‘La casa’, de Julien Gracq
Periférica publica un inédito de este «raro», maestro de la introspección y la delicadeza
Si un clásico es, como señala su definición, aquel modelo digno de imitación, con los textos de Julien Gracq lo tenemos difícil, y con un inédito suyo como La casa, aún más. Pocos se atreverían a imitarlo, y ninguno lo lograría.
Periférica (2024). 64 Páginas
La casa
Y esto no es solo consecuencia del mérito y peculiaridad de su estilo, sino de la situación editorial de hoy, completamente refractaria a admitir escritores como él. Tratamos sobre el francés Julien Gracq –pseudónimo de Louis Poirier (1910-2007)–, prosista lirico bretón, que se mantuvo toda su existencia alejado de los focos mediáticos; que redactó ensayos sobre literatura con cierta (y solo cierta) regularidad, y que se paseó por la creación puramente literaria de manera muy episódica, a lo largo de más de medio siglo. La numeración de sus títulos cabe en los dedos de nuestras manos. De las mías, o de las de usted, sin ánimo de preguntarme por la completitud de quien lee. Gracq elaboró su obra entre los albores de la Segunda Guerra Mundial y la década de los setenta, siempre como huidizo vate de una realidad alternativa, preñada de romanticismo y surrealismo canónicos. Entre sus influencias mas notables, Poe, Kleist, Novalis, Rimbaud y los últimos dadaístas.
De estas semillas brotó una planta completamente diferente, que podría instalarse en el mismo jardín umbrío y secreto que los cuentos de Dino Buzzatti o Tomasso Landolfi, contemporáneos suyos, o el ligeramente anterior Robert Walser. Una literatura delicada y digresiva, de la introspección y de la extrañeza, de la espera y la observación, pero cuya orfebrería descriptiva está en las antípodas de la frialdad y el cientificismo desapasionado de la nouveau roman de las mismas fechas. Ni siquiera podría codearse con el estilo enumerativo ouli-po de un Perec, pues no hay en Gracq asomo lúdico alguno. Gracq se toma muy en serio, porque su esfuerzo constante, frase tras frase, es tratar de describir estados internos de la psique, motivados por la observación de aspectos intrigantes del exterior. De ahí que se mencione habitualmente, como en El desierto de los tártaros del citado Buzzatti, que todo Gracq está fundamentado en el efecto que la espera tiene en el ser humano, en cómo la vida se construye más sobre el desear que sobre el obtener… solo que Gracq apenas nos muestra siquiera lo que desean sus personajes, pues están constantemente a la búsqueda precisamente de esa referencia. Es algo evidente en sus mejores obras, como El mar de las Sirtes (1951) o La península (1970); y cuando Gracq se lanza a narrar acciones y argumentos, como en Las tierras del ocaso (1956) se vuelve inevitablemente menor.
Esa búsqueda la motiva la exploración, la indagación en ambientes inusuales y paisajes agrestes y solitarios. En este sentido, todavía hoy es recordado el capítulo inicial de su primera novela breve, En el castillo de Argol (1938), por ser emblemático: la detallada (casi agotadora) descripción, geográfica pero también sensible –e incluso metaliteraria, y he ahí el alcance de Gracq–, del bosque y la senda que el protagonista atraviesa para llegar a una fortaleza, y los salones de ésta. Es como una zambullida en el método de psicología profunda que hay en los dos párrafos que inician «La caída de la casa Usher», de Poe, solo que exprimido a lo largo de diez páginas.
En realidad, y esto lo señalan siempre sus especialistas, Gracq se pasó su biografía escribiendo siempre el mismo relato, algo que podemos decir que es un vicio extendido en el último siglo, tanto en la literatura más académica como en la reconocida como de género popular, lo mismo Proust que Ross Macdonald. La cuestión importante es si ese relato se va convirtiendo en cada ocasión en un relato mejor. En Gracq, deberíamos afirmar que siempre se trata de un fragmento más de un solo paisaje, del que vamos conociendo sus significados más subterráneos, más anímicos y estilizados. El desarrollo argumental de La casa es efímero: un individuo (o al menos, nos figuramos que es un hombre), durante el período de la Ocupación alemana en Francia (o queremos pensar que fue entonces y allí), ve asiduamente, desde el recorrido del autobús de línea, una mansión en lontananza, más allá de un enmarañado bosque que linda con la carretera. Una tarde, gracias a la invitación del azar (el automóvil se estropea), decide satisfacer su curiosidad. Todo el fluir de La casa es en realidad esa aproximación a lo largo de una tarde ocasionalmente lluviosa, y lo que la vista le sugiere al paseante. En las paginas finales se intuye la existencia de una habitante, y no esperen más. El relato ha acabado. Sí, lo he desvelado, pero si se sienten molestos, es que todavía no entienden a Gracq. En cualquier otro, pensaríamos que lo que hoy se recupera es un fragmento del comienzo de una novela no terminada. O el sobrante de un borrador de En el castillo de Argol. No, amigos.
Esto es Territorio Gracq. Siempre lo mismo, y nunca igual. Siempre iniciando el deambular, bajo un modo particular de entender el Simbolismo literario, con sutiles reminiscencias fantásticas, pero nunca sobrenaturales. Como en las «Noches en los ministerios de Europa» de Cortázar, alguien vaga eternamente, a la búsqueda de algo que no sabe lo que es, pero teme encontrar. Hay una forma de interpretación de La casa, que es la que se ha impuesto como oficial desde su rescate, y que nos resume hábilmente su traductora, Vanesa García Cazorla, en un ameno epílogo. La constituyen los tópicos recurrentes sobre Gracq: la espera, la requesta de un Grial inmaterial, lo autobiográfico, el concepto de tierra baldía, la sublimación ansiada de lo femenino… todo eso es innegable.
Pero permítannos fijarnos en algo colateral, y que sin embargo consideramos enriquecedor. Gracq, como su admirado Poe, como el depauperado Lovecraft, fueron escritores que habían desarrollado una especial sensibilidad hacia los edificios. Este último llegó a escribir (y fue uno de sus pocos libros publicados en vida) una guía de Quebec. Obviamente, por encargo. Ese rasgo peculiar del ánima artística los emparenta con los postulados de la psicogeografía, que autores como Iain Sinclair han convertido hoy en una manera completamente nueva de comprender, a un tiempo, nuestra historia, nuestra sociología y nuestro modo de sentir.
La psicogeografía se situaría junto a otras dos opciones, la del vagabundeo del flâneur (evolución lógica del paseante roussoniano y el wanderlust romántico alemán), y que es ociosidad transformada en tensión y ansiedad a manos de la errancia urbanita; y la del rastreo en la ciudad en busca de una realidad sublimada, platónica, el rostro verdadero de la ciudad, que tendría en alguien como Arthur Machen su expresión más genuina, como explicara en sus obras maestras secretas The London Adventure (1924) y Un fragmento de vida (1904).
Gracq adoraba los mapas, y se deleitaba en introducir y desarrollar sus narraciones con observaciones ambientales, propias de un Balzac postmoderno, que establece correspondencias con el alma. En La casa, esa fijación por el detalle está focalizada en un edificio, y en la experiencia de aproximarse a él reinventando su posible cronología y la personalidad de sus vecinos y fantasmas. Como en los ensayos de psicogeografía, en los que la cartografía se puebla de líneas y relaciones ideológicas o mágicas de imposible demostración, el no revelar el grado de acierto del narrador en La casa, al final de sus escasas páginas, abre posibilidades a la imaginación del lector, y tal vez sea, paradójicamente, su mayor acierto.