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Representación de 'Adriana Lecouvreur' en Málaga

Representación de Adriana Lecouvreur en MálagaCésar Wonenburger

En Málaga, nueva ciudad de los prodigios, la ópera apunta a la excelencia

El modelo de la ciudad andaluza, volcado hacia la cultura como elemento esencial para atraer al turismo de calidad, alcanza hasta su oferta lírica con unas magníficas funciones de Adriana Lecouvreur

Málaga no ha logrado blindarse del todo frente a algunas de las características más reconocibles de eso que se denomina «progreso». Las calles del centro de la ciudad andaluza muestran las mismas señas de identidad comunes hoy a tantas otras urbes, esas que en muchas ocasiones nos llevan a pensar si en vez de desplazarnos hasta otros lugares en realidad no estaremos haciendo otra cosa que dar vueltas eternamente sobre nosotros mismos.

Las tiendas con baratijas de colores vivos, infalibles imanes para turistas, conviven con esas idénticas franquicias que ocupan los espacios que en otro tiempo servían de emplazamiento al pequeño comercio, ahora en franca retirada, cercado por alquileres imposibles y el impulso inexorable de la venta online. Las terrazas, ampliadas en la época del Covid, cuando tomar una tapa en el interior de un local se anunciaba como una condena de muerte, han seguido ganando terreno al paseo, obstaculizando el tránsito del distraído caminante. Y aunque algunos de estos bares aún se mantienen fieles al pincho de tortilla, otros tantos han caído para cederle el puesto a la enésima exaltación de la hamburguesa.

Función de “Adriana Lecouvreur” en Málaga

Función de «Adriana Lecouvreur» en MálagaCésar Wonenburger

¿En qué consiste, entonces, esa capacidad de seducción que en los últimos años ha convertido a Málaga en una de las ciudades que surgen inmediatamente en boca de todos cuando toca proponer modelos de urbanismo actual (evitemos a toda costa el adjetivo sostenible)? Desde luego no en lo descuidados que se encuentran los barrios de su periferia, verdadero talón de Aquiles para su eterno alcalde, Paco de la Torre, uno de los últimos bastiones entre ese exiguo grupo de regidores que han logrado hacerse con el beneplácito de la mayoría de los ciudadanos, elección tras elección, cosechando éxitos consagrados por las urnas, casi de otro tiempo. No. La idea que ha situado a la ciudad de Antonio Banderas entre las principales de España estos días, disputándole la primacía, incluso sobre su mismo terreno, a la más hermosa y señorial Sevilla, se halla en haber sabido interpretar algunas de esos rasgos que mejor definen estos tiempos cambiantes.

Siguiendo la senda trazada en su momento por Bilbao, también Málaga ha apostado por convertir la cultura en uno de sus principales reclamos, más allá del mar, el clima o el desparpajo de sus habitantes, sabios que cultivan el buen humor como antídoto contra las urgencias y desvaríos de la condición humana, improvisados Sénecas que acechan a la vuelta de cualquier esquina. Si Europa parece ya fatalmente condenada a convertirse en el balneario predilecto del resto de los países que sí han optado por las nuevas industrias (la tecnología) como modelo de desarrollo, al menos habrá que ofrecer a los visitantes, bien envasado, algo de ese rico patrimonio que aquí hemos cultivado durante siglos gracias fundamentalmente al empeño de artistas nacidos entre nosotros, como el enorme, aunque hoy resulte denostado por esa moda infame de la corrección política, Picasso.

Los museos se han convertido estos días, de algún modo, en modernos parques de atracciones para adultos, por donde discurren en pantalones cortos buena parte de esos viajantes que exigen un ocio alternativo al de achicharrarse durante horas en los concurridos arenales de la costa del Sol. En Málaga han sabido entenderlo muy bien, y se han traído hasta una sucursal del Pompidou parisino, ejemplo claro de la victoria del atractivo de la marca y de la arquitectura, del contenedor sobre el contenido, pero en cualquier caso útil para el fin deseado de promover visitas más allá de la plaza de toros.

Arte, cine... y música

Pero no solo de museos vive la urbe sureña. Su festival de cine se ha convertido en la pieza angular para la promoción del audiovisual ibérico, su mayor escaparate anual. El impulso de Antonio Banderas ha logrado encauzar además algunos espectáculos, sobre todo musicales, que montados y estrenados en su propio teatro, luego se han permitido hasta la insolencia de conquistar la capital, en un viaje inverso a ese otro que suele más habitual, del centro a la periferia.

Y ahora Carlos Álvarez, barítono de celebridad mundial, se propone emplazar en su lugar de nacimiento uno de esos grandes proyectos que otorgan sentido a una vida, una escuela de ópera que además servirá para alumbrar nuevas producciones, bajo presupuestos artísticos sensatos, capaces de girar por toda la península con algunos de los representantes de la nueva cantera de estupendos intérpretes líricos que van surgiendo cada día por todo el país: la más reciente, Rosalía Cid, una soprano casi adolescente, ha abordado su debut estos días en un rol principal en el Maggio Musicale Fiorentino.

El barítono Carlos Álvarez

El barítono Carlos ÁlvarezWeb del Teatro Real | Javier del Real

El talento crece y se cultiva en Málaga, para luego expandirse y conquistar al resto, gracias al empuje de personalidades audaces y comprometidas con su tierra como las del actor y el cantante, que en su momento decidieron salir, ver e incorporar sus propias ideas a los modelos que ellos mismos han contribuido a desarrollar en otros países. Ahora se habla sobre todo de lo de Banderas, como pronto se hará con Álvarez, pero uno de los ejes que más contribuyen a vertebrar la atractiva oferta malagueña despliega su vigor en la programación del histórico Teatro Cervantes, sede del certamen cinematográfico cuando toca, pero a la vez recipiente de variadas propuestas que incluyen un poco de todo para satisfacer los gustos diversificados de la población, no solo local.

El Cervantes, sede de la lírica

Estos días, el escenario del Cervantes se consagra a la actividad lírica, que poco a poco también parece despertar. No es que la ópera ocupara un lugar menor entre las propuestas escénicas locales, pero de un tiempo a esta parte parece que el interés por ofrecer espectáculos de mayor calado ha crecido, seguramente como consecuencia de la voluntad de convertirse en una referencia entre el turismo cultural. Se perciben las ganas de apostar firmemente por la calidad, de redondear una propuesta amplia en todos sus aspectos, sin fisuras ni desniveles.

El inteligente cambio de tendencia se observa con la reciente programación de Adriana Lecouvreur, un título que quizá en urbes con una tradición musical más consolidada no constituya ninguna novedad (históricamente ha servido como vehículo para el lucimiento, sobre todo, de algunas de las más importantes sopranos de la historia, desde Claudia Muzio y Magda Olivero hasta Renata Scotto o Monserrat Caballé), pero que aquí se había representado poco o nada hasta ahora. Lo que que denota ese interés por marcar diferencias, se aprecia por ejemplo desde la configuración del reparto, con cuatro primeros espadas, pero cuidado además hasta sus últimas consecuencias.

Saludos finales de la representación de 'Adriana Lecouvreur' en el Teatro Cervantes de Málaga

Saludos finales de la representación de 'Adriana Lecouvreur' en el Teatro Cervantes de Málaga

En una ocasión, me decía el recordado Alberto Zedda que «lo revolucionario hoy es programar La Traviata». Y en cierto sentido, el genial director milanés, como casi siempre, tenía razón: prestar la debida atención a lo que a veces se desprecia y arrincona bajo la palabra «repertorio», empleada con tintes peyorativos, como concesión al conservadurismo más rancio, puede resultar hoy un empeño tan radical como heroico. Consistiría en mantener vivo un cierto discurso que sirviese para restablecer el interés por un género cuyo futuro se encuentra sobre todo en el esmero que se ponga en preservar, ofreciéndolas en las mejores condiciones posibles, esas obras maestras que constituyen la base sobre la que sustenta la afición. Precisamente para que esta se renueve.

Por eso constituye un signo esperanzador que mientras los llamados « grandes teatros» traten hoy con desdén esos títulos que nutren el sustento primordial de cualquier melómano (sólo hay que ver los llamativos «agujeros» que se aprecian en los repartos anunciados por esos mismos coliseos para las obras de Puccini, Verdi, Wagner o incluso Mozart), algunos enclaves de provincias, tal que este coqueto rincón andaluz, resistan intentando servirlos de la manera más adecuada posible, siguiendo la declaración de fe de esa «humilde servidora del Genio Creador» con la que Adriana Lecouvreur se presenta ante el público durante su primera aparición en escena.

Los compositores de la llamada «Joven escuela Italiana», entre los que se encontraba Francesco Cilea, autor de esta ópera, se proponían a finales del siglo XIX «matar al padre» Verdi. Sus revolucionarios postulados pretendían acabar con las maneras y asuntos ya caducos del romanticismo proponiendo un nuevo discurso más apegado a la realidad. Para ello se servían de tramas a través de las cuales pudieran mostrar la vida en toda su crudeza, específicamente en los ambientes rurales y entre los habitantes de la periferia de las ciudades, esos mismos campesinos sin educación que se habían traslado hasta allí en busca de otras oportunidades y mejores condiciones de vida.

El «verismo», una instantánea que pretendía capturar los aspectos más sórdidos de la existencia a través de una música más directa, menos elaborada, que reflejara de algún modo el habla cotidiana, con expresiones coloquiales que no ahorrasen en ocasiones el exabrupto, no caló de igual manera entre aquellos jóvenes que, a pesar de algunas extraordinarias contribuciones al género, no llegarían a alcanzar la lección de modernidad que Verdi aún alcanzaría a mostrarles con su última obra, Falstaff.

Y entre estos, Cilea, autor de L'Arlesiana, estrenada por Enrico Caruso, y de Gloria, logró el éxito imperecedero a través de su segundo título, una Adriana Lecouvreur (1902) que desprende cierto aroma decadente a través sobre del caudaloso lirismo de sus interludios puramente musicales, por encima de la propia escritura vocal, y que tiene más que ver con los modelos que supuestamente estos jóvenes músicos venían a reemplazar que con las óperas más representativas de ese nuevo estilo.

En Adriana Lecouvreur, como en I Pagliacci, se retrata la trastienda del mundo de los actores, pero mientras en la obra de Leoncavallo estos son una mísera troupe que se traslada de pueblo en pueblo para llevar a los campesinos algo de entretenimiento a cambio de unas monedas, Cilea posa su mirada sobre verdaderos aristócratas de la escena, intérpretes de Racine, primeras figuras de la Comedia Francesa que alternan en los entreactos con la auténtica nobleza. Hay incluso una situación que remite directamente a la Aida de Verdi, cuando se anuncia la falsa muerte del protagonista para provocar en Adriana una reacción que la delate: de nuevo una princesa, encarnada precisamente por una mezzo, libra una batalla desigual contra una mujer inferior (la actriz reina solo sobre las tablas), para disputarle por todos los medios a su alcance, incluidos los más extremos, el amor de un oficial, un joven líder militar, Maurizio de Sajonia.

Al igual que Wagner, o que el propio Verdi en su Otello, Cilea se vale de los conocidos «leitmotiven», esos motivos musicales que aparecen varias veces asociados a un determinado personaje o situación durante la obra. Claro que aquí el recurso resulta menos elaborado que en manos del compositor alemán: su peculiar sentido de caracterización psicológica escapa a la imaginación de un Cilea que simplemente utiliza ciertas frases, como la melodía principal del aria antes citada de presentación de la protagonista, para explotar todo su lirismo asociándolo a otras acciones de Adriana durante el transcurso de la obra.

Una obra siempre bienvenida

Sea como fuere, hay suficiente música interesante en este dramón para convertirlo en una obra siempre bienvenida, sobre todo si como ahora, en Málaga, se cuidan los elementos fundamentales: el cuarteto de protagonistas requiere de cantantes extraordinarios, y el sutil trazo orquestal con el que el compositor lo envuelve todo, casi con el sentido de una banda sonora, como bien ha observado Elvio Giudici en su estudio de la obra, exige un maestro sensible, capaz de exponer su rica paleta sin caer en el empalago, recreando climas y atmósferas.

De todo ha habido en estas representaciones del Cervantes, que además se han beneficiado de poder contar con un director de escena lo suficientemente experimentado y amante del género, Joan Anton Rechi, como para observar con un toque de justa piedad a esos personajes que, como Michonet o Adriana, transpiran a través de cada poro su íntimo amor hacia el teatro, más que una profesión casi el motor que proporciona auténtico sentido a sus existencias. Su propuesta, basada en la sencillez, en la dirección de actores más que la búsqueda del efecto fácil, con una escenografía mínima de paneles intercambiables para sugerir ora un teatro ora los salones palaciegos, desemboca en ese final despojado en el que solo queda lugar ya para la resignada aceptación de las circunstancias adversas que, como en los dramas románticos verdianos, se oponen a la felicidad de los protagonistas.

La soprano Lianna Haroutounian, una habitual de las principales casas operísticas (su Butterfly resultó conmovedora en Covent Garden), solo había abordado el rol titular parcialmente, en una versión de concierto, ofrecida hace algún tiempo en Bruselas. Por lo que constituye todo un honor poder asistir a su bautismo escénico del rol en Málaga. La soprano armenia, dotada de un timbre exquisito, mórbido, y una estupenda línea de canto, encarna a una Adriana de medios casi ideales, que va creciendo con cada intervención hasta ese final en el que conmueve a través del dibujo sutil de cada palabra, dotándolas de una expresión celestial, como si hablara ya instalada en un más allá que solo infunde paz y serenidad. Si hubiera que ponerle un pero sería solo a la hora de pedirle una dicción más incisiva en los momentos sobre todo declamados.

Su rival femenina, Clémentine Margaine, es un lujo para cualquier teatro, como ha podido demostrar en sus encarnaciones de Carmen, por ejemplo en el Met, al lado de Roberto Alagna. En ocasiones, su personaje suele ser abordado al borde mismo del grito, como si su naturaleza explosiva, altanera y caprichosa, anulara la condición aristocrática que la adorna. Se mostró rotunda de acentos, con un caudal suntuoso, pero que jamás pierde la perspectiva de la adecuada expresión, sabiendo plegar sus generosos medios cuando el momento así lo requiere. En ese sentido, comunica una princesa más humana de lo que suele ser habitual en estos casos.

El objeto de la disputa femenina, el voluble Maurizio, recayó esta vez en el soberbio tenor asturiano Alejandro Roy, sobre el que pesan todo tipo de absurdas prevenciones a propósito de una voz de esas que impactan desde su aparición, llenando cada recoveco de la sala, pero al que se le suele atribuir una capacidad de expresión limitada. Son prejuicios vanos, como los que en su día tuvieron que soportar otros magníficos representantes de su cuerda, de medios similares, los históricos Mario del Monaco o Franco Corelli (a cuyo timbre remite tantas veces el del propio Roy), por ejemplo. Leídas hoy sus críticas, resulta que tanto uno como otro tenor eran en su día una suerte de «pega notas», totalmente volcados en la mera exhibición de sus generosos medios, pero sin atender jamás al contenido musical.

El paso del tiempo les ha hecho justicia, pero al menos ellos lograron el favor inmediato del público porque en su época las voces sanas, bien emitidas todavía suscitaban interés. Ahora parece que los teatros valoran más otras cualidades imponiendo su criterio sobre el que paga. Resulta absurdo, porque cantantes que puedan cumplir con los extraordinarios requerimientos que exigen los roles heroicos, pensados para instrumentos anchos, robustos, con facilidad para proyectarse con libertad por las alturas, no abundan precisamente. Roy encarna a un Maurizio de medios poderosos y expresión ardiente, pero capaz también de encontrar algunos oportunos matices, como en las arias pero sobre todo el dúo con la protagonista, un momento de esos que crean afición y a menudo se echan en falta en lugares de mayor postín, donde se sacrifican las emociones en aras de una estética, o de extemporáneos discursos dramatúrgicos, que nunca alcanzarán a suplir la magia de los sonidos.

El barítono madrileño Luis Cansino confiere a Michonet toda su su credibilidad escénica gracias a su adecuación intelectual a la figura del maduro director de escena, enamorado secretamente de la diva. Un personaje que le sienta como un guante y al que concede una extraordinaria naturalidad a través de la voz y de la actuación: interpreta, dice y canta con las precisas dosis de melancolía para un rol que a menudo suele pasarse de rosca, pero que en sus manos adquiere esa justa dimensión humana a través la nobleza del fraseo, de la precisa y bien cuidada dicción.

El logro de una «Adriana» de altos vuelos, más propia de otros tiempos, terminó de perfilarse con la elección de los roles secundarios, tantas veces otorgados al tuntún. Aquí se ha pensado en todos ellos, destacando las sobresalientes prestaciones de Luis Pacetti (abad), David Lagares (Príncipe de Bouillon) y Néstor Galván (Poisson). El gran problema de estas temporadas menores en recursos, que no en ambición, suele concentrarse en un elemento esencial, el coro, que aquí no fue la excepción. Su precaria actuación, tanto a nivel vocal como escénico, se situó varios escalones por debajo del resto de los elementos convocados, pero en cualquier caso no llegó a empañar el sobresaliente resultado conjunto. Aunque Málaga se empeña en hacerse aún más grande, no siempre puede tenerse todo.

Extraer la belleza absoluta que contiene una ópera tan rica en sugerentes detalles orquestales como esta, requiere de un conjunto bien preparado y de un maestro sensible, buen conocedor del estilo. La Filarmónica de Málaga cumplió con creces plegándose a la lectura apasionada de Oliver Díaz, otro de esos directores españoles (como Ramón Tebar, por ejemplo) extrañamente ausentes de las principales programaciones líricas. A veces se prefiere traer a cualquier director extranjero con mucho menos oficio y calidad, cuando en casa tenemos ahora mismo a la mejor generación de batutas jóvenes de la historia.

El papanatismo no conoce límites. Díaz, que quizá debería cambiarse el apellido, mantuvo la tensión, recreándose sin amaneramientos en los numerosos instantes que brinda la hermosa orquestación, sosteniendo con viveza el pulso narrativo, siempre atento a la escena, para desembocar en un final exquisitamente delineado que conduce de modo natural hasta la congoja. El éxito fue rotundo. Hubo ovaciones para todos del público que prácticamente llenó el teatro, con notable presencia de turistas. En Málaga, la ópera también parece apuntar a la excelencia de una ciudad que en su decidida apuesta por la cultura comienza a recoger sus frutos.

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