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Luis E. Íñigo

El ascensor

El loable objetivo de abrir la universidad al «hijo del obrero» ha degenerado hasta convertirse en una barra libre en que un título universitario vale menos que el papel empleado para imprimirlo

Actualizada 04:30

Quizá los lectores de cierta edad crean, a la vista del título, que el tema de este artículo es una vieja canción de Luis Eduardo Aute. No lo es en sentido literal, pues estas líneas no pretenden en modo alguno desmenuzar su sentido último, pero guarda relación con ella de algún modo. Es así porque, al recordarla por azar, mi caprichosa memoria enlazó su título con una de las principales misiones que en las naciones desarrolladas se atribuye a la educación, la de servir de ascensor social a los más pobres, conmutando así la invisible condena a acceder a los empleos menos cualificados y, por ende, peor pagados que pesa sobre aquellos que han tenido la desgracia de venir al mundo en una familia humilde.

La canción de Aute es mucho más de lo que parece. La historia de la pareja que muere tras quedar atrapada en un ascensor que se detiene entre dos pisos es en realidad una alegoría cuajada de significado que apela al comportamiento del ser humano en situaciones límite, en las que se aferra a la vida con la fuerza que proporciona la desesperación. El cantautor, un inveterado amante de los dualismos, juega a su gusto con el placer y el sufrimiento, la vida y la muerte, para concluir con una oscura reflexión sobre la deshumanización de la sociedad contemporánea, capaz de reducirlo todo a un frío apunte burocrático anotado a toda prisa sobre un papel gris.

¿Tiene eso algo que ver con la educación? ¿Qué relación guarda el ascensor de Aute con el ascensor social? Ninguna si nos quedamos en el yermo universo de lo literal. Pero mucha si rascamos un poco bajo la superficie. El mensaje de la canción me ha hecho preguntarme –con muy mala intención, tengo que reconocerlo– cuántos universitarios actuales, no digamos ya alumnos de Bachillerato, serían capaces de realizar esta lectura, u otra más o menos profunda, de la canción y cuántos pensarían, simplemente, que trata de una pareja que hace el amor en un ascensor en espera de que la rescaten. La cuestión no es baladí porque en el fondo equivale a preguntarse qué aprenden hoy nuestros estudiantes y cómo afecta lo que aprenden a sus posibilidades reales de escapar al ominoso predictor de su extracción social.

Nunca se ha hablado tanto de la cuestión como ahora y nunca, como suele suceder en nuestros días, se ha encontrado el discurso oficial de los políticos, en especial de la sedicente izquierda, tan lejos de la realidad. En los años setenta y ochenta del pasado siglo, la educación era capaz de ofrecer oportunidades reales de promoción social a los humildes. Un título universitario, ganado con esfuerzo, incrementaba exponencialmente las posibilidades de encontrar un buen empleo y, además, armaba a las personas con la estructura mental compleja que les permitía disfrutar del cine, la literatura o las canciones de Luis Eduardo Aute. En nuestros días, ya no sucede así o, al menos, sucede en menor medida. El número de titulados universitarios se ha multiplicado al mismo ritmo que ha disminuido su nivel cultural y sus posibilidades de encontrar un empleo bien pagado.

Por supuesto, no se trata de una casualidad. Las políticas educativas de las últimas décadas tienen mucho que ver con ello. Se ha apostado por la cantidad antes que por la calidad; por las cifras, convenientemente maquilladas, antes que por los datos. El irrenunciable objetivo de atender a las necesidades educativas de los alumnos con dificultades se ha confundido con el olvido de la excelencia y el abandono del esfuerzo y la constancia, únicas recetas que aseguran el éxito en la escuela y en la vida. Un ministro de Universidades, socialista, por supuesto, llegó a decir que exigir a un alumno que apruebe todas las materias para darle el título de Bachillerato es profundamente reaccionario. ¿Cabe dislate mayor?

El loable objetivo de abrir la universidad al «hijo del obrero», como rezaban las pancartas en las manifestaciones estudiantiles de hace medio siglo, ha degenerado hasta convertirse en una barra libre en que un título universitario, como sucedía con el dinero en la Alemania de los años veinte, vale menos que el papel empleado para imprimirlo. Los egresados de nuestra Universidad son más numerosos que nunca, pero saben también menos que nunca. Que un graduado universitario cometa faltas de ortografía o no sea capaz de redactar un texto complejo ha dejado de sorprendernos, pues es ya tan común como lo era el analfabetismo a mediados del siglo XIX. ¿Resolverá el problema el currículo competencial? No lo creo. La clave del éxito de un sistema educativo no reside en mejorar la factura de los planes de estudio ni en incrementar el número de horas que los docentes pasan programando y evaluando a los alumnos; tampoco en enseñarles solo medios de acceder al conocimiento en lugar del conocimiento mismo. ¿De qué sirve adiestrar a los alumnos en la búsqueda de información si no poseen la estructura mental que les permita luego integrarla y darle sentido?

No se necesitan grandes innovaciones, tan solo maestros cualificados, bien pagados y evaluados con frecuencia; un alumnado motivado y educado en la constancia y el esfuerzo; familias que colaboren y apoyen la labor de la escuela en lugar de cuestionarla; ratios reducidas que permitan atender de verdad a la diversidad, acercando a los alumnos al máximo nivel que puedan alcanzar, y no a la inversa, y títulos con contenido, que certifiquen conocimiento, no mera estancia en las aulas. Quizá así quienes escuchen la canción de Aute dejen de pensar que trata, tan solo, de una pareja que tiene sexo en un ascensor.

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación

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