Crónicas Castizas
Pedro, quizás el Luca Brasi de El Padrino en Gijón
Cuando una banda de desalmados se intentó apropiar de las calles de la ciudad asturiana amedrentando al personal de forma cruel dando pellizcos con alicates, ante la incapacidad de aquellos policías para terminar con esos delincuentes, Pedro fue contratado para solventar el problema de forma privada
La vida da muchas vueltas y lleva a la gente a sitios que nadie, en su sano juicio, pensaba que le podía llevar, me va contando Togores mientras nos acercamos al Portugués a comer un cocido que no me perdonaría mi cardiólogo, que ahora se hace llamar patólogo de aorta. Le escucho con atención, al historiador digo, y tomo notas en una libreta negra con apuntes apresurados. Emborronando sus páginas.
Pedro B. era, y supongo que seguirá siendo, me dice el catedrático, un muchachote de Gijón que superaba los dos metros de altura y los 130 kilos de peso. Fuerte como un toro y valeroso más allá de lo normal y de lo extraordinario incluso. Decían las malas lenguas que era hijo de una de las damas de la noche más famosa de aquella población asturiana, pero nunca hubo coraje suficiente para preguntárselo.
De joven, por ese atractivo romántico que tienen las causas perdidas, no se sabe por qué extraños vericuetos, terminó vistiendo la camisa azul mahón con el ángulo plateado en su brazo izquierdo: primera línea.
En aquellos años broncos y apasionados de la Transición, Pedro era un valor sólido en las trifulcas callejeras que alegraban la vida de los jóvenes activistas en las movidas que siguieron a la muerte del Innombrable.
Cuando Pedro venía a Madrid, destacaba entre sus correligionarios por su talla, pues sacaba una cabeza a los más bizarros, el gallego Papochas, a Pituco o a Bubu.
En una de aquellas tanganas el asturiano terminó por enganchar a un argentino, probablemente psicólogo para no romper la costumbre, que venía a España a hacer la revolución que el general Videla y sus conmilitones les había frustrado en su patria manu militari.
Pedro zarandeó al hispano sin muchas ganas ni convencimiento y cuando estaba en estas aparecieron los grises y nos llevaron a todos a gozar de la dudosa hospitalidad de la comisaría de Príncipe de Asturias. La cosa terminó con denuncia y en el juzgado por un delito de faltas tan serio que Su Señoría condenó a Pedro a pagar una multa de tres mil pesetas por el zarandeo, tras escuchar la imparable y cansina verborrea del argentino. Entonces no existían los delitos de odio ni otras modernidades por el estilo. Una pelea a puñetazos era eso, una pelea a puñetazos nada más, sin otras consecuencias que magulladuras. Las cosas eran más normales.
Al salir del tribunal, tras abonar dolorosamente los tres «lagartos» de la multa, en la puerta del juzgado el agredido ultramarino se encaró con Pedro y le soltó una filípica que hubiese dejado seco al mismísimo Castelar. Pedro lo miraba con cara de sorpresa. Pero el interfecto seguía erre que erre, subidito, ya rodeado de sus colegas, y animado fruto del laudo de Su Señoría.
A Pedro le fue cambiando la cara desde la expresión de paciencia a la de pocos amigos. Tras preguntar a su amigo Búfalo qué opinaba, dijo: ¡pues por tres mil pelas no soporto más a este pesado!
Y sin pensárselo dos veces le arreó un sopapo con el revés de la mano que sentó al sorprendido orador en el duro suelo. Allí terminó su discurso el predicador de Buenos Aires. No hubo juicio, por si a la salida había otra sorpresa y repetición de la jugada y acababan en el día de la marmota.
Pedro, cuando se cerraron los movidos años de Transición, se dedicó a trabajar en hostelería y en el mundo del espectáculo, es un decir, pues tenía que buscarse la vida, por causa del feo vicio de comer todos los días. Cuando una banda de desalmados se intentó apropiar de las calles de Gijón amedrentando al personal de forma cruel dando pellizcos con alicates, ante la incapacidad de aquellos policías para terminar con esos delincuentes, Pedro fue contratado para solventar el problema de forma privada, cosa que hizo a su manera, eficiente y sin burocracia cansina y retardante.
Más adelante, tiempo después, la naturaleza reclama su parte y Pedro se echó una novia filipina, alta, delgada y guapa, mientras trabajaba como el personaje Luca Brasi en El Padrino, para un merchero que había prosperado y al que llevaba algunos de sus negocios que perturbarían la conciencia de una novicia.
Tenía una beca a pensión completa del Ministerio de Justicia alemán por traficar con diamantes
La última noticia de su vida, hace ya muchos años, es que tenía una beca a pensión completa del Ministerio de Justicia del Estado alemán por traficar con diamantes, lo que en la República Federal no está bien visto, y lo explicaba –o lo intentaba– señalando que simplemente y de la forma más inocente llevaba un grupo de ballet de chicas filipinas a Berlín y todo se complicó con la manía teutona de los registros.
Así lo escribió a su amigo Búfalo para que le suscribiese al diario deportivo As y así tener noticia de lo que pasaba por la madre patria. Desde entonces se le perdió la pista hasta hoy.