Valencia y la fábula de Noé
La naturaleza no se deja someter a nuestra voluntad ni a la tecnología
Una y otra vez la historia parece deleitarse en reírse de los seres humanos sufrientes desviando la atención de lo único importante. Lo de Valencia no es dejación de funciones de los que gobiernan, aunque haya algo de eso, no es falta de eficiencia de la ciencia en la predicción del tamaño de la catástrofe que se avecinaba. La naturaleza no se deja someter a nuestra voluntad ni a la tecnología. Antiguamente se atribuía a los hechos arbitrarios, azarosos, la voluntad de un dios aleccionador. Doy gracias a Dios porque ese dios haya desaparecido del horizonte de los culpables debido a nuestro ateísmo práctico bien orquestado en los centros educativos occidentales. Ese dios no era Dios, sinouuna proyección de nuestras necesidades de control. Ese dios consolador, reparador, atento al frotar de la lámpara de los seres humanos esperando que aconteciese, se acabó.
Pero entonces… ¿A quién hay que echarle la culpa? No podemos vivir sin chivos expiatorios porque entonces tendríamos que dirigir la mirada hacia nosotros mismos y reconocer multitud de razones por las cuales la naturaleza sin consciencia se ensaña con nosotros. Tampoco nos vale pensar que salvar una moto, un coche, una casa, unos malditos enseres inútiles, un mal cálculo de las circunstancias inéditas en cada generación (aunque los ancianos del lugar nos hablen de otras que ocurrieron), una confianza injustificada en nuestra fortaleza física, puedan ser la razón que consolaría a los que se han salvado… ¿Porque fueron más inteligentes? ¿Porque adoran a ídolos más eficientes? Tampoco vale pensar que si los gobernantes fueran más competentes algo habríamos salvado. Son meros chivos expiatorios de la rabia, de la toma de conciencia vertiginosa de la soledad y la precariedad de la vida queo aceptamos. Nada de eso vale. Llenaremos páginas de periódicos, tiempos de radio y televisión y espacios digitales, pero es una lapidación virtual típica de los linchamientos antiguos en los que se desahogaba la masa tirando piedras contra monstruos, brujas, herejes, extranjeros, reyes, y representantes del pueblo… para no mirarse a sí mismos a evaluar lo que nos ha pasado con frialdad y objetividad. Siento que no hemos interiorizado que el azar es el azar, la libertad es la libertad, y lo impredecible es impredecible.
Sucedió y sucederá. Volcanes, terremotos, inundaciones sucederán desde los tiempos de Noé. Caerán torres en Siloé o en Nueva York. Viviremos en el exilio en Babilonia o en París, trataremos de instalarnos en donde sea para asegurarnos nuestra frágil vida. Nosotros no escribimos el guion de la historia, pretendemos orgullosos que sí, que así es, pero no es verdad. Nos sentiremos apátridas, nómadas, pero no nos hemos pardo a reflexionar sobre la profundidad teológica de esa condición. Oíamos hablar de guerras, las pensábamos lejos, y eso nos conforta. Oíamos hablar de catástrofes, pero las veíamos en las pantallas. Conflagrarán las estrellas, confluirán los vientos arrasadores, los planetas, las aguas, pero seguiremos pensando que no nos concierne. La paradoja de la profecía de la desgracia se presenta como signo.
«Hacer creíble la perspectiva de la catástrofe necesita que se incremente la fuerza ontológica de su inscripción en el futuro. Los sufrimientos y los muertos anunciados se producirán inevitablemente, como un destino inexorable. Pero si rehusamos a convencer al mundo que este es el caso habremos perdido de vista la finalidad de este artificio, que es precisamente motivar la toma de conciencia y la acción a fin de
que la catástrofe no se produzca -déjame ayudarte a construir el arca para que esto sea falso» (Jean-Pierre Dupuy, La guerre qui ne peut pas avoir lieu, París, 2018, 156).
La mera probabilidad de que pudiera suceder lo que ha sucedido debería ser suficiente para que trabajásemos la manera de evitarlo. Hace falta una metafísica de lo posible para mantener atado lo real en sus límites tolerables. Lo que impide a esta metafísica hundirse en un fatalismo arcaico y trasnochado, o refugiarse en las creencias apocalípticas fundamentalistas, sería un pensamiento que tuviera a los sucesos del futuro por necesarios. En el sentido de que lo más probable es que suceda lo que nos tememos que acontezca un día u otro. El temor es fundado. Solo que no podemos soportarlo, porque eso nos obligaría a convertirnos, a depositar la esperanza en el único no-lugar —pero real— posible: que somos seres de paso para la vida eterna y, mientras llega, solo tenemos el deber de amarnos.
«Noé estaba cansado de escuchar a los profetas agoreros que anunciaban sin cesar una catástrofe que no acababa de llegar y que nadie se tomaba en serio. Vestido de saco y penitente aguantaba las burlas de los demás que le preguntaban una y otra vez cuándo sucedería la catástrofe. Su respuesta siempre era: «mañana». «Pasado mañana, el diluvio será cualquier cosa que habrá sido y cuando el diluvio habrá sido, todo aquello que es no habrá jamás existido. Cuando el diluvio se haya llevado todo lo que es, todo lo que habrá sido, será demasiado tarde para recordar, pues no habrá nadie que pueda hacerlo. Entonces, no habrá ya diferencia entre los muertos y aquellos que les lloran. Si he venido ante vosotros es para invertir el tiempo, para llorar hoy los muertos de mañana. Pasado mañana será demasiado tarde». […dicho lo cual] Un carpintero golpeó a su puerta y le dijo: déjame ayudarte a construir el arca, para que lo que viene sea falso. Más tarde un techador se une a ellos diciendo: llueve por encima de las montañas dejadme ayudaros para lo que viene sea falso». (Thierry Simonelli, Günther Anders. De la désuétude de l’homme, París, 2004, pp. 84-85).
En Valencia esto ha venido después: toneladas de solidaridad. Algo es algo. Pero hasta la próxima. Mientras tanto seguimos muy ocupados, como los amigos de Noé al principio estupefactos por los augurios, pero distraídos, confiados en que la tecnociencia y las decisiones de nuestros gobiernos nos salvarán. Ya hemos visto mil veces que esa fatua esperanza es quimérica. Como no tenemos seguridades sobre nada, y la fe ha perdido su conexión con la realidad, nos decimos a nosotros mismos que mejor no hablar de ello y aceptar con sencillez y sin pasión la vida biológica, puramente animal, sometiéndonos a sus leyes: cazar, comer, copular (ya no reproducirse) y dormir. Olvidar pronto, si no has sido de los afectados directamente, o resentir siempre, si has sido afectado. Consumar, mientras tanto, el ideal de vida de los «últimos hombres» nietzscheanos: un poco de calor humano o animal, y al final una última dosis de veneno para morir dulcemente. Qué pena no haber escuchado a Cristo cuando dijo, según Mateo 24, 3, «se acercaron a él en privado sus discípulos, y le dijeron: ‘Dinos cuándo sucederá eso, y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo’. ... Oiréis también hablar de guerras y rumores de guerras. ¡Cuidado, no os alarméis! Porque eso es necesario que suceda, pero no es todavía el fin. Pues se levantará nación contra nación y reino contra reino, y habrá en diversos lugares hambre y terremotos. Todo esto será el comienzo de los dolores de alumbramiento. […] Y al crecer cada vez más la iniquidad, la caridad de la mayoría se enfriará. Pero el que persevere hasta el fin, ese se salvará’ […] Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino solo el Padre. ‘Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del hombre. Porque como en los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos, así será también la venida del Hijo del hombre’». Para
algunos ya llegó. Los que, de momento, quedamos deberíamos ponernos a construir el arca, la que trae la única esperanza real.