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los ridículos de la educaciónJosé víctor orón semper

La falacia de que familia educa y el colegio instruye

Cuando se habla de educación nos referimos a lo que ocurre en el interior de la persona, mientras que cuando se habla de instrucción nos referimos a lo que la persona es capaz de hacer

Actualizada 13:56

Esta separación entre colegio y familia se suele proponer equivocadamente, pero no sin razón. Lo suelen proponer dos tipos de perfiles: familias asustadas, docentes superados. Hay madres y padres que se asustan de lo que en ocasiones enseñan en los colegios y piden que les dejen a ellos educar a sus hijos y que el colegio no se meta. Hay profesores que se sienten superados en su labor porque pues tienen que lidiar con muchos temas personales de los alumnos y, muchas veces, no saben qué hacer y, entonces reclaman que los alumnos tendrían que venir educados desde casa para que, en el colegio o la universidad, el profesor se pueda centrar en enseñar la materia.

Sin negar la parte de razón que hay en cada argumentación y la buena intención que tiene, hay que decir con claridad que se hace el ridículo al pedir dicha separación entre escuela y colegio, pues sencillamente no puede ser, aunque hagamos para que así sea. La razón de fondo es sencilla, la persona no puede dejar de ser y vivir cómo persona, incluso aunque nosotros nos lo propongamos. Veamos cómo llegamos a tal afirmación. Y cuando se comprenda emergerá una novedosa forma de entender la educación.

Cuando se habla de educación nos referimos a lo que ocurre en el interior de la persona, mientras que cuando se habla de instrucción nos referimos a lo que la persona es capaz de hacer. Un instructor de deportes, militar, o de alguna profesión inicialmente busca que se alcancen ciertos desempeños y que estos se hagan con eficiencia. Pero, cuando el formador quiere profundizar descubre que esto no lo puede hacer basado en la simple obediencia y en la repetición de comportamientos. Se requiere que se comprenda lo que se hace porque, de otra forma, el deportista, el militar o el profesional no sabrá situarse ante la complejidad de la realidad. Además, no solo necesita tener comprensión de lo que hace, sino que se busca desarrollar una capacidad. No se busca que el deportista sepa dar ese salto, el militar montar o desmontar un fusil, el médico operar a un paciente, sino que sepa saltar, montar y operar en cualquier contexto. Poco a poco se descubre que no se puede ser buen profesional centrándose en la instrucción en sí, sino centrándose en la persona. Se quiere que adquiera capacidades y que sepa actualizarlas en cualquier contexto.

Quedarnos en el hacer es vivir como una máquina. Una máquina hace por hacer, pero la persona necesita hacer con sentido, es decir, con una orientación. Se requiere que la acción esté ordenada a un fin que no puede ser el simple hacer. El ser humano sano exige que la acción sirva para un fin y que este sea valioso y no simplemente útil. Es decir, se descubre que la instrucción, en lo que estrictamente significa, no es posible hablando de humanos si se quiere ser un buen deportista, militar o profesional.

Otra cosa es que se aspire a la mediocridad. Mediocre viene de «montaña de media altura» y se contrapone a excelente que sería el pico más alto. Un abogado será un mediocre abogado si solo está muy instruido en leyes.

Podría caerse en la tentación de pensar que se puede educar la interioridad y la exterioridad de forma secuencializada o parcelada. Secuencializar sería trabajar primero los comportamientos, luego trabajar las capacidades y, al final, trabajar la interioridad. Parcelar sería que un educador se dedica a la parte comportamental y otro educador se dedique a lo demás.

La falsedad de «secuencializar» de lo menor, la instrucción, a la mayor, la educación, está en que el acto humano va de lo general a lo particular. Es decir, primero se necesita saber el sentido y luego se establece el cómo. Así se descubre en el desarrollo humano donde aprendemos, en primer lugar, a establecer objetivos y luego a desarrollar métodos. Todos podemos reconocerlo cuando nos preguntamos «¿y todo esto para qué?». Pregunta que nos acompaña toda la vida salvo que alguien se haya acostumbrado a una vida de máquina que hace por hacer.

También es falsa la opción de «parcelar» por la que unos se dedicarían a lo exterior (el hacer) y otros a lo interior (el sentido) debido a que en las relaciones personales lo primero que se evalúa siempre es si nos encontramos ante un mi amigo o enemigo. Y lo hacemos, aunque nadie nos lo pida o incluso siendo nosotros inconscientes de este proceso. Es decir, empezamos evaluando lo que la relación supone a nivel personal y desde ahí interpretamos lo demás. Lo cual es lógico, porque lo más relevante no es saber si el otro levanta o no un cuchillo ante mí, sino con qué intención lo hace.

Podemos decir que en la educación de la persona no cabe la instrucción. En la vida de la persona hay momento para todo y, por tanto, también en la instrucción. Por ejemplo, si yo no quiero ser mecánico puedo seguir instrucciones si confío en el mecánico. Luego de forma sectorial y temporal la instrucción tiene su lugar. Pero si todo lo que hacemos en la vida fuera instrucción o si decimos educar cuando estamos instruyendo aparecerán los problemas. Si me quedo en la mera instrucción lo que se trasmite es que lo relevante del otro es su exterioridad, su comportamiento y no su persona. Al instruir educamos, como mínimo, en la indiferencia a lo personal. Y si la persona está dolida por algo, al instruir educamos en el desprecio de lo personal. Pues el otro ve que no se atiende su dolor.

Suena de Perogrullo, pero, vale la pena decirlo, la persona solo puede vivir como persona. Si hay una buena relación de confianza, uno puede centrarse temporalmente en la exterioridad o el comportamiento que no pasa nada. Pero, desde luego no puede ser un estilo mantenido.

Dicho de otra forma, no se puede no educar a la persona. En las relaciones la persona siempre es educada. No existe la asepsia educativa. No hay posibilidad de ser neutral. La instrucción acaba siendo el refugio de los educadores que no quieren asumir la responsabilidad y trascendencia de su actividad.

Pretender instruir sin educar es una quimera y decir que se hace es hacer el ridículo, pues en todo acto hay una propuesta de sentido.

Es decir, en casa se educa y en colegio, el instituto o la universidad se educa también. También se educa en el trabajo. Se educa en todo ámbito, momento y circunstancia de la vida al ofrecer un sentido de vida.

Ciertamente, el miedo inicial que da pie a este ridículo tiene que ser atendida con una educación de calidad y unos docentes preparados para ello.

  • José Víctor Orón Semper es director de la Fundación UpToYou Educación
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