir, España se convierte en imperio al mismo tiempo que cuaja como nación, y como imperio tiene que albergar, bajo su forma histórica, a pueblos muy diversos que evidentemente no son españoles.
— ¿Cómo afecta el imperio y la extensión a América a la identidad española?
— Los españoles se encuentran un mundo totalmente distinto al suyo y son capaces de asimilarlo y de integrarlo porque estaban acostumbrados a lo largo de toda su Edad Media, como ningún otro pueblo europeo, a una relación con el «otro», a comprender la diferencia e integrarla. Eso es algo que los españoles del siglo XV y XVI eran capaces de hacer, para pelearse con el enemigo, sí, pero también para valorar que, una vez sometido el enemigo, eso no tenía por qué llevar a su exterminio ni exclusión, especialmente si aceptaba la fe cristiana, por muy distintos que fueran. El modo como se había ido formando España a lo largo de la de la Edad Media le va a permitir abrirse a América de la forma en que lo hace. La hispánica es la única civilización propiamente mestiza que ha habido en el mundo.
Al mismo tiempo, el enfrentarse a ese mundo colosal y tan diverso les hace comprender aún mejor su identidad propia, y así surge lo que llaman la «república de los españoles», de la que forman parte los criollos y los mestizos, marcada por su lealtad y obediencia a la Corona, pero también por una gran tensión con ella, porque naturalmente no les permitía hacer lo que ellos deseaban y aprovecha al máximo su condición de conquistadores y dominadores. Son varios los momentos en los que hay un choque: por una parte esa república de los españoles y por otra parte, lo que se quiere imponer desde la Península con criterios teóricos a menudo poco realistas. Esto, creo yo, es una constante de la nación española. Por un lado va la nación y por otro hay una estructura, primero Corona, después Estado liberal, que pretende e impone cosas que a la gente no le acaban de gustar o van contra sus intereses. Obedecen las órdenes, porque los españoles son mucho más obedientes de lo que se dice, pero procuran vadearlas. El «se acata, pero no se cumple» de los tiempos medievales.
— ¿Quiénes eran aquellos españoles que se embarcaban rumbo a América?
— Eran más bien clase media, representantes de la sociedad española de la época, entre ellos muchos hidalgos y emprendedores de todos los niveles. No son las clases altas, porque naturalmente los nobles y ricos no tenían ningún incentivo para irse a América. Pero tampoco son los más pobres ni, menos aún, la escoria de la sociedad, como se suele decir. Son gentes que querían mejorar su condición, que tenían una gran confianza en sí mismos y que van dispuestos a comerse el mundo. Van buscando la riqueza, pero también la gloria y a evangelizar, que no eran cosas contradictorias. Además, parece que su nivel de alfabetización era mayor del que había en la España de la época, y no digamos en la Europa de la época. La España del XVI estaba más alfabetizada que la mayor parte de los territorios europeos, quizá con la excepción de los Estados Pontificios. Lo importante es que esos españoles tuvieron un éxito de dimensión extraordinaria, casi inexplicable, en la traslación de su mundo, la España de la que procedían, a un mundo totalmente ajeno y a menudo hostil. No podían ser los famélicos ansiosos de botín que nos pintan.
— En el siglo XVI, ¿existía ya una conciencia de unidad española más allá de la unión dinástica?
— Por supuesto. Los Reyes Católicos no quisieron llamarse Reyes de España por no crear conflictos con los de Portugal y Navarra. Pero fuera de España eran llamados así. Y dentro de España hay ya una extendida conciencia de un mismo destino, de una nación española. No hay más que ver la literatura del Siglo de Oro, donde se habla continuamente de España en todos los aspectos. Cuando se dice que la unidad era una mera cuestión dinástica, yo insisto: es que lo dinástico es lo más importante de la época en el plano político. En la época son los reyes quienes encarnan la soberanía y son vicarios del poder de Dios. Ese pegamento era tan potente que los Austrias no lo modificaron: les funcionaba perfectamente el sistema de monarquía hispánica en el cual cada reino mantenía su personalidad, pero la Corona daba unidad a todo el conjunto.
— ¿Cómo afrontaron los ilustrados españoles la tensión entre esa monarquía universal y católica y las nuevas ideas de moda en Europa?
— La mayoría, como Jovellanos o el P. Feijoo, son capaces de integrar una mentalidad ilustrada con una afirmación de la catolicidad de España, pero hay otros, muy pocos al principio, que la rechazan. Y lo que rechazan no es tanto la catolicidad como el papel de la Iglesia. Algunos asumen de manera poco crítica la leyenda negra del XVIII, de origen fundamentalmente francés, cuando Francia marca la moda y el clima intelectual de toda Europa. El casticismo reaccionará frente a esa tendencia y, al principio de manera poco explosiva, porque el XVIII es un siglo pacífico internamente y poco estridente, se va abriendo por primera vez una sima entre dos concepciones que es lo que va a dar lugar a las dos Españas.
— ¿Qué papel tuvo la religión en la Guerra de Independencia?
— Crucial, pues para la mayoría la religión y la nación son indiscernibles. No son dos cosas, sino que es una y la misma cosa. En 1808 estalla la reacción del conjunto de la nación frente a un país, Francia, que era muy detestado desde el siglo XVII, y frente a los ideales revolucionarios, que chocaban frontalmente con la mentalidad predominante en España. La respuesta popular no había tenido parangón en la historia, facilitada por el colapso de la Monarquía y de las instituciones. Y eso sorprendió muchísimo, porque esa reacción no lo tuvieron entonces ni los alemanes, ni los italianos, ni los rusos, ni nadie. Es algo único cuya causa, entiendo, es que la nación estaba ya totalmente cuajada en ese momento, algo que no sucedía en esos otros países de Europa invadidos por napoleón.
— ¿Cómo valoras la Constitución de Cádiz de 1812 en relación con la realidad de la nación española de la época?
— La Constitución de Cádiz quiso introducir una serie de cambios que, aunque hoy podamos juzgarlos positivos, chocaban violentamente con la mentalidad de la época, excepto para algunas minorías muy influidas por la Revolución. Además de sus problemas de legitimidad, es evidente que estaba inspirada en la Constitución francesa; es decir, mientras se estaba combatiendo a los franceses se pretendían imponer a la nación las ideas contra las que se combatía. Por eso, muchísima gente no lo entendió en absoluto, aunque la aceptaran a regañadientes. Pero el Rey, y con él la mayor parte de la nación, no se sintieron vinculados a la Constitución de Cádiz. Pero el liberalismo naciente se aferró a ella, inaugurando una tendencia muy de la izquierda española que es no permitir jamás un paso atrás en sus logros. Yo creo que si se hubiese ido, como en otros países, por el camino de una carta otorgada, que hubiese ido generando una cultura de participación y de ampliación de las bases políticas del reino, nuestra historia del siglo XIX hubiera sido diferente. Queda muy bonito decir que España, después de la Revolución Francesa, tiene la primera Constitución en Europa, pero yo creo que España como nación pagó un alto precio por ese privilegio.
— ¿Sigue la nación española dando sorpresas, como en octubre de 2017?
— Yo decidí parar mi libro en 1812, pues a medida que nos acercamos al presente el historiador va dejando paso a sus ideas personales y deseos. Efectivamente, ante la amenaza secesionista asistimos a un resurgimiento de la nación que nadie quizás esperaba. Es de destacar que ello sucedió porque el Rey supo estar a la altura de las circunstancias. Pero solamente el futuro nos dirá si aquello fue el despertar o los últimos coletazos de una nación española en evidente crisis. Las espadas parecen estar en alto.
— ¿Puede una nación española sin un sustrato religioso fuerte mantener su identidad?
— Evidentemente la religión no tiene ahora la importancia que ha tenido, y también es cierto que en determinados momentos hay factores que tienen mucho peso y que después lo pierden: recordemos lo que significó la limpieza de sangre o el sentido mesiánico que tenían los españoles en el siglo XVI y XVII. Estamos viendo emerger un sentimiento nacional alejado de sentimientos religiosos, que no parece necesitar ya del vínculo religioso, pero también cómo perdura un apego a formas culturales propias de la religión católica. Creo que vamos a ver una separación entre pertenencia religiosa e identidad nacional, pero también creo que, cultural e históricamente, la huella de la Iglesia ha sido tan fuerte en España que no va a desaparecer mientras exista la nación.