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U2 en la portada de Time de 1987 y en una de sus últimas actuaciones en The Sphere

U2 en la portada de Time de 1987 y en una de sus últimas actuaciones en The Sphere

U2, de la banda más grande del mundo a una progre caricatura de sí misma casi medio siglo después

Casi puede decirse que la gloria de los irlandeses fue marchitándose al mismo tiempo que la voz de Bono. Aquel timbre esplendoroso que hacía suspirar a Brian Eno y Daniel Lanois fue perdiendo su fuste mientras crecía su cargante compromiso activista

A finales de los 80 no era difícil encontrarse en Madrid con verdaderos clones de Bono, el mucho más que carismático líder absoluto de los irlandeses U2. Melena larga o coleta, chaleco de vestir sobre camiseta, pantalones ajustados y botas. Era el uniforme de los más fanáticos e impúdicos seguidores de la mejor banda de aquella época, la más grande, que había ido sembrando poco a poco su particular semilla durante la primera mitad de la década, inflándose desde su profundidad, desde su poesía y desde su directo heredero al principio del post-punk, hasta producir el estallido final en 1987 con la publicación de The Joshua Tree, uno de los mejores y más famosos álbumes de la historia del rock.

U2 era una religión. Las casetes de los discos anteriores a su consagración empezaron a revenderse y a regrabarse y a pasarse de mano en mano. U2 no hacía canciones sino himnos. Desde 1987 hasta 1990 los de Dublín lo fueron todo por fuera y por dentro, en la mítica portada de Time que rezaba: «Rock's Hottest Ticket» y en el espíritu de sus millones de fieles. Fueron cuatro años de éxtasis. A The Joshua Tree le siguió sin descanso Rattle & Hum, un álbum doble que tuvo hasta una película dirigida por Phil Joanou aún más estadounidense que su matriz inspirada en el Parque Nacional de los árboles de Josué. Dios, la Biblia o el blues habían llegado después de la adolescencia de Boy, October y War, que contenían clásicos como I Will Follow, Gloria o Sunday Bloody Sunday.

Los irlandeses en América que dieron el salto desde el castillo de Slane Castle, donde grabaron The Unforgettable Fire, a las llanuras de los estadios americanos repletos y entregados. Toda aquella locura acabó agotándoles. A ellos y al público, pero sobre todo a ellos, que ni siquiera habían cumplido los 30. Cuando la gira interminable terminó de exprimirse en Australia bajo el nombre Lovetown Tour, U2 ya había cambiado, aunque todavía no lo sabían del todo. Su silencio, después de casi un lustro de bullicio ininterrumpido, fabricó interrogantes del tamaño de una separación. Pero no era cierto.

«Los cortes de pelo», como llamaban a Larry Mullen y Adam Clayton, querían seguir haciendo lo mismo, pero «los sombreros», como llamaban a Bono y The Edge, consideraban que la fórmula estaba agotada y que había que reinventarse para seguir existiendo. Y eso es lo que sucedió. En 1991 reaparecieron desde Berlín con una espectacular rareza llamada Achtung Baby, que rozaba, si no superaba, la excelencia de The Joshua Tree. La fiebre altísima de U2 subió, si eso era posible, en un cambio radical de imagen y música que trascendió a la propia banda. Ya nada fue lo mismo después de la gira Zoo TV, con pantallas gigantes en el escenario, viejos coches Trabant de la Alemania comunista colgados del cielo, sonidos nunca escuchados e incluso alter egos de la estrella máxima del show: un Bono desatado en su momento cumbre.

No parecía que aquella exageración pudiera parar nunca. Los éxitos se iban sumando para hacer un repertorio invencible que seguía creciendo, sobreviviendo y adelantando a todas las modas, incluido el grunge de Nirvana o Pearl Jam, mientras el pie activista del líder empezó a salirse del tiesto. En un principio aquello no desentonaba. La calidad y el estruendo de la música tapaban los altavoces de Greenpeace y similares. Pero cuando estos empezaron a oírse un poco más, a asimilarse un poco más, la estrella empezó a perder su lustre muy lentamente.

La frontera llegó con el milenio. El año 2000 dio a la luz el último disco verdadero de la banda mítica, All That You Can't Live Behind. Todo parecía igual, pero ya no lo era, en realidad. Casi puede decirse que la gloria fue marchitándose al mismo tiempo que la voz de Bono. Aquel timbre esplendoroso que hacía suspirar a Brian Eno y Daniel Lanois durante las grabaciones del fuego inolvidable, fue perdiendo su fuste de modo triste e inexorable, del modo contrario a cómo lo han mantenido, por ejemplo, los ya octogenarios Paul McCartney y Mick Jagger. Y mientras la voz se perdía a la vista de los oídos crecían sus implicaciones políticas, que pasaron de las injusticias del Tercer Mundo bautizadas con la música celestial de los orígenes, a la pretenciosidad de un progresismo globalista al que ya ni siquiera acompañaban las melodías.

Eso fue el fin. No inmediato, pero continuado e imparable. Las giras multitudinarias y millonarias continuaron gracias a los éxitos pasados e imborrables. How to dismantle an Atomic Bomb fue lo último donde alguna canción pudo salvarse del naufragio de uno de los mayores transatlánticos del rock. Luego ya no hubo nada e incluso más allá. Discos innombrables, incluido el desastre absoluto del último de versiones de sus grandes éxitos, casi humillados en una senectud prematura. Todo fue entonces una ilusión, un holograma avejentado, caduco y triste de lo que fue (y será para siempre) una banda grandiosa que sigue ganando dinero sin fin, como en su residencia en el The Sphere de Las Vegas, donde ni siquiera estuvo Larry Mullen por problemas de salud.

Hubo un tiempo en la cúspide en que tampoco estuvo Adam Clayton por una temporada, deprimido porque Naomi Campbell le había abandonado. Era cuando Bono aún lo tenía todo y no había perdido nada, aquel ídolo único del que entonces nadie podía imaginar que acabaría convertido en una progre caricatura de sí mismo.

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