Puigdemont, de sumiso delfín de Artur Mas a tener a Sánchez en sus manos
El líder separatista, con Sánchez de alabardero, tiene hoy en sus manos el Gobierno de España pues los votos de sus acólitos en el Congreso pueden propiciar un nuevo gobierno Frankenstein
Corría el año 2015, que se dice pronto, cuando al Sr. Artur Mas –al que personalmente le otorgo la responsabilidad y culpabilidad de bastante de lo que desde entonces está ocurriendo en Cataluña como parte de España–, sus propios compañeros de viaje llamados CUP (Candidatura de Unidad Popular), es decir un grupo de indocumentados de alpargata en mesa, escasa higiene y nada de cerebro, le arrearon una soberana colleja obligándole a dar un paso atrás en sus sueños imperialistas.
Y eso pasa cuando para obtener los votos necesarios de investidura se depende de una banda como la CUP; de forma que Artur Mas, con su altivez y soberbia, debió apartarse de forma humillante de su delirio presidencial. Se podría decir que entonces se desencadenó la tormenta que sufrimos quién sabe hasta cuándo.
Ante la gravedad de los hechos el Sr. Mas, apartándose tuvo que improvisar en cuarenta y ocho horas un nuevo candidato a la presidencia con el que el conjunto de bandoleros del Parlament estuviera de acuerdo. Y es ahí donde aparece en escena el Sr. Carles Puigdemont, alcalde entonces de Gerona, a quién solo conocía es de suponer el círculo cerrado y estrecho del independentismo, personaje supuestamente dócil y sumiso, además de ser muy radical. Total, que a la carrera se atusó su hilarante cabellera y flequillo, se subió a un coche con el traje de los domingos y corriendo para Barcelona aprendiendo su discurso en los peajes.
Y así tuvimos al deslumbrante y deslumbrado candidato investido presidente de la Generalitat de Cataluña para asumir la responsabilidad de llevar a un pueblo a una supuesta libertad. Pero evidentemente como se dice en catalán D'òn no n'hi ha, no por rajar (aproximadamente de donde no hay nada, nada fluye) continua la deriva hacia la independencia radical que, además, empieza a tolerarse con violencia callejera ejercida por los llamados CDR (Comités de defensa de la república).
Se sobrepasan todas las líneas rojas con aplomo y chulería, se toleran insultos, afrentas y agresiones hasta que el Sr. Puigdemont desde el atril del Parlamento catalán declara solemnemente la república, que lógicamente por la propia dimensión de la locura, dura solo ocho segundos. Fue exactamente el tiempo que tardó en decir que, no obstante lo dicho, la declaración quedaba suspendida.
A todo ello como es de suponer el escándalo fue mayúsculo, el clima insoportable y muy presentes las nubes de tormenta que se ciñeron sobre Cataluña, desembocando todo ese bochorno en el referéndum-aborto del 1 de octubre, el mensaje de S.M. el Rey Felipe VI el día 3 y las grandes manifestaciones de Barcelona de 8 y 29 de octubre a favor de España y la unidad promovidas y encabezadas por Sociedad Civil Catalana.
Aquellos hechos lo cambiaron todo. La convulsión fue espectacular, la timidez y, por qué no decir torpeza, del gobierno Rajoy-Soraya Sáenz de Santamaría fue mayúscula. Se consiguió aplicar el artículo 155 de la Constitución interviniéndose la autonomía, aunque de forma aterciopelada pues el PSC no permitió la intervención de los medios de comunicación ni las estructuras básicas de adoctrinamiento secesionista.
Y sin pasar nada en cuanto a la maquinaria, sí pasó puesto que los cabecillas de la revolución –casi todos, ya que los Capones Mas y demás sortearon la acusación–, fueron a parar al trullo. Pero ¡oh sorpresa! El destituido presidente Puigdemont, después de vérsele cenando en su ciudad, se metió en el maletero de un coche y huyó a Francia, desde donde su flequillo y maltrecha espalda fueron a parar a Bruselas.
Si no fuera porque el hecho es consecuencia de un estado de locura colectiva, sería para alentar una película de Pepe Isbert o del gran Sazatornil de la Escopeta Nacional de Berlanga, pero verdaderamente es lo que pasó delante de las narices de los cuerpos de seguridad del Estado, control político y gobierno de la nación.
Y hete aquí que el Sr. Puigdemont se instala en una mansión en Waterloo, en Bélgica; pone su bandera y empieza a recibir embajadores del sueño catalán, musas y predicadores como Santa Claus, mientras sus compinches de golpe de estado encarcelados se sientan en el banquillo del Tribunal Supremo en un juicio absolutamente impecable que duró un año hasta su condena, también aterciopelada para algunos.
Mientras tanto nuestro protagonista lanza constantes dardos envenenados a España, se burla de la Ley y órdenes internacionales, se declara exiliado del régimen autoritario español, resulta elegido eurodiputado y todo un rosario de idioteces que sin embargo van calando en un país ya convulsionado además por el gobierno de un sátrapa irresponsable que para mantener el sillón del poder está dispuesto a entregar nuestra nación y dejarla en manos de quienes quieren su demolición completa, sin que quede nada de nuestras instituciones básicas constitucionales de convivencia.
Entendamos también que el ocupa de Waterloo no está allí trabajando como todo, o casi todo español para ganarse la vida, sino que mansión, protección, seguridad y pequeños complementos de confort se los estamos pagando los españoles porque conductos hay muchos, pero el final es el mismo, las arcas del Estado.
Pero si todavía no lo hubiéramos visto todo, ahora resulta que el Sr. Puigdemont, con Sánchez de alabardero, tiene hoy en sus manos el Gobierno de España pues los votos de sus acólitos en el Congreso pueden propiciar un nuevo gobierno Frankenstein ya con la intención abiertamente declarada de colocar inmediatamente las cargas explosivas y detonadores en las bases de nuestros pilares fundamentales.
Y para Cataluña unas cuantas fruslerías como la amnistía a los golpistas y su corte, la autodeterminación e independencia exprés, todas las competencias y estructuras de estado que faltan para la desconexión, el catalán lengua vehicular en Europa y en el mundo con un reconocimiento final a una raza superior. Y puestos a pedir, una estatua ecuestre en el Parque de la Ciudadela, sustituir la estatua de Colón por una suya vestido de casteller y una capilla preferente en el Monasterio de Montserrat.
¿Vamos a seguir soportando esto cuarenta y siete millones de españoles, o nos vamos a plantar de una vez por todas?
Yo me planto.