El portalón de San Lorenzo
Clima y ciencia: un asunto demasiado complejo
El caso es que el clima varía, ha variado y variará, a veces de forma muy significativa
Somos bombardeados día y noche con noticias e informes alarmistas sobre el cambio climático: se derretirán los polos en unos pocos años, llegaremos a 50 grados de temperatura media en verano, las sequías serán perennes y aquí ya no va a llover más, etcétera. El apocalipsis, en pocas palabras. Y los seres humanos somos los «responsables» de que ocurra.
Las noticias e informes más serios afirman que estos escenarios futuros tan tétricos son el resultado que muestran unos complicadísimos modelos climáticos. Desde el punto de vista científico, donde un Ser Supremo permanece al margen, en estos modelos todo se reduce (que no es poco) a establecer una serie de interacciones causa-efecto entre innumerables variables como la radiación solar, la circulación y composición de los gases en la atmósfera, los vientos, la interacción con las corrientes marinas, etcétera. Para mayor dificultad, además, deben considerar un componente de azar caótico o de incertidumbre, por lo que no es de extrañar que la teoría del caos estableciera, precisamente en el ámbito del clima, su ejemplo más conocido, el del aleteo de una mariposa en un extremo del mundo que afecta al tiempo atmosférico en el opuesto.
Pero por muy preciso que quiera ser, un modelo, por su propia definición, es una representación simplificada de la realidad. Y este término, simplificada, es la clave de todo, porque siempre habrá muchas más variables a considerar que, o bien no podemos integrar numéricamente, o incluso desconocemos.
El eje de la Tierra
El caso es que la astronomía nos ofrece un campo inmenso de estas posibles variables que influyen en el clima. Lo poco que sé de esta rama de la ciencia se lo debo a mi antiguo compañero en Cenemesa Manuel Flamil Cañete un astrónomo aficionado excepcional. Era un hombre bueno, que en sus horas libres daba rienda suelta a su pasión sobre el cielo y las estrellas. Me recomendó sobre el tema un antiguo libro de astronomía del gran astrónomo catalán Comás Solá, que aún conservo, y del que entresaco lo siguiente.
Un elemento fundamental que determina lo más básico de nuestro clima es la inclinación del eje de giro de la Tierra respecto al ecuador que es, aproximadamente, de 23,5º. Este ángulo (llamado ángulo de la eclíptica) da lugar a la diferente duración de los días y las noches según la estación del año. Cuando hay menos horas diurnas (el invierno en nuestras latitudes) el sol apenas se eleva en el cielo y sus rayos, a mediodía, llegan al suelo con un ángulo muy oblicuo. Lo contrario ocurre en verano, donde el sol del mediodía está muy alto, aunque sin llegar a estar justo encima de nuestra vertical, situación que sólo se da en las zonas situadas entre los trópicos, estando éstos separados, precisamente, 23,5º de latitud respecto al ecuador.
Sin embargo, el eje de giro de la Tierra no es algo estático, y su proyección en el espacio no apunta siempre al mismo sitio. Esta prolongación del eje terrestre pasa actualmente muy cerca de la Estrella Polar, gracias a lo cual se emplea esta pequeña estrella para situar de forma bastante precisa el norte geográfico. Pero en la antigüedad, incluso dentro de épocas históricas con registros, el eje terrestre apuntaba hacia otro punto, por lo que se empleaban otras estrellas cercanas a la Polar para ubicar el norte, como las de la constelación del Dragón. Y, aunque parezca increíble, este fenómeno ya fue conocido (y calculado, con precisión de minutos de grado) antes de nuestra era. El astrónomo griego Hiparco de Nicea (mediados del II a.C.) lo registró y llamó «precesión de los equinoccios», si bien se sospecha que era conocido de antes por caldeos, babilonios o egipcios. Se dejó constancia expresa de la existencia de este movimiento del eje terrestre, que venía a complementar los básicos de rotación (día y noche) y traslación (estaciones). Para más inri, posteriormente se descubrió que este movimiento incluía otro más pequeño dentro, la nutación, debido a la fuerza de gravedad de la luna sobre nuestro planeta.
Por otra parte, también nos enseña la astronomía que el sol, en su giro de traslación alrededor del centro de su galaxia (Vía Láctea) tarda 230 millones de años y eso que va a la increíble velocidad de 2.150 kilómetros por segundo. Si observamos al Sol en el horizonte a la misma hora todos los días del año, y anotamos su posición, observaremos que describe una especie de ocho, llamado analema. Aunque este movimiento solar parezca metódico y ordenado, y esta regularidad fuese observada (e incluso divinizada) por todos los pueblos primitivos por servir para fijar sus labores agrícolas, siempre surge un pero. Y es que en este amplio recorrido del sol a través del espacio inmenso hay otros pequeños matices que influyen decisivamente en el clima terrestre, como por ejemplo la presencia y cantidad de ese gas tenue que ocupa el espacio entre estrellas y galaxias y que conocemos como medio interestelar e intergaláctico: si el sol pasa por un área con más gas o polvo de la cuenta, llegará menos radiación solar a la Tierra. Por no hablar de la influencia en el mismo sentido de la propia actividad del sol, no siempre uniforme, y cuyos períodos de altas y bajas no se han podido aún ajustar a un ciclo regular o periódico.
Los flecos
Pues bien, todas estas variables, y muchas más que todavía desconocemos, ¿las incorporan los modelos en cuestión? Porque quizás tuvieran su parte de responsabilidad en que el desierto del Sáhara fuese hace 20.000 años una zona verde y ocupada por el mar. O las glaciaciones, que tuvieron lugar hace millones de años, donde algunas de las últimas hipótesis para explicarlas hablan de que el eje terrestre fue modificado por la atracción gravitatoria de Júpiter y Saturno. ¿Puede volver a ocurrir? ¿está ocurriendo ya? Sea una cosa u otra, el caso es que el clima varía, ha variado y variará, a veces de forma muy significativa. Y lo único que es seguro es que no podemos achacar esos cambios del pasado a la acción del hombre.
Como tampoco, descendiendo a lo más local, se puede achacar a su acción el que ocurriesen sequías notables en Córdoba en los años 1528, 1529, 1536, 1540, 1547, 1548, 1561, 1570, 1571, 1593, 1635, 1636, 1648, 1662, 1664, 1669, 1702, 1703, 1708, 1710, 1712, 1734, 1750, 1752, 1849, 1856, 1857, 1858... Y porque faltan registros de años anteriores...
De toda esta retahíla, la sequía de 1750 fue tan intensa, por ejemplo, que el Guadalquivir quedó seco por la zona del Molino de Lope García dejando al descubierto unos sillares de piedra perfectamente labrados en calidad de jaspe y alabastro. Se decía que eran antiguos restos de la Puerta de Baeza, a su vez aprovechados de un yacimiento romano (un inciso, ¿quién nos dice que no fueran restos de la ciudad perdida de Medina Alzahira construida por Almanzor, que dejó momentáneamente a la vista el gran río?). Era el mismo río que cambiaba otro año de humor (ahora lo llaman fenómenos extremos) y arrasaba el murallón de San Julián, dejando al viejo Campo de la Verdad como un islote completamente rodeado de agua.
O qué decir de los duros años de sequía de mediados del siglo XVII. En 1652 y 1653 se hicieron numerosas rogativas por la lluvia con la Virgen de Villaviciosa, la Fuensanta, San Rafael y los Santos Mártires. Los altos precios que alcanzó el pan por la escasez de la cosecha dieron lugar a violentas protestas de la población que arrancaron, como era habitual, en el barrio de San Lorenzo, lo que los historiadores denominaron «El Motín del Pan». Como anotación curiosa, de esta revuelta se cuenta tradicionalmente (así viene, por ejemplo en 'Paseos por Córdoba') que uno de sus cabecillas fue un tal Juan Tocino, y que en su honor (curioso) se dio nombre a la calle homónima de las Costanillas. Pues bien, María Graña Cid, en un trabajo muy interesante cita un documento del Archivo Provincial de Protocolos que demuestra la existencia de esa calle con ese mismo nombre ya en 1484, casi dos siglos antes. Dicho documento dice textualmente:
1484, septiembre, 1. Córdoba.
Diego Carrillo, veinticuatro de Córdoba, vecino en la collación de San Juan, vende a Juan de Valenzuela, veinticuatro de Córdoba, vecino en la collación de San Lloreinte, una casa molino de pan con cuatro piedras en el arroyo Pedroche, tres pares de casas en la collación de San Lloreinte cerca de la Puerta de Plasencia, otro par de casas en la calle de la Humosa en linde con el Hospital de San Martín (Ermita de las Montañas), y la calle del Montero, y otro par de casas en la calle de Juan Tocino, por 76.500 maravedíes.
APCO.- Oficio. 14. nº. .17-248.
Hecha esta digresión, terminamos. Los humanos somos seres desvalidos dentro de todo este Universo tan complejo. Los científicos no dejan de recordarnos nuestra insignificancia en el cosmos, en el que, por supuesto, la intervención directa de un Dios o Ser Supremo es una idea extraña que -nos dicen- debemos descartar por infantil. Un Universo de millones de galaxias, pero salido todo él desde un solo átomo primigenio en el Big Bang, donde el 73% es energía oscura y el 23% materia oscura. Apenas el 4% restante es la materia normal, de la que estamos hechos nosotros, formada por neutrones, electrones y protones, pero donde un trozo de una estrella de neutrones del tamaño de un dado, por ejemplo, pueda pesar la friolera cantidad de 140.000 toneladas. Y si alguien muestra extrañeza o duda, se le responde con un tajante: «Es lo que dicen la física y las matemáticas».
¿La influencia del hombre?
Lo que no cuentan es que esta física es en gran parte teórica, y que las matemáticas no dejan de ser una herramienta en función de la utilidad que le busquemos. Cualquier teoría matemática abstracta que considere ciertos tipos de entidades y establezca unas relaciones de partida entre ella requerirá de una base lógica para poder extraer deducciones. Y si esta base lógica no tiene sentido se cae todo el edificio abajo, por muy elegante que sea numéricamente. Porque, ¿cómo nos pueden a la vez repetir machaconamente que somos un conjunto de átomos sin relevancia mientras, por otro lado, somos tan importantes que, según sus modelos, estamos cambiando con nuestros limitados medios el clima? ¿En qué quedamos? ¿es que en esto no intervienen también esas fuerzas de la naturaleza mucho más poderosas que nosotros? ¿qué responsabilidad tiene cada parte? No digo que no tengamos influencia en el devenir del clima pero, ¿hasta qué punto? ¿tenemos la soberbia de decir que sólo con nuestra capacidad humana podemos modificar el clima?
Porque quizás lo que nos falte, sobre todo a muchos agoreros, radicales creyentes en la ciencia, es la humildad de aquellos que nos precedieron, que sabían que, como seres humanos, podemos llegar sólo hasta un cierto punto, pero que a partir de ahí había que encomendarse a lo que estaba muy por encima de nosotros.