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César Wonenburger

El maduro Brahms de Zubin Mehta cautiva al público en Madrid

El director indio y la Filarmónica de Munich obtienen un gran triunfo en el sesenta aniversario del debut de Mehta en España, con presencia de su buena amiga, la Reina Sofía

Zubin Mehta en Zaragoza dirige a la Filarmónica de Múnich y al pianista Yefim BronfmanAuditorio de Zaragoza

Zubin Mehta cayó rendido ante Brahms ya en sus primeros años. Lo cuenta en su autobiografía, donde confiesa que se hizo director para poder interpretar algún día las cuatro sinfonías del compositor hamburgués. Las conoció en su casa de Mumbai, gracias a la amplia, bien surtida colección de discos que atesoraba su padre. No resulta difícil imaginárselo. El espíritu inquieto de un joven que sueña con la posibilidad de otros mundos, en contacto asiduo con estas obras, puede fácilmente extasiarse ante esa mezcla de íntima desolación y lirismo derramado, pero sin llegar nunca a desbordarse, como bien apuntó Gerardo Diego. «Un derrame interior, invisible para ojos profanos, aunque de consecuencias tan mortales, como sabéis que acarrean siempre los derrames interiores».

Convenientemente dosificados en los cauces bien delimitados de una forma, la sinfonía, mediante la cual Brahms alcanzó elevadísimas cotas de expresividad, esa abstracción que sugiere la música pura, su naturaleza apasionada, volcada hacia el interior, pone inmediatamente en marcha los sutiles mecanismos de la imaginación, fuente prodigiosa de goce en cualquier tiempo, más si se cultiva a edades tempranas, cuando todo aún está por hacerse y descubrir.

Y a pesar de todo, el lugar de Brahms en el podio de los creadores sinfónicos siempre ha sido discutido, bastante más en el pasado que hoy. El «divagador leviatán» le llamaba G. Bernard Shaw. Cuando no se le tildaba de retrógrado, de no ser más que un continuador de Beethoven, sin añadir ninguna novedad. Dos Schönberg acuden al rescate. El compositor, Arnold, que le dedicó un ensayo, ya se encargó de señalar lo evidente, algo que también sabía Webern. Bajo sus sólidas construcciones palpitaba el germen de nuevos procedimientos, aportaciones sobre las que autores futuros habrían de cimentar sus pretendidamente puestos al día discursos (el empleo de la estructura polirrítmica).

Y el crítico norteamericano, Harold C., que durante tanto tiempo ejerció en el entonces indispensable New York Times, sintetizó como pocos lo que aún representa la música del autor del «Réquiem alemán»: «La integridad, el espíritu de Beethoven y Schumann, la actitud del músico puro y serio interesado únicamente en crear una serie de sonidos abstractos con la ayuda de las formas que mejor pudrieran realzarlos». No hace falta más.

Durante su bien reconocida trayectoria profesional, al frente de las primeras orquestas del mundo (ya como titular o frecuente invitado), Mehta ha logrado cumplir con creces aquel deseo juvenil. Pero el temprano hechizo aún permanece intacto, persiguiéndole hasta el final. Ahora que ha superado recientes, graves problemas de salud, intuyendo quizá que la retirada puede encontrarse ya a la vuelta de la esquina (dentro de poco soplará 88 velas), acaba de darse un homenaje. En la temporada de la Filarmónica de Munich, de la que es director honorífico, ha iniciado precisamente este año dirigiendo la integral sinfónica de su autor de cabecera: las cuatro sinfonías más todos los conciertos. Y no contento con ello, juntos, acaban de salir de gira apostólica con programas que en distintas combinaciones también proponen estimulantes monográficos dedicados al genio alemán.

La reina Sofía, aclamada en su aparición

En Madrid no hemos podido escuchar lo mismo que en la capital bávara, pero en la plataforma «Stage+» pueden disfrutarse ahora la Tercera y el extraordinario Concierto doble para violín y chelo con la Batiashivili y Capuçon. Resultaría un más que digno complemento a esta nueva visita al Auditorio Nacional, lleno hasta la bandera y con la ya poco frecuente presencia de una buena amiga del director, la Reina Sofía, que esta vez no quiso perderse la cita y fue aclamada por los presentes en cuanto se asomó por la puerta para dirigirse hacia su localidad.

Lo escuchado aquí cumplió con creces las expectativas. El programa con el Primer concierto para piano y la Cuarta sinfonía resultó de una calidad excepcional. No vamos a descubrir aquí las calidades de la centuria bávara, una de las grandes formaciones germanas desde los tiempos del gran Rudolf Kempe, y puede que más atrás. No se aprecian fisuras en su preciso engranaje, con una cuerda opulenta de efectivos, dúctil, sedosa y enérgica en la expresión. Y lo mismo podría decirse del resto de las familias, con unos metales broncíneos sin apabullar, una magnífica percusión y unas maderas de exquisitos colores, como se pudo apreciar en las dos obras programadas.

Bronfman y Metha, aclamadosCésar Wonenburger

Para medirse con la fuerza colosal del concierto para piano, el primero que compuso Brahms, se contó además con un formidable artista del teclado. Puede que Yefim Bronfman no tenga la fama de otros, quizá con menos talento pero más dúctiles en manos de avispados publicistas. Su aspecto de contable judío en cualquier buen negocio de Manhattan no es de los que levanta suspiros, pero aquí lo que importa es lo que puede y sabe transmitir con una obra de las dificultades que presenta este concierto. Mehta comenzó la larga introducción del primer movimiento algo moroso: existe una cierta tendencia entre los directores veteranos a estirar los tiempos. Hay quien asegura que es una muestra de debilidad, de decaimiento, pero bien podría ser que cuando uno comienza a vislumbrar el ocaso, exista la necesidad de paladearlo todo hasta el mismo tuétano, de aferrarse a cada nota o frase hasta sus últimas consecuencias, desvelando todas sus más íntimas delicadezas. Celibidache lo explicaba de otra manera.

Bronfman, romántico orfebre del teclado

Bronfman supo adaptarse bien al tiempo algo retenido del director, sin dejar de mostrar la energía, a veces algo agreste, que desprende la obra, y que le confiere a esta su principal atractivo sobre su hermano, esa fiereza juvenil que es como un último vestigio del «Sturm und Drang». Los ataques dramáticos siempre precisos, rotundos, con un sonido pleno jamás tapado por la orquesta, evocan a través del intérprete ruso-israelí-norteamericano a los grandes pianistas románticos.

En el remanso del segundo movimiento, el pianista desplegó las precisas dosis de intimidad y poesía, sin jamás extralimitarse o cargar las tintas sobre un sentimentalismo estéril. Resultó fluido y lírico, dejando el azúcar para otros. Y remató el rondó final con buenas dosis de galanura y una articulación siempre transparente, ligera y virtuosística, sin decaer en intensidad. Si a la conclusión le faltó algo de arrebato fue más bien por culpa del acompañamiento, menos expansivo, por ejemplo, que en manos de Bernstein, que sabía explotar su vena orgiástica desencadenando una danza frenética. En cualquier caso, resultó una versión paladeada, madura, plena de detalles, reveladora de las enormes bellezas de una obra que quizá serviría para ofrecer apuntes sobre la compleja naturaleza de su autor, más en su época juvenil, apasionada, reflexiva, tierna y salvaje.

A la auténtica cascada de aplausos y exclamaciones respondió Bronfman con el regalo de la sutil Arabesca de Schumann que, emparentada con el segundo movimiento del concierto (un sentido homenaje de Brahms a su protector), abordó iluminándola con una luz tenue pero reveladora. Se marchó como llegó, sin alharacas, dejando constancia de su riguroso y paciente empeño de órfebre, despojado de vanidades.

Tras el descanso, la apoteosis final, aunque la Cuarta de Brahms no sea precisamente una sinfonía que exija clamores en su austera, y podría decirse que algo desoladora, conclusión, los hubo. Merecidos porque la lectura, impregnada de esa lúcida serenidad de quien parece de vuelta de todo, y en su reencuentro con aquellas obras que cimentarían su personalidad solo aspira ya a proclamar su grandeza, sin innecesarios aspavientos, resultó de una extraordinaria intensidad emotiva, por su fuerza interior.

Desde el primer movimiento, estaba claro que Mehta seguía empeñado en hacernos paladear cada frase musical, en revelar desde dentro el sutil entramado de su arquitectura, que la conecta con los prodigios de Bach, pero sin dejar de tender puentes hacia el futuro lo que en su día se encargó de explicar Arnold Schöberg. Y todo sin dejar de percibir esa luz a ratos esclarecedora, otros teñida de misterio y desesperanza, como parece anunciar la flauta en una de las elaboradas variaciones de la chacona conclusiva (aquí magníficamente interpretada).

El director descendiente de los Parsis se mostró aquí efusivo y conciliador con respecto a otras lecturas que resaltan aspectos más combativos de la Cuarta, el gesto rebelde que a veces estalla para sacarnos de esos remansos líricos en los que puede percibirse un cierto consuelo perfumado de melancolía. Para algunos, quizá, el distintivo gesto de Mehta con su proverbial, eficaz claridad, se mantenga mientras por el camino hubiese perdido, en cambio, algo de aquel ímpetu que también solía constituir una de sus señas de identidad.

Con los años, si resultan provechosos, lo que se pueda haber perdido en fuerza e intuición se compensa con profundidad y solidez. Sería interesante conocer cómo ha cambiado su visión de aquel compositor que le deslumbró en sus mocedades, aunque parezca claro si se percibe cabalmente lo que logra transmitir: su dominio de las transiciones, la precisa búsqueda del equilibrio entre los planos horizontal y vertical que trasmite la música, redundan en un Brahms que, por encima de cualquier otra consideración, parece definitivamente más sereno que apremiante, consolador que exaltado.

Y el antaño impetuoso Mehta se apareció en la propina

Como en la canción de Elíades Ochoa, llegado este momento, imbuido del espíritu de la música y arrastrado por las muestras de simpatía del público, que no dejó de aclamarle, Mehta dejó la silla sobre la que dirigió sentado todo el concierto, y a la que se encaramó no sin cierta dificultad, tras caminar con pasos breves hacia el podio en cada ocasión. Y con casi 90 años dio toda una lección de contagiosa vitalidad. Se puso en pie para dirigir, a modo de propina, la popular Danza húngara número cinco del propio Brahms. En una suerte de milagrosa reencarnación, surgió entonces el director impetuoso de otras épocas, batiendo el ritmo con renovado vigor, exhibiendo su icónica sonrisa. El poder de la música no conoce límites. Solo hubiese faltado ya que, al terminar, realizase una pirueta sobre una de sus piernas para darse la vuelta, como en varias ocasiones le vimos hacer al simpático, y siempre genial, Rojdestvensky, en sus últimos años.