El perfil
Yolanda, callar para seguir viva entre los restos del naufragio
«Pronto, será un mal recuerdo en la política española»
Si cae Pedro, cae Yolanda. Cayó Pablo y ella se fue de proceso de escucha mientras el cadáver de Iglesias estaba todavía caliente. Dijo que iba a liderar un espacio político. Dijo que iba a fundar un partido. Escuchó mal, lideró peor y fundó la nada. Tras los batacazos electorales, especialmente en su tierra Galicia, Yolanda Díaz Gómez (Fene, La Coruña, 1971), se fue. Pero no del todo. Ya no sabemos si lidera o no. Lo que sí sabemos es que es vicepresidenta segunda del Gobierno, desde donde dice tantas simplezas que es imposible sujetar la mandíbula cuando la escuchamos.
Sabemos que conserva el carné de comunista, que heredó de su padre el sindicalista Suso Díaz, pero ya no atiende a esas siglas, ni a las de Sumar, ni a las de Podemos. Ella es solo lo que diga Pedro Sánchez. Es su patrón. Solo a él se debe. Por él viajó en septiembre de hace un año a Bélgica en un humillante viaje a ver al prófugo Puigdemont. Algo a lo que no se atrevió ni Iglesias, que sí peregrinó a la cárcel a negociar los presupuestos con el reo Junqueras. Pero nunca viajó a ver al forajido. Ella sí. Fue a la peluquería y dijo que iba a hacer historia. Todo para que Carles apoyara con sus siete votos la investidura de Pedro. Por él, cualquier cosa. Porque si él cae, Yolanda se queda sin mansión ministerial y sin minutos de telediario. Entretanto, da algún pellizquito de monja al jefe; el último en octubre cuando sumó sus votos al PP para regular las cláusulas abusivas de las hipotecas y para facilitar que los afectados de las estafas pudieran reconducir su situación. A cambio, se abstuvo ante una propuesta de Feijóo sobre el envío de armamento a Ucrania. En Ferraz enfadó un poco el gesto, pero nunca la sangre llega al río.
Ahora solo habla del Rey, para criticarle; de la jornada laboral, para reducirla a 37,5 horas semanales sin merma de sueldo y sin pactarlo con la CEOE; pero ni media palabra sobre el caso Ábalos. Ella, que llegó a nuestras vidas a rebufo del 15-M donde se gritaba aquello de «no hay pan para tanto chorizo», ha colaborado con su silencio en que haya toda una fábrica de embutidos en el Consejo de Ministros. Y no dice ni pío. Ya no se acuerda de esa Díaz de entonces que gritaba «no nos representan». Ahora calladita intenta estar más guapa. Porque la ministra no ha dicho nada de ese compañero de gabinete tan simpático, que era feminista a tiempo parcial, el «querido José Luis». Cuando estos días se le pregunta por Ábalos dice que no va a participar en cacerías. Ella, que ha cazado a cualquiera que no llevara carné de progre en la boca.
Iglesias, con su índice de macho-alfa, la ungió como su heredera, pero viendo que le salió rana, se sentó en la puerta del chalé de Galapagar y esperó pacientemente para ver pasar -tras una investidura, muchos mensajes cursis sobre el engendro de Sumar, varias fotos en los medios progres, mucha camaradería con Unai Sordo y Pepe Álvarez y algunas ondas al agua- el cadáver de su enemiga, embalsamado con su decreto laboral que prometió ser la joya de la corona de súperyol y que cayó en el Congreso.
Yolanda sabe bien que el escarmiento que le está propinando Podemos probablemente hubiera sido suscrito por otras muchas víctimas que fue dejando durante su periplo gallego, como Xosé Manuel Beiras o sus excompañeros de Izquierda Unida de Galicia, a quienes usó como un clínex y una vez que sirvieron a su ambición, si te he visto no me acuerdo. Con 53 años, ha sido esta la primera vez que se ha encontrado con la horma de sus tacones de diez centímetros. Con tantos fantasmas del pasado como ha dejado, no puede quejarse: la venganza se ha servido muy fría. Quizá por eso duele tanto.
La novia del Frankenstein sabe que estos años de poder son un regalo que jamás sospechó. De Galicia solo traía credenciales de escaso compañerismo, ambición desmedida y un nulo tirón electoral. Intentó ser alcaldesa de Ferrol, y nada de nada. Su única salida fue presentarse bajo el paraguas de otro destacado lumbreras galaico, Xosé Manuel Beiras, a cuya sombra logró colarse en el Parlamento gallego, para finalmente traicionarle cuando vio llegar los movimientos populistas de las mareas y Podemos. Se sumó a esa nueva fiesta para meter la cabeza en la Carrera de San Jerónimo, donde empezó a destacar -cosa nada difícil- entre la podredumbre podemita.
Su proceso de pijificación, tan alejado de los usos del feminismo en el que dice militar, unido a su tono pedante y latoso, un cruce de Epi y Blas y las chapas de su admirado Chávez, han hecho de ella un bluf mediático que, por momentos, llegó a soñar con que Yoli sería la primera presidenta del Gobierno en España. Hasta que se abrieron las urnas el 23 de julio y la torta sideral que se dio (31 escaños frente a los 38 de Podemos con Más País en 2019) le hizo tomar conciencia de que su tabla de salvación era que Sánchez se uniera a todas las excrecencias separatistas Y, mientras tanto, van cayendo todos sus mitos: Mónica Oltra, Ada Colau y el ínclito Íñigo Errejón, de cuyas andanzas acosadoras se enteró por la prensa.
Yolanda Díaz ha fracasado políticamente. Eso sí, ha conseguido camuflar el paro bajo el eufemismo de los fijos discontinuos y esconder al Portal de Transparencia el gasto de 20.000 euros en seis días en sus viajes a Estados Unidos, México y el Vaticano. Mientras las encuestas la reducen a la irrelevancia con mechas, sus enemigos íntimos de Podemos siguen creciendo y cobrando protagonismo. Su inanidad electoral ha obligado a Pedro Sánchez a robarle el programa y eliminarla de la ecuación. Pronto, será un mal recuerdo en la política española.