El gran Hans Sachs de Gerald Finley ilumina unos crepusculares 'Maestros cantores'
La nueva producción del reconocido director Laurent Pelly, estrenada ayer en el Teatro Real, carga las tintas sobre la melancolía de la genial ópera de Wagner
La posibilidad de aislarse frente a las veleidades y asperezas del mundo durante al menos cinco horas para disfrutar de una de las obras maestras del repertorio lírico ofrecía ayer una oportunidad quizá única. Al fin y al cabo, Los maestros cantores de Núremberg de Richard Wagner dura lo mismo que Tosca, Pagliacci y La Traviata sumadas. ¿Pero qué representa eso en tiempos de Netflix, cuando hay quien renuncia a otros placeres mundanos durante el asueto del fin de semana para encerrarse y ver de un tirón, completa, la última serie de moda?
A algunos la tarde se la arruinó en parte, o todo lo contrario, esa realidad que tozuda no respeta ni los momentos más sublimes, colándose por cualquier rendija, y más hoy que todos estamos todo el tiempo en todas partes, conectados virtualmente a los acontecimientos del mundo, desde los más nimios y domésticos a los aparentemente trascendentales por obra y gracia de la tecnología. Por eso, en el Real se han vivido ahora dos representaciones: la de la ópera sobre el escenario, un buen espectáculo, aunque no excepcional (más allá de la excelsitud wagneriana), y una ridícula opereta, la de los chascarrillos que comenzaron a circular por cada rincón en cuanto se hizo pública la noticia del día, y quién sabe si del año.
De hecho, los más maliciosos atribuían algunas de las señaladas huidas que se produjeron en los entreactos (había bastantes huecos en el teatro, como si la inquebrantable fe wagneriana claudicara necesariamente ante los elevados precios de las localidades, o quizá por la propia magnitud del empeño) al anuncio tan inesperado como vodevilesco. Hubo quién apreció en algunos de los espantados rostros lívidos nerviosismos apenas contenidos, y es que la feria de las vanidades de los estrenos del principal coliseo lírico madrileño suele atraer a algunos de los ricos y poderosos que, en ocasiones, se lo juegan todo, o una gran parte, en la ruleta de la política.
La jornada lírica había comenzado mustia y se fue animando, en parte por esos mismas anécdotas a las que la gente, de cualquier condición, es tan proclive, como por el propio desarrollo de la ópera. El inicio, posiblemente determinado por lo inusual del horario (no es habitual por estos pagos que una función arranque a las seis), tuvo un cierto tono letárgico. Quizá Pablo Heras-Casado se olvidara de la civilizada siesta, imprescindible ante uno de estos envites, y por eso su lectura de la monumental obertura resultase una amenazadora premonición de lo que podría ocurrir: aquel plúmbeo, borroso inicio no podía traer nada bueno. Aquellas casi cinco horas de una música casi siempre sublime podían hacerse demasiado largas en unas manos menos expertas de lo que acreditaba el currículo: no, no se convierte uno en experto wagneriano de la noche a a la mañana, por más que la heredera del compositor te invite a dirigir en su hoy declinante feudo. Hace falta algo más, mucho más.
Una lectura con tonos crepusculares, como una comedia de Wilder
La gran comedia de Wagner tiene mucho de crepuscular, como las grandes joyas de Billy Wilder. Bajo las chanzas, en ocasiones nada sutiles, lo que palpita es una honda, otoñal melancolía. Como si el otrora revolucionario de las barricadas de Dresde, el más moderno que exigía pleitesía de quienes disfrutaban con las músicas de otros compositores considerados menores ante su genialidad, el impenitente seductor de las mujeres de sus amigos y benefactores, bendecido por el favor de monarcas ilustrados, estuviera ya de vuelta de todo, y cavilase que, ya próximo el final de la partida, convenía hacer cuentas con el pasado para comprobar lo sabido: él también había sido un humilde servidor de los mejores autores de otro tiempo. Que, en el fondo, el iconoclasta que había penetrado en el templo musical látigo en mano también era él mismo un digno hijo de la tradición, en la que finalmente se había insertado a partir de sus propias (con Wagner no se puede decir nunca humilde) aportaciones.
La nueva producción de Laurent Pelly, que en nada se aleja de las más conservadoras y tradicionales, esquiva parte del juego humorístico (algo que en cambio siempre se le ha dado muy bien al director de escena francés, a veces quizá por eso mismo considerado superficial) para subrayar precisamente todo lo que hay de nostálgico y evocador en esta suerte de canto del cisne, con pulcritud y una cierta veneración. Hay que agradecerle que en estos tiempos de charlatanes de feria metidos a directores, emplee su reconocible talento en iluminar los aspectos esenciales de la obra sin empeñarse en poner en primer lugar fantasiosas elucubraciones sobre las intenciones del autor.
Precisamente si hay una obra que no necesita de sesgadas interpretaciones es esta: bastante mal le hicieron ya las apropiaciones que de la misma realizó el nazismo, exaltando su supuesta vena nacionalista para exacerbar los alicaídos ánimos de un país sojuzgado por sus propias malas decisiones, pero presto a lanzarse en brazos de quien le propusiera su inmediata redención transformando los cánticos que invitan a celebrar lo mejor de su pasado (sus grandes creadores, lo que propone Wagner, entre los que seguramente se incluye) en himnos guerreros.
Desde luego estremece pensar el poder simbólico que en un auditorio propicio tendría una apelación tan directa como el «¡Despierta!» que el coro, erigido en representante de la comunidad, el «volk» (pueblo), entona a pleno pulmón en el último acto, justo antes de ungir como una suerte de líder carismático a la figura del zapatero-humanista, Hans Sachs. Qué fácil resultaría darle la vuelta para unos genios de la propaganda, máxime cuando el jerarca dispuesto a usurpar la condición de mesías podía encontrarse presidiendo el palco, en pleno teatro, como hizo Hitler, máximo promotor de esta ópera durante sus años de macabro esplendor.
Grave advertencia de final feliz
Pero de la distorsión que los inteligentes nazis supieron hacer del mensaje wagneriano para sus propios fines, el autor no tiene la culpa. Eso lo hace explícito Pelly al final (lo mejor de su algo alicaída lectura se encuentra en el acto tercero, también en el plano musical), justo cuando antes de comenzar su reivindicación sobre las bondades del buen arte alemán caen los oropeles, las idílicas montañas y todo adquiere un inesperado tinte sombrío como de grave advertencia: ¡cuidado con las palabras, que a veces las carga el diablo!
Antes de ese momento, en la conclusión del desaprovechado final del acto segundo, con ese alboroto barrial que el director maneja con torpeza (y aquí tampoco el foso aporta claridad, emborronando la transparencia del contrapunto), Pelly ya se ha encargado de sugerir las consecuencias fatales de encender la mecha de las confrontaciones civiles, que en este caso traen la destrucción a Núremberg. Únicamente para luego, justo al inicio del tercero, sugerir con la visión de Sachs rodeado de libros en su ruinoso hogar que solo la cultura puede salvarnos. Al respecto, conviene leer al siempre lúcido Steiner: ¿acaso las sinfonías de Beethoven o las novelas de Thomas Mann lograron detener la barbarie del pueblo supuestamente más civilizado de su tiempo?
No, no es en las arengas de (y a) la plebe, en todo tiempo manipulable (ahora mismo tenemos a esa buena gente de Puebla opinando e intentando interferir sobre la justicia española con sus penosos llamados) donde debemos encontrar la trascendente raíz del mensaje wagneriano contenido en esta obra íntima, serena y reflexiva pese a la recia ampulosidad del envoltorio. El meollo se encuentra en la conciencia individual, la máxima libertad de un ser reflexivo como Hans Sachs en su esclarecedor monólogo («¡Ilusión, ilusión»!), quien advierte sobre la necesidad de orientar el impulso de la masa, siempre presta a dejarse seducir por los cantos de sirena del populismo, con fines fatales, por la senda de los actos nobles y elevados. Seguramente tuviera presente a Schiller: «la belleza conduce al hombre sensible a la forma y al pensamiento; mediante la belleza el hombre espiritual regresa a la materia y al mundo sensible».
Claro que para eso harían falta líderes como este artesano juicioso, bondadoso y carsimático, enamorado de la belleza y abierto siempre a la conciliación entre las mejores aportaciones del pasado, y la pujanza de un presente que desea avanzar, explorar nuevos caminos sin tutelas ni admoniciones, pero que necesita para alcanzar logros sólidos y verdaderos apreciar y servirse de la experiencia acumulada por otros, en eso consiste la genuina sabiduría.
Magnífico Gerald Finley en Sachs
Para encarnar a un humanista como Sachs, y que sus verdades puedan calar hondo, se precisa del traductor justo. Lo ha habido en el Real con Gerald Finley, uno de los barítonos que mejor han encarnado al ilustrado zapatero a través de estas últimas décadas. En ese ya prolongado tránsito puede que su instrumento haya perdido algo de lozanía, firmeza y proyección, pero a cambio de seguir profundizando en lo verdaderamente importante: otorgar el justo sentido a la palabra cantada. En eso el intérprete canadiense es un verdadero maestro. El máximo interés de estas representaciones se concentra en asistir a su desdoblamiento como actor-cantante para labrar la inmensa talla humana de una de las principales (si no la mayor) creaciones de ese genio absoluto llamado Richard Wagner, ante el que empalidecen la mayoría de sus colegas.
Conviene citar en primer lugar a Finley, porque el resto del reparto naufraga estrepitosamente, con las debidas excepciones, en ese mar revuelto que es el actual estado de las voces plenamente wagnerianas. El Real vuelve a fracasar con el repertorio en este capítulo esencial, como ya le pasó con Rigoletto. Salva la nómina de los comprimarios, donde coloca a los cantantes españoles para resolver el expediente patrio con cicatero ánimo. ¿De verdad que no hay en este país un par de mezzos superiores a la que que ahora se pasa casi toda la obra chillando el personaje de Magdalene? Magnífica prestación, por cierto, del barítono local José Antonio López en el retorcido rol de Fritz Kothner, con su voz siempre bien proyectada al servicio de texto y música. Y bastante adecuado el Sixtus Beckmesser de Leigh Melrose, una bien delineada caricatura en manos de Pelly, como suele ocurrir con este pobre hombre en el que Wagner cifró todas las inquinas de cuantos adversarios procuraron hacerle a él la vida un poco menos fácil.
A partir de ahí, el resto de los personajes principales estuvieron pésimamente servidos, algo que no por ser habitual ya en teatros de cierta relevancia debiera hacer cejar en el empeño de buscar y rebuscar soluciones más adecuadas. No hay un éxito rotundo de esta ópera sin un Walther von Stolzing capaz de encarnar a ese héroe venido de no se sabe dónde (como casi todos los de Wagner y varios ilustres entre los de John Ford), dispuesto a poner patas arriba el mundo autocomplaciente de la comunidad, aquí representada por ese gremio de incipientes burgueses a los que Laurent Pelly retrata como si fueran los adorables chiflados miembros de una de esas peñas que se reúnen por las tardes en los casinos provinciales con el empeño quijotesco de hacer y deshacer gobiernos, conceder honores artísticos, abandonarse al cotilleo de la ingles y trazar alguna que otra conspiración en la que enredar a aquellos cuyo talento o suerte envidian en común.
Insuficientes prestaciones
El tenor Tomislak Muzek, falto de cualquier intención poética con su timbre árido, su entonación imprecisa y ese imposible registro agudo que se estrecha en su ascensión sonando eternamente forzado, representa lo contrario de esa brisa primaveral que espera arrasar con todo, basándose en el ardor juvenil. Difícilmente aceptable, a pesar de que hoy la endeblez vocal resulte casi un atributo a la hora de cantar Wagner. Tampoco resultó especialmente adecuada la Eva de Nicole Chevalier, de canto demasiado recogido en momentos que exigen mayor compromiso. En el resto, y dado que tampoco posee una belleza tímbrica deslumbrante, podría decirse que se aplica con el rigor de tantas correctas intérpretes como adornan hoy los repartos de primeros teatros.
No es que esperemos ya que Lise Davidsen se avenga a cantar una Eva en el Real, pero al menos apreciaríamos poder escuchar a una soprano que no dejase escapar casi todos sus intensas frases del acto tercero (estuvo algo más fina en el quinteto, quizá por incomparecencia de alguno de sus colegas), que reclaman un canto expansivo para reflejar claramente la naturaleza del personaje, deseosa de volar con alas propias, al menos en la mejor compañía posible (al fin y al cabo, su padre la subasta: ojo a los concienciados de último minuto, ocurría con Wagner y a veces también ahora, incluso en el mundo «civilizado», no hay más que repasar el colorín).
Quedaría, entre los principales, por reseñar la actuación del responsable de Veit Pogner, aquí un Jongming Park de instrumento engolado al que se le escapa la nobleza del personaje, casi siempre ridiculizado como epítome del burgués con ínfulas, pero al que un bajo con mayores recursos, más allá de una monolítica expresión, puede enriquecer con otros matices. Al menos posee un par de grandes frases es para ello.
Heras-Casado, ungido prematuramente como gran experto wagneriano por fuerza de las modas y los apoyos, empezó algo apagado, y solo en el ambiente festivo del prolongado final del tercer acto pareció recobrar cierto aliento. A su lectura, a tono con el enfoque crepuscular de Pelly y su lúgubre iluminación, le faltó tensión, mordiente, vigor para desentrañar momentos cruciales como el final del segundo acto, totalmente emborronado. Su lectura apostó por una cierta morosidad, que alcanzó su cenit en un quizá excesivamente paladeado, dramático preludio del tercer acto, y un decidido refinamiento que no siempre casa bien sobre todo con los momentos más extrovertidos de una obra que exige en ocasiones colores más vivos, a veces incluso hasta un poco vulgares.
Comparar ahora esta correcta lectura con la extraordinaria lección que impartió aquí mismo Barenboim, hace más de veinte años, inolvidable para todos los asistentes, resulta innecesario: las lágrimas de buena parte de la platea, aquellos clamores pertenecen a la mejor historia del reciente Real. Aunque algo muy importante se ha ganado durante este tiempo como resultado del buen trabajo realizado por los distintos equipos: aquellas recordadas funciones del anterior Meistersinger contaron con toda la importada maquinaria berlinesa, sabiamente engrasada a través de las generaciones. Hoy el teatro madrileño cuenta con medios propios para ofrecer un Wagner, la cumbre, con resultados más que óptimos gracias en gran medida a las prestaciones de la orquesta, una entregada Sinfónica de Madrid, brillante en algunos momentos, y a su excelente coro. Vaya una cosa por la otra.