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El juez Pablo Llarena

El juez Pablo LlarenaPaula Andrade

El perfil

El Llarena solitario, acosado y espiado

Hasta sus enemigos le reconocen una magnífica técnica jurídica y un respeto por las reglas procesales a prueba de extorsiones, presiones y fascismo separatista

Cuando Pablo Llarena Conde (Burgos, 1963) era pequeñito y soñaba con ser abogado como sus padres, jamás pudo imaginar que medio siglo después su nombre se alzaría como un ejemplo de valentía democrática, de lucha contra el totalitarismo nacionalista y que, además, pretendidos libertadores del pueblo catalán le espiarían al más puro estilo de la Alemania comunista, haciéndole un seguimiento callejero y constatando cuándo entraba y salía de casa. El Debate ha publicado los documentos que demuestran que la guerrilla de Junqueras, de la fugada a Suiza Marta Rovira y de los de la CUP, el autodenominado sarcásticamente Tsunami Democrático, arrojaba «las novedades» de la vida cotidiana del magistrado de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que coordinó la instrucción judicial y que acusó a toda la cúpula golpista del Gobierno catalán tras la intentona del 1 de octubre de 2017.

De los 28 años que Llarena ha ejercido la magistratura nada menos que 19 los ha pasado en Barcelona, cuya presidencia de la Audiencia Provincial abandonó hace siete años camino del Supremo. Conoce muy bien, por tanto, cómo las gasta el nacionalismo, pero hasta sus enemigos le reconocen una magnífica técnica jurídica y un respeto por las reglas procesales a prueba de extorsiones, presiones y fascismo separatista. Cuando en enero de 2016 fue elegido por mayoría para ocupar la plaza de magistrado del Supremo no podía imaginar que tendría que instruir un megaproceso para poner entre rejas a nueve responsables públicos que, usando las instituciones, se levantaron contra la legalidad democrática. Tras la aplicación del 155, los españoles, y sobre todo los sediciosos, tienen hoy claro que ese afable y riguroso magistrado motero y amante de la canción «La Lola» de Café Quijano, ha sido el gran bastión para defender nuestro Estado de Derecho.

Por eso, Llarena ha sido y es el enemigo número uno de la suciedad Junqueras & Puigdemont. Al fugado de Waterloo lo ha perseguido por tierra, mar y aire, contra la laxitud de Bélgica, el papel mojado de las eurórdenes europeas y la vergonzosa claudicación de Pedro Sánchez, que indultó a los delincuentes del procés desautorizando al Supremo. El alto tribunal, con Llarena a la cabeza, sigue en solitario como baluarte en defensa de nuestro marco jurídico, ahora respaldado por el reciente fallo de la justicia europea anulando la inmunidad de Puchi. A pesar de los reveses en Europa, de los bulos propagados por los encausados y, sobre todo, a pesar de la despenalización del delito de sedición ordenado por Pedro Sánchez, este eficaz penalista sigue erre que erre, intentado que los huidos Puigdemont, Comín, Puig, Ponsatí y Rovira paguen por lo que hicieron, agarrado al clavo ardiendo de la malversación agravada, contra el mantra gubernamental del ibuprofeno, es decir, del inconstitucional marco mental de que «hay que desjudicializar el problema catalán».

El magistrado, lo más contrario a los jueces estrella que orbitan por el firmamento judicial español, tuvo que huir de Cataluña, de su vivienda de Das, en la Cerdeña catalana, cuando fue alertado el 25 de marzo de 2018, curiosamente el día en que detuvieron a Puigdemont en un Lander alemán de nombre impronunciable, de que podría producirse un asalto a su vivienda. Ese viaje de madrugada lo recuerdan en su entorno como un auténtico infierno, evitando pasar por zonas donde los CDR le esperaban para abortar su marcha del territorio comanche donde le habían señalado con la letra escarlata. Eso ocurrió en pleno siglo XXI: hubo que sacar a un juez del Supremo por carreteras secundarias para evitar que él, su mujer (la también juez Gema Espinosa) y sus hijos, nacidos en su amada Cataluña, fueran agredidos. Antes, las juventudes de la CUP rociaron con pintadas las inmediaciones de su domicilio de Das con eslóganes como «Llarena prevaricador», «Te esperamos», «Llarena, aquí no eres bienvenido» o «Los Países Catalanes serán tu infierno». Aunque no le avisaran en esos terribles grafitis, también le hicieron seguimiento mafioso para saber si tenía alguna mancha personal que pudieran usar para desprestigiarle. No hallaron más que a un buen jurista, reacio a hablar de política y a salir en los medios, dispuesto a hacer su trabajo sin arrastrar la toga por el barro, en contra de lo que aconseja el hoy presidente del Tribunal Constitucional.

El sacrificio personal que ha hecho ha sido colosal. Aun hoy, cuando vuelve a la Ciudad Condal, no puede ni salir a comprar el pan sin escolta, su mujer ha tenido que pedir plaza en Madrid, sus hijos pasaron auténtico terror cuando cercaron su vivienda. Sin embargo, hay muchos catalanes que cuando lo reconocen en un restaurante, de los poco que visita, le agradecen con lágrimas en los ojos haber sido, junto al Rey Felipe y a las Fuerzas de Seguridad del Estado (los piolín, en la jerga sanchista) el último y esforzado reducto para defendernos del fascismo independentista.

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