Sobre el control de las pantallas en las aulas
Quizás durante un par de años hagamos como que sí, como que abrimos los ojos al peligro de las pantallitas, pero pronto volveremos a la informática como principal cimiento del sistema educativo
Opinaba el buen Carande que los cambios en educación, quizás como en cualquier otro sector, poco significan si van en contra de la corriente dominante, de la moda o tendencia que impera en la sociedad del momento. En un principio, el cambio podrá tener una eficacia aparente, pero al final se impone la deriva social.
De acuerdo con la revolución digital, ya hace bastantes lustros, a mi entender de manera ciega y temeraria, se apostó por incorporar las nuevas tecnologías a las aulas. Dicha medida tuvo, cinco años atrás, una consecuencia positiva: en los centros más «avanzados» se pudo impartir clases durante el confinamiento. Los profesores tuvimos que adaptarnos, de la noche a la mañana, a unos nuevos modos que, luego, han terminado por imponerse.
Hoy en día lo habitual, lo escandalosamente mayoritario —como si fuese una moda de obligado cumplimiento—, es que en los colegios se hayan impuesto pantallitas de esta o aquella marca y plataformas digitales de este o aquel soporte, para que los alumnos trabajen, los padres se comuniquen con el colegio y los profesores manden deberes, evalúen y hagan todo tipo de trámites burocráticos más kafkianos que útiles.
Las consecuencias son obvias. Cada día hay más alumnos empanados mientras, por su parte, el despistado de siempre hoy lo es hasta extremos insospechados. En este caso, la implantación de pantallas en las aulas fue como echar gasolina al fuego. En el resto… fue incorporar un descomunal elemento de distracción. Si a cualquiera de nosotros actualmente nos cuesta más concentrarnos, imaginen lo que le costará a un chaval de 12 años atender a las explicaciones de su profesor. Hay un enorme porcentaje de estudiantes que son incapaces de escuchar activamente y procesar un mensaje de más de un minuto.
El proceso es paralelo a la generalización constante de los móviles en la vida cotidiana. La incorporación de pantallas a las aulas solo ha servido para agravar el fenómeno. Y la precipitada intensificación poscovid ha terminado de apuntalar un ruinoso edificio —valga la contradicción— que conforma futuros ciudadanos distraídos, desmotivados y susceptibles de creer cualquier patochada difundida por las redes sociales. A mi entender, las nuevas tecnologías intensifican y amplían el mal generalizado de la mala educación.
Ahora, por fin, parece que las administraciones —la estatal y algunas autonómicas, no todas, en un fenómeno que vuelve a demostrar que en los asuntos educativos el pluralismo legislativo es ineficaz, contradictorio y, sobre todo, injusto— se han puesto a restringir y/o dosificar el empleo de las pantallas en las aulas. La más valiente es la Comunidad de Madrid, que ha decidido prohibir el uso individual de pantallas en los colegios durante la Educación Infantil y Primaria, es decir, hasta los 12 años. Bienvenida será esta decisión, que aboga por un uso muy limitado y en grupo, durante solo un par de horas semanales y siempre bajo supervisión del profesor. De esta manera, la administración madrileña se adscribe a una línea por la que ya han apostado países como Suecia y universidades y colegios de medio mundo. Mejor el papel y el lápiz que los cantos de las sirenas digitales.
Sinceramente, no creo que el uso de las nuevas tecnologías haya sido más beneficioso que perjudicial. Si bien al alumno se le abre el mundo entero, se le ofrece en una versión reducida y sesgada, a menudo errónea, y de una manera tan poco esforzada como regurgitada. El estudiante, entonces, se acostumbra a buscar rápido y mal, y su principal argumento consiste en «lo he leído en internet» —o, en su versión más radical, «en las redes sociales»—.
A este respecto, el asunto se ha agravado exponencialmente con la llegada de la Inteligencia Artificial, con los ChatGPT en sus diversas variantes. El problema no es que se use esta herramienta tecnología, sino que se utilice como Inteligencia Sustitutiva —y esto ocurre con un sinfín de alumnos—. Si en los 80 uno se limitaba a pasar a máquina la enciclopedia, ahora basta con cortar y pegar. No se procesa la información de ninguna de las maneras.
Esto, en el aula. Porque la mayoría de los colegios ahora se estructura en torno a alguna plataforma digital —Google Classroom, Microsoft Teams, Moodle, Alexia, Educamos…— en la que se cuelgan temarios, deberes, calendarios, comunicaciones… de tal manera que el chaval tiene la obligación de conectarse para trabajar. De ahí a la distracción fácil y muelle hay un paso demasiado corto.
Creo que la decisión madrileña es valiente, y acertada. Pero se me antoja un tanto limitada. ¿Por qué solo hasta los 12 años? ¿Cuáles son los beneficios que las pantallas dan a los alumnos de la ESO y Bachillerato? Personalmente, encuentro muy pocos, y creo que, cuando hablamos del trabajo del estudiante, habría que apostar decisivamente por el papel.
En Madrid, la decisión se aplicará el curso que viene, 2025/2026, pero se da una moratoria de un año para aquellos colegios que tengan implantado un programa docente con un dispositivo individual por alumno. La urgencia se explica, pero se encontrará con la lógica resistencia de aquellos centros que hayan realizado una considerable inversión en digitalizarse. Esta circunstancia, unida a los sustanciosos ingresos que conllevan las dichosas pantallas para las escuelas privadas, apunta a que, a la postre, la medida tendrá un alcance limitado.
Porque, y aquí Carande también tenía razón, la querencia y la tendencia se imponen a las decisiones particulares. Quizás durante un par de años hagamos como que sí, como que abrimos los ojos al peligro de las pantallitas, pero pronto volveremos a la informática como principal cimiento del sistema educativo, a una tecnificación y digitalización temerarias y laminadoras de las aulas. Aquí espero equivocarme.