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Luis E. Íñigo

Posverdad, democracia y educación

Como educadores, debería preocuparnos cómo proteger a nuestros alumnos de los dañinos efectos de la posverdad y preservar así la democracia en la que sin duda deseamos que sigan viviendo su edad adulta

Actualizada 04:00

La Edad Contemporánea ha concluido. Poco sentido tiene ya, pues, seguir usando un nombre que refiere a procesos históricos periclitados. Pero los aspirantes a nombrar el tiempo que ahora vivimos son muchos y con parecidos títulos para alzarse con el triunfo. Uno de ellos, sin embargo, parece mejor posicionado que los demás: la Era de la posverdad. El término fue utilizado por vez primera por Steve Tesich en un artículo publicado en 1992 en el semanario estadounidense The Nation. El neologismo, que pasó entonces desapercibido, ha ganado después notoriedad. ¿Pero cuál es su significado?

En palabras de Ralph Keyes, la posverdad alude a la extrema inseguridad de un mundo en el que importa más el relato, la manera en la que la información llega a las masas, que la verdad misma, y revela cómo las emociones y los sentimientos, convenientemente manipulados, son mucho más eficaces que los hechos objetivos a la hora de dar forma a la opinión pública. En nuestros días, la verdad ya no compite con la falsedad, la ignorancia, la tontería o la mentira, todas ellas categorías de lo falso distintas en su grado de responsabilidad moral, sino con otras «verdades» que, a diferencia de las anteriores, no la sustituyen, sino que conviven con ella. No se trata, en sentido estricto, de un fenómeno nuevo. Los sofistas griegos exhibían su pericia en el uso de las emociones para persuadir a su auditorio en un sentido y en el contrario, sin que se supiera qué pensaban en realidad. En 1769, John Adams, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos, relataba en su diario cómo había pasado la noche inventando historias falsas para minar la autoridad real en Massachusetts. Y George Orwell escribía en 1938: «En España vi por primera vez noticias de prensa que no tenían ninguna relación con los hechos (...) Estas cosas me parecen aterradoras, porque me hacen creer que incluso la idea de verdad objetiva está desapareciendo del mundo». No se equivocaba el autor de Mi guerra civil española. Por obra de la tecnología, vivimos ahora bajo el imperio de una nueva sofística, mil veces más eficaz que la de Protágoras o Gorgias. Los algoritmos que determinan el funcionamiento de las páginas de noticias de internet, una fuente preferida de manera creciente por el público a los artículos de prensa o los debates televisados, moldean la información para adecuar su contenido a las preferencias políticas de sus lectores, reforzando así sus ideas preconcebidas o alimentando sus prejuicios para servir a la voluntad de quienes las financian. Los intereses más oscuros inventan sin rubor los datos, los alteran o los ocultan con ánimo de manipular a quienes acceden a ellos, y a la gente no parece importarle, habituada ya a dar por bueno cuanto se publica en las redes y cooperar de forma casi automática en su difusión cuando encaja con sus propias ideas.

Y no se trata en modo alguno de una cuestión baladí. La posverdad está produciendo un efecto corrosivo en la dinámica política de las democracias actuales, al punto de debilitar seriamente sus cimientos. Sucede así porque actúa como poderosa aliada del populismo y este constituye la mayor amenaza a la que puede enfrentarse el Estado de derecho. Los ejemplos se agolpan en nuestro pasado reciente. Los defensores del Brexit se valieron de mensajes cortos y directos que apelaban a la necesidad de frenar la excesiva inmigración que recibía el país y la presunta sangría financiera provocada por las excesivas aportaciones de fondos británicos al presupuesto comunitario. Pero estas afirmaciones eran falsas o, en el mejor de los casos, se basaban en datos incompletos. Durante la reñida campaña electoral de las presidenciales norteamericanas de 2016 los partidarios de Donald Trump difundieron bulos descarados. Algunos afirmaban que Barack Obama, el presidente saliente, profesaba la fe musulmana y no había nacido en los Estados Unidos, por lo que su presidencia había sido ilegal. Otros criticaban la presunta intención de la aspirante demócrata, Hillary Clinton, de otorgar la nacionalidad a todos los inmigrantes. Mucha gente creyó estos bulos y decidió su voto en consecuencia. La democracia quedó desvirtuada.

Como educadores, debería, pues, preocuparnos cómo proteger a nuestros alumnos de los dañinos efectos de la posverdad y preservar así la democracia en la que sin duda deseamos que sigan viviendo su edad adulta. ¿Cómo prepararlos para vivir en un mundo donde la verdad y la mentira se han vuelto indistinguibles? ¿De qué manera guiarlos en su navegación por las procelosas aguas de un océano virtual plagado de digitales cantos de sirena? ¿Acaso deberán, como el mítico rey de Ítaca, atarse al mástil de su nave para no caer en la locura? La respuesta no es sencilla. Pasa, desde luego, por prevenirles de los efectos indeseados del uso exclusivo de internet como fuente exclusiva de información. Supone, claro está, cultivar la empatía, que enseña a ponerse en el lugar de quien piensa de modo diferente con ánimo de entender sus razones y enriquecerse con ellas, sin tenerlo nunca por enemigo existencial. Exige trabajar el análisis de noticias y artículos para poner de manifiesto la influencia de la ideología sobre el enfoque de los hechos. Y, en fin, convierte en perentoria la formación del espíritu crítico de los futuros votantes, requisito imprescindible de la ciudadanía democrática. El Estado de derecho es frágil. No sucumbe ya a manos de militares que asedian el palacio de la Moneda, ni de generales audaces que entran a caballo en las Cortes (Pavía nunca lo hizo, por cierto). Muere despacio, en silencio, víctima de líderes sin escrúpulos que fuerzan cada día un poco más los límites de la Constitución y de pueblos anestesiados que solo despiertan cuando se dan cuenta de que han perdido aquel don precioso que, como dijera Manuel Azaña, hace hombres a los hombres: la libertad.

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación

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