«Altsasu» frente a «Electra»: la mentira y el fanatismo contra la polémica y la libertad
Basada en los hechos ocurridos en el bar de Alsasua en 2016, la obra pone el foco en la justicia y el «dolor de ambas partes»
Hay en la dramaturgia una esencia primigenia que es atrapar al público. Lo hace a través de la emoción de los textos, de las palabras, de la interpretación o del escenario. El público siempre se ha dejado atrapar por el teatro para salir de la realidad o para encontrarla. Para emocionarse. Cómo debía de ser la emoción de los espectadores en The Globe asistiendo a la representación de las obras de Shakespeare, o en Francia acudiendo a ver las escenas de Molière. O en España escuchando a Lope o Calderón.
Cuatro siglos después de grandes y hermosas y de pequeñas y feas obras de teatro el próximo jueves se estrena en Bilbao Altsasu, una obra escrita y dirigida por María Goiricelaya que pone el foco en la justicia y el «dolor de ambas partes». Está basada en los hechos ocurridos el 15 de octubre de 2016 en el bar Koxka en Alsasua, Navarra. Ocho jóvenes fueron condenados por agredir a dos guardias civiles fuera de servicio y a sus parejas.
Llama la atención que después de ocho condenas y a sabiendas de la existencia de una multitud reunida para expulsar a solo dos hombres y dos mujeres, más allá de lo que debió suponer para los agredidos la experiencia, en Altsasu se pretenda reflejar el «dolor por ambas partes». Guarda este detalle similitudes innegables con el intento histórico de equiparación, por parte de la izquierda abertzale, de los actos terroristas a las acciones de la Policía y la Guardia Civil como respuesta a los mismos.
Dice Goiricelaya en una entrevista en Cadena Ser que «Este proyecto nace de la voluntad de explorar, a través del teatro, el papel de la memoria en el presente, de la voluntad de restañar heridas, de hablar del perdón, de la reconciliación, de la convivencia y lo que viene a ser nuestro futuro», afirma la autora, quién en otro momento de la entrevista se refiere a los condenados como «los chavales» y a que «la verdad tiene que pasar por deslegitimizar "las violencias"».
«Es una ficción basada en los sucesos acontecidos en Altsasu», añade, «pero nos hemos tomado algunas licencias para poder dar voz a todas y a todos los protagonistas y para mostrar el dolor de cada una de las partes implicadas y proponer al público ese ejercicio de empatía desde realidades diferentes. Creo que lo importante era exponer el caso y exponer, sobre todo, su problemática ética, filosófica y jurídica. Para mí eso era cicatrizar, que cada persona pueda hablar libremente de lo que ha vivido, dar este espacio de libre debate y, desde el máximo rigor y respeto, hemos dado voz a todas las partes implicadas», donde «la intención no es quedarse con el suceso, sino con el resultado final, y pensar cómo es la justicia en un estado democrático del que todos formamos parte y en el que todos nos podemos ver implicados en un determinado momento».
Es Alsasua como símbolo de una injusticia (habla la directora de cómo ha reflejado la «desproporción judicial», en claro cuestionamiento de los tribunales) dada la vuelta por los afines a la parte agresora y el drama Altsasu como coartada dramática sustentada en el falaz argumento del «perdón» y la «reconciliación» de doble filo. No se divisa la emoción que semejantes intenciones y semejante «creación» pueden tener en el público más allá de las familias y los miles de fanáticos que apoyan y justifican hechos como los ocurridos en Alsasua hace cinco años. Muy lejos queda esa emoción en volumen y en sentido (común) de las emociones del teatro original, adonde acudía el pueblo para vibrar con los versos sobre los grandes temas de la existencia, que estaban en él, y que las brillantes y emocionantes palabras de los autores en boca de sus personajes hacían naturalmente brotar.
Cabe acordarse de Casa de Muñecas, de Ibsen, y el impacto que provocó en la sociedad noruega (y mundial) de la época. La polémica no correspondía a un intento innoble de manipulación y reparación vulgar, sino al ensayo honesto y audaz sobre una verdadera injusticia que se presentaba derribando los convencionalismos. Un verdadero avance. El auténtico progresismo que señala la herida para curarla y no para infectarla en beneficio de intereses ideológicos.
«Jauría»
Hace dos años se estrenó otra obra, Jauría, basada en el caso de La Manada de Pamplona. Hubo otras manadas, antes y después de esta. Pero fue aquel suceso execrable el convertido en una obra de teatro que recibió el Premio Cultura contra la Violencia de Género 2019 otorgado por el Ministerio de Igualdad por su contribución en la erradicación de la violencia contra las mujeres.
De nuevo la emoción primaria del teatro sustraída. Corrompida por la ideología. Hay muchos más ejemplos en los teatros españoles, pero estos dos son paradigmáticos por lo que supusieron sus casos reales y aún suponen en la opinión pública. Si se ha mencionado Altsasu y Jauría frente a Casa de Muñecas, cómo no añadir, para «igualar» en número, otra de esas obras emocionantes que superan con creces (además de en calidad) los obstáculos de las ideologías a pesar de sus polémicas.
Cuenta Baroja cómo se conmovía Azorín en el estreno de Electra, de Galdós, y cómo los cronistas admitían que la obra, a pesar de generar corrientes anticlericales que incomodaron al autor, quién incluso se planteó salir de España, no socavaba los principios de la religión católica como pretendían hacer creer algunos, sino solo el fanatismo, mensaje que acabó triunfando para siempre, más allá del momento y de las intenciones ideológicas de unos y otros que simplemente no pudieron apropiarse de la palabra del escritor canario en Electra, donde condensó: «…la obra de toda mi vida, mi amor a la verdad, mi lucha constante contra la superstición y el fanatismo».