La base del problema educativo
Hay que evitar a toda costa que el niño se frustre lo más mínimo en casa y en el colegio. Por ello, hay que evitar suspensos y, si es posible, promover que en clase haya muchos dieces, aunque es obvio que, si todo el mundo saca 10, el 10 entonces no vale nada
Antes de seguir en estas páginas con el análisis de las distintas materias del currículo escolar, quizás deba explorar la que considero raíz de todos los males de la educación institucional en España, quizás en todo Occidente. Cierto es que cuando la ley que impera, la LOMLOE, propone la promoción de lo socioafectivo como la clave para mejorar en matemáticas, queda claro que los responsables de la (in)educación no están a la altura; a pesar de ello, para mí el germen del problema radica en la sociedad (occidental).
Frente a la excelencia y el rigor como principios básicos de la educación del pasado, ahora se ha erradicado, incluso, la exigencia. No digo que ahora se exija menos: ahora apenas se exige. Por eso, como la propia LOMLOE ratifica, lo importante es pasar de curso a toda costa. Conozco a compañeros de colegio que repitieron allá por los 80 y luego encontraron su camino en la vida, y algunos de ellos son hoy brillantes profesionales con título universitario. Pero hoy no se debe repetir más que en circunstancias excepcionales. Valga el ejemplo de la no-repetición como muestra de los muchos síntomas que caracterizan la enfermedad de nuestro cuerpo educativo.
En líneas generales, la eliminación de la exigencia se traduce en el trato exquisitamente muelle que se le dispensa al alumno. Hay que evitar a toda costa que el niño se frustre lo más mínimo, en casa y en el colegio. Por ello, hay que evitar suspensos y, si es posible, promover que en clase haya muchos dieces, aunque es obvio que, si todo el mundo saca diez, el diez entonces no vale nada. Cuando das clase en 1º ESO —antiguo 7º EGB— te topas con chavales con un nivel muy justito. Enseguida te vienen los padres a protestar porque «mi hijo en Primaria sacaba todo sobresalientes».
Poco o nada enfrentados a la frustración, hoy en día sacar un 8 puede ser una tragedia para muchos estudiantes y, por empática extensión, en sus hogares que, protectores ellos, presionan a los profes para que continúen en su línea de mimo supremo. Y lo mismo se puede decir de los suspensos, porque nada peor para el crecimiento de un ser humano que enfrentarse a un obstáculo tan tremebundo como sacar un 4 en un examen de matemáticas.
A todo este embrollo de molicie y permisividad académica —¡y disciplinaria!— contribuyen decisivamente pedagogos, psicólogos y orientadores de centro. En pocos años los profesores tendrán que realizar exámenes a la carta, según las características de cada chaval, porque aquí, frente a la igualación por abajo en los contenidos, sí se diferencia hasta el extremo. Hay exámenes —en cualquier colegio— en que se piden tan pocos conocimientos que quizás sean aptos para nuestros queridos primos, los grandes primates —dicho sea esto con todo mi respeto hacia tan simpáticos animales—.
Pero, no nos engañemos, la base del problema, de la permisividad, del «pasa, pasa», no radica en la ley, ni en la psicopedagogía, ni en los profesores, ni en las escuelas, aunque todos en el fondo seamos cómplices e, incluso, promotores del asunto. La base es social, pues en nuestro cariño hacia los niños hemos creado un mundo muelle donde se elimina la frustración y la dificultad del crecimiento del infante, del adolescente, del futuro ciudadano. Hemos superado, por fortuna, los abusos de los libros de Dickens, pero para instalarnos en la blandura de la princesa del guisante de Andersen.
Lo que, a la postre, es más que preocupante. No solo estamos construyendo analfabetos fácticos, capaces de tragarse las mentiras más escandalosas de los peores políticos, sino que además no consiguen enfrentarse a los inevitables reveses de la fortuna. Muchos de nuestros alumnos tienen dificultades a la hora de leer y sumar, pero también a la hora de afrontar las más mínimas complicaciones de su propia existencia. Y todo por ser demasiado blandos, demasiado permisivos, cuando quizás deberíamos recuperar no solo la más elemental exigencia, sino los tan añorados valores del rigor y la excelencia.