La familia Romero de Torres, pieza esencial en el triunfo de Julio
El padre, Rafael Romero Barros, creó un clima cultural en el hogar que contagió a casi todos sus hijos
El fenómeno de Julio Romero de Torres costaría mucho trabajo explicarlo sin su familia. La ciudad, la casa de la plaza del Potro y, sobre todos, sus padres y hermanos, son piezas fundamentales para entender la genialidad que por méritos propios alcanzaría con el paso del tiempo.
Julio murió en la misma casa en la que nació y aunque, efectivamente, vivió largas temporadas en Madrid siempre tenía presente la referencia de una ciudad, un hogar y unos familiares a los que volver en cualquier momento para reencontrarse consigo mismo.
Estos factores influyeron de forma decisiva tanto en la formación artística de Romero de Torres como en su posterior desarrollo, en la búsqueda de un estilo propio con el que se abrió las fronteras nacionales e internacionales. A lo largo de su producción se advierten estas referencias pasadas por el filtro con el que idealizó sus cuadros con la finalidad de eternizarlos.
La casa
El origen de todo está en su nacimiento. Julio vino al mundo en el otoño de 1874, en unas dependencias que habían pertenecido al desamortizado Hospital de la Caridad y que en ese momento eran la vivienda del director del Museo Provincial de Bellas Artes, creado para recoger las obras de arte de los conventos cerrados por el Gobierno unas cuatro décadas antes.
Su madre, Rosario de Torres, era sevillana, pero su padre, Rafael Romero Barros, figura en sus biografías como nacido en Moguer en 1832, que en aquel momento pertenecía aún a la provincia de Sevilla pero que un año más tarde pasaría a la de Huelva gracias a la división administrativa de España en provincias que hizo Javier de Burgos.
Romero Barros nació en Moguer pero su sangre era cordobesa. Su padre, de Pozoblanco, y su madre, de la capital, le aportaron esa genética local que luego eclosionaría en sus hijos, muchos de los cuales abordarían la defensa de la ciudad desde diversos frentes.
El matrimonio vino a Córdoba en 1862, el año de la famosa visita de Isabel II. El padre llegaba para tomar posesión de su nuevo destino como director del Museo de Pinturas, con domicilio inherente al cargo, dentro del viejo hospital, sin saber que bajo ese techo, de forma ininterrumpida, viviría su familia durante tres generaciones, nada menos que hasta 1991, momento en el que fallecería su nieta María Romero de Torres Pellicer, con la que desaparecería una estirpe que ya era parte de la historia de Córdoba.
La labor de Romero Barros
Romero Barros era pintor, algo de lo que ya había dado muestra en Sevilla, su anterior residencia. Pero en Córdoba no sólo fue pintor y, además, director del Museo de Bellas Artes, sino que desplegó sus inquietudes culturales y se convirtió en un intelectual de referencia. A él se le debe la creación de esa Escuela Provincial de Bellas Arttes por la que pasarían muchos de los que después brillarían con luz propia en el mundo de la pintura.
También puso orden en los fondos del museo y restauró algunas de sus obras más deterioradas, como es el caso de ‘La Virgen de los Plateros’, de Valdés Leal. Al padre de Julio Romero se le deben, además, sus frecuentes estudios sobre el arte local, como su biografía sobre Antonio del Castillo o sobre la arquitectura del siglo XVI, a lo que hay que añadir sus campañas en la prensa local en defensa del patrimonio cordobés. Él logró, por ejemplo, que la iglesia de San Nicolas de la Villa no fuese víctima de la piqueta para ampliar la avenida del Gran Capitán en nombre del progreso; en cambio, su lucha por salvar la Casa de los Bañuelos fue en vano.
Así se puede intuir con más facilidad cómo era el clima en el que se criaron los hermanos Romero de Torres. La defensa de la ciudad siempre estaba a la orden del día en un hogar que tenía al museo como prolongación del mismo.
Los ocho hermanos Romero de Torres tomaron uso de razón totalmente familiarizados con el olor de los óleos y del aguarrás. Para ellos, lo más natural del mundo era admirar un carboncillo deslizándose sobre el papel y ver todos los días las obras de Castillo, Valdés Leal, Zambrano o Palomino porque, aunque en el Museo, estaban en su casa.
Los hermanos
El primogénito, Eduardo, el único que nació antes de la llegada a Córdoba de sus padres, que trabajó en un banco y Rosario, dedicada al hogar familiar y a dar vida al jardín, el resto, de una u otra manera, se dedicó al mundo del arte.
Rafael estuvo becado en Madrid y en Roma y su muerte, a los 33 años, truncó una carrera más que prometedora. Carlos, por su parte, escogió la escultura como forma de expresión y joven aún emigró a Argentina, donde falleció en 1917.
Enrique fue el más polifacético de los hermanos Romero de Torres. Tuvo unos inicios pictóricos con etapas en las que seguía el rastro de su hermano, pero a la muerte del padre pasó a ser el director del museo, comisario regio de Bellas Artes y miembro de la Comisión de Monumentos. Siguiendo la estela de su padre veló por el patrimonio de la ciudad hasta su muerte en 1956 y no dudó en denunciar los atropellos que hubo en todo este tiempo.
Fernando también se inició en el mundo del arte, como no podía ser de otra manera, aunque optó por el dibujo técnico y acabó como funcionario del Ministerio de Hacienda en Málaga. Por último, la benjamina de la familia, Angelita, fue la encargada de mantener la esencia de su padre y sus hermanos, ya que fue la última de su generación en morir. Sin hacer nada lo hacía todo y esto Córdoba no lo pasó por alto y le entregó el premio Zahira y fue miembro de la Real Academia de Córdoba.