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"Trato de favor" llega al Teatro de la Zarzuela

«Trato de favor» llega al Teatro de la ZarzuelaTeatro de la Zarzuela

Crítica de la nueva zarzuela

Boris Izaguirre y Lucas Vidal estrenan un musical débil y pretencioso

Trato de favor llega al Teatro de la Zarzuela como un intento por renovar el género a través de un libreto endeble y una música escasamente imaginativa

Las instituciones líricas atraviesan estos días una importante crisis de identidad. El llamado repertorio ya no consigue atraer como antes al público, pero los recambios tampoco surten todavía el efecto esperado: durante demasiado tiempo, se privilegió una escritura musical que basaba todo su poder en la rígida experimentación de nuevos lenguajes que apenas lograban conectar con esa amplia proporción de espectadores que acuden legítimamente al teatro en busca de emociones, alguna melodía que llevarse a casa como antídoto frente a la áspera rutina de los días, en lugar de someterse a un frío examen matemático con apuntes de metafísica.

La intención de perdurar

Afortunadamente, en muchos casos el desnudo del emperador ha comenzado a señalarse sin prejuicios y la ausencia de ropajes ya no constituye tendencia. Una nueva generación de compositores se ha liberado del dogma vanguardista volviendo su mirada hacia esas generaciones anteriores de músicos que, en lugar de crear para sus pares, únicos o principales destinatarios privilegiados de su ingenio, buscaban sin complejos la complicidad de la gente. Como expone Hans Heinrich Eggebrecht en su interesante análisis acerca de «la música buena y mala», «en un profano, la comprensión y el juicio cognitivos pueden estar muy poco desarrollados, mientras que en el experto las dos formas de comprensión y juicio interactúan». Pero «hay que admitir, sin embargo, que la primacía pertenece por principio al juicio sensible, ya que la música está hecha para la comprensión sensible».

En la actualidad, ya nadie se rasga las vestiduras cuando alguno sale del teatro tarareando varios de los temas principales de una obra

Ha tomado casi un siglo entender que este sencillo principio debe predominar si lo que se persigue en último término es la comunicación, franca, directa y con intención de perdurar. Por eso, en la actualidad, ya nadie se rasga las vestiduras cuando alguno sale del teatro tarareando varios de los temas principales de una obra, ya sea lírica, sinfónica o camerística, aunque hubiese sido concebida hace apenas con unos meses de antelación.

La contemporaneidad ya no asusta, por el contrario, muchas veces seduce. Lo cual no quiere decir que los compositores actuales deban renunciar a nada, si no precisamente eso: lo que no deben es temerle a la censura de esos pocos mandarines que hasta ahora prescribían lo que era o no legítimo en función de sus elevados criterios, concediendo honores y distinciones, habilitando títulos, repartiéndose las migajas de un mercado que ellos mismos se encargaron de acotar hasta el límite de sus elucubraciones.

Quien vive rápido, muere rápido

Y por supuesto, aunque la veda cesase, y con ella cayesen algunas vendas, no es oro todo lo que reduce. No puede situarse en el mismo plano a un John Adams, capaz de dar con el signo de estos tiempos convulsos y regalarnos una oportuna reflexión sobre la capacidad del ser humano para convertirse en un nuevo Prometeo hasta llegar a poner en peligro la existencia de la civilización, como el compositor norteamericano refleja en la más importante ópera de nuestro tiempo, su Doctor Atomic (que en España tuvo su estreno en Sevilla), a través de una partitura subyugante, que los primeros pasos de un Lucas Vidal que hasta ahora había escrito el Himno de la liga, además de la banda sonora de un montón de malas series de televisión o películas como la infumable saga Fast & Furious.

Sí, los empeños de partida, qué duda cabe, son de muy distinto signo. No es lo mismo abordar la biografía de un hombre tan complejo como Oppenheimer que ilustrar el decepcionante libreto de Boris Izaguirre para un musical con tintes de revista, las más de las veces. Pero siendo así, podríamos fijar, entonces, el listón en otra soberbia composición lírica reflejo de nuestro particular momento histórico, la estupenda Anna Nicole, la ópera en dos actos que Mark-Anthony Turnage, con libreto de Richard Thomas, estrenó hace una década en el Covent Garden londinense (y que hasta ahora nadie ha tenido el acierto de programar aquí, un empeño de gran teatro).

La azarosa vida de la conejita de Playboy, fallecida prematuramente, servía a ambos, Turnage y su libretista, para trazar un retrato feroz del poder de la imagen en nuestros días, erigiéndolo además en certera metáfora de ese aserto que, acuñado por Byung-Chul Han, refleja como pocos uno de los signos inequívocos de estos tiempos: «Quien intenta vivir con más rapidez, también acaba muriendo más rápido». A partir de un sólido conocimiento de su oficio y de la historia del género, Turnage proporcionaba una música que podía sonar moderna a los oídos consagrados únicamente a la suprema dieta verdiana, pero sin renunciar a ciertos remansos líricos, deudora del jazz, de Kurt Weill y de las influencias del pop contemporáneo. Una obra maestra de hoy que se beneficiaba además, en su traslación al escenario, de la atrayente personalidad y el fuego dramático de su protagonista, la estupenda Eva-Maria Westbroek.

«Universo Boris»

En el teatro de la calle Jovellanos se apuesta ahora por la renovación de un género, la zarzuela, que apenas conecta ya con una parte del público que aún reivindica, y con toda justicia, la sólida tradición de un teatro musical ibérico, conectado con sus clases populares, que supo encauzar la inspiración musical de un grupo nutrido de compositores a los que se les solían negar otros espacios reservados para la representación de autores extranjeros (supuestamente más serios, rigurosos y refinados), a la vez que servía como plataforma para la denuncia de algunos de nuestros endémicos males y los seculares vicios del poder. Todo bajo el manto de una comicidad directa, pero a veces elaborada, nutrida de dichos ingeniosos y pullas destinadas a personalidades concretas de la vida pública del momento.

La pieza resulta más deudora de los malos musicales contemporáneos que de las maravillosas aportaciones que al género proporcionaron genios de la talla de Chapí

Eso mismo ha querido concretarse ahora en una labor de puesta al día confiada al showman Boris Izaguirre (hay que situarlo a él delante porque toda la publicidad se ha ocupado de centrar la máxima atención en el libretista) y al compositor Lucas Vidal, a través de la obra que acaba de estrenarse, Trato de favor, en el Teatro de la Zarzuela, aunque por su contenido y forma más pareciera destinada idealmente a ilustrar las marquesinas de los teatros emplazados no muy lejos, en la Gran Vía madrileña. Porque si algo puede certificarse tras esta primera audición es que la pieza resulta más deudora de los malos musicales contemporáneos (por supuesto no estamos ante una de las grandes creaciones de Gershwin, Berlin, Porter, Rodgers & Hart, Bernstein o incluso Sondheim), que de las maravillosas aportaciones que al género proporcionaron genios de la talla de Chapí, Barbieri, Bretón, Alonso, Sorozábal o Chueca.

Escena de Trato a favor

Escena de «Trato de favor»Teatro de la Zarzuela

Personajes y trama sin profundidad

El libreto de partida es un batiburrillo de lugares comunes que buscan la inmediata complicidad del público a través de la enésima explotación de las señas de identidad que conforman eso que podríamos denominar como «universo Boris», un tipo genial en su condición de «agitador cultural» pero con un bagaje intelectual que no va mucho más allá de un par de citas de ese Capote con el que alguna vez ha deseado compararse, pero del que lo separa un asunto esencial: la sagacidad, la fascinante capacidad de penetración del escritor norteamericano para indagar en la trastienda de sus personajes estaba bendecida, más allá del estilo, por su exquisita vena narrativa, a años luz de la que exhibe el célebre presentador venezolano.

El asunto de Trato de favor cabe en una servilleta de bar y hunde su raíz, más que en el fugaz paso por prisión de Sofia Loren (como el propio interesado comenta estos días), en el encarcelamiento de esa figura de la canción popular conocida como Isabel Pantoja. No lo esconde en ningún momento, hasta el punto de que la canción con la que Ana Mía, su protagonista, gana el «Festival de Eurovisión» se titula La reina Isabel, en un desdoblamiento que también pretende hacer alusión a otro de sus iconos más reconocibles, la llamada «reina de corazones» (o de la inanidad más absoluta), la celebridad Isabel Preysler.

Escena de Trato de favor

Escena de «Trato de favor»Teatro de la Zarzuela

Si el hilo argumental apenas se sostiene más allá de la mera anécdota que se encamina mediante reiterativos golpes de efecto hacia el disparatado fin de fiesta, con el propio Izaguirre como maestro de ceremonias reservándose una última aparición estelar que se sobreponga por un momento a sus forzados ripios y ese humor que parece nutrirse de series como la exitosa Aquí no hay quien viva, los personajes apenas parecen esbozados. Más allá de la protagonista, estos son meras muletas, señuelos con los que crear alguna de esas situaciones hilarantes con las que se busca la risa más fácil.

Anna Nicole, que era un drama (otra cosa, por tanto), dura apenas un poco más que este Trato de favor, y hay que ver el completísimo retrato que Turnage y su libretista ofrecen sobre la protagonista y algunos de los personajes secundarios, tal que la madre. Aquí Ana Mía adquiere un mínimo desarrollo: el beso con la directora de la prisión, que podría dar mucho más juego, parece quedarse en un simple guiño hacia el colectivo del que Izaguirre ha ejercido siempre como estandarte en tiempos más difíciles, defendiendo sus derechos.

Algunos de los otros personajes, como el ex amante que llega a compartir prisión con la artista, se pierden sin remisión, como si llegaran a molestarle porque todo debe precipitarse en aras de alcanzar el desbordamiento de esa conclusión eurovisiva en el que lo más importante, aparte de desearle larga vida a la zarzuela, es crear un puro clima festivo que excite la carcajada ante lo disparatado de la situación. Berlanga supo hacerlo mucho mejor en su testamentaria Todos a la cárcel, yendo aún mucho más lejos en su concepción del absurdo pero a la vez situando al espectador ante el espejo deformado de una realidad cotidiana que entronca con otra jamás superada, claramente reconocible, la picaresca.

Escena "Trato de favor"

Escena «Trato de favor»Teatro de la Zarzuela

Sólidos profesionales

De la música lo mejor que puede decirse es que el momento quizá más celebrado de la representación es el Coro de las espigadoras de Jacinto Guerrero, que en la voz de las reclusas de la prisión Albricias evoca obras de una mayor enjundia. Vidal se vale de fórmulas reconocibles, de pasodobles y chotis, a los que no alcanza a otorgar una auténtica personalidad. Como tantas veces sucede en estos casos, se busca otorgarle a estos ritmos populares un nuevo revestimiento, más pulido, que no siempre resulta convincente pues falta «la verdad sin la autenticidad» que reclamaba Falla cuando ya empezaba a huir del motivo folclórico en pos de una expresión más sincera, depurada y personal.

De modo parecido, el interludio remite inexorablemente a Bernstein. Bien, pero ¿dónde asoma Vidal? Quizá en su peor vertiente, la más popular. Su vinculación cinematográfica, con algún guiño al gran Ennio Morricone (cuyas bandas sonoras no pueden resultar más operísticas, aunque nunca abordase un género en el que podría haber dicho tanto y bueno), se manifiesta en la vacua grandilocuencia de sus conjuntos, con los que subraya los puntos culminantes al modo pretencioso de esos compositores que pretenden servir la emoción dibujándola en ampulosidades que a veces sirven para reforzar el sentimentalismo de determinadas imágenes, pero que en el teatro resultan banales si uno no es Wagner o Puccini. Sus mejores momentos cabe situarlos en el repliegue lírico, cuando caen las máscaras, como en esa suerte de dúo, o aria con intervenciones, en el que la cautiva célebre y la funcionaria de prisiones parecen descubrir un amor que luego ni se concreta ni avanza.

Los responsables de la Zarzuela aciertan al dotar a este proyecto nuevo, con sus dudosos resultados artísticos, de un grupo de sólidos profesionales que contribuyen a aportar sentido y unidad donde se requiere. Un auténtico hombre de teatro como Emilio Sagi, poco amante del riesgo pero en cambio buen conocedor de los hilos internos que contribuyen a dar siempre ese discreto sentido de la proporción a sus propuestas, de seguridad y rigor amables frente a propuestas más caóticas, sabe siempre cómo llevar a puerto apacible cualquier espectáculo, ordenando y disponiendo sin más criterio que el sentido común. Por eso muchos lo encuentran siempre aburrido. No es el caso.

Empleando la eficaz escenografía que le brinda su leal colaborador Daniel Bianco, fiel traductor de sus deseos, y con la ayuda de otra de sus más longevas ayudantes, la coreógrafa Nuria Castejón, Sagi insufla vida a las escenas corales y deja espacio a los personajes para que se sientan cómodos y puedan expresarse con toda libertad en las situaciones más íntimas, debidamente iluminadas. Magnífico el vestuario de ese artista llamado Jesús Ruiz: si se apellidase Ruizzini seguramente sería un figurinista reconocido en todo el mundo.

Con equipo tan completo, en cambio, se ha descuidado el reparto, algo que viene sucediendo en esta casa durante los últimos tiempos. Bien servido en los roles que incorporan las estrellas, Ainhoa Arteta y Nancy Herrera, en el resto parece haberse primado la parte actoral, siempre importante, pero dejando un poco de lado la canora. En cualquier caso, el público aguarda siempre con interés las apariciones de la Arteta.

Para quien en épocas recientes ha sido unas magníficas Tatiana, Desdémona, Elisabetta, Tosca o Salud, el rol de Ana Mía no representa mayores complicaciones, si bien a veces la escritura se antoja no del todo bien resuelta, lo que sí supone algún escollo puntual. En pleno proceso de recuperación de los achaques que incluso la tuvieron apartada de los escenarios durante algún tiempo, la soprano tolosarra llena la escena con su carismática presencia y deja varios detalles de su gran clase, como un par de filados de esos que invitan a creer que en algún momento podría volver a recuperar el lugar que se merece en la escena lírica. Junto a ella la Herrera mostró su dominio de las tablas, y sobre todo cuando le tocó recogerla, una voz de esas que siempre se prodigan en la expresión más detallista.

Debutaba Andrés Salado al frente de la Orquesta y Coro del teatro, que realizaron un estupendo trabajo. No creo que el material de la obra le supusiera un gran desafío, seguramente habrá que esperar a algún empeño de mayor enjundia para aquilatar mejor sus hechuras. Aquí cumplió con creces. Desde luego, si esta es la «renovación» de la zarzuela, que vuelva pronto La verbena de la Paloma. Con media hora menos, Bretón no sólo supo delinear unos personajes palpitantes que dan la medida de un momento concreto, proyectándose además en otros más cercanos en el tiempo, fácilmente reconocibles. Su música no se olvida, lo que no ocurre ahora desgraciadamente con esta.

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