El Rafael más famoso nacido en Córdoba y la Fontana de Trevi
«En ocasiones me encontraba con que estaba yo solo en toda la plaza, pues nadie era tan parrandero como los españoles, y me sentaba unos minutos ante la fuente para disfrutar del mágico momento»
Tengo a todo el mundo engañado. Seguramente también a ti. Pero en mi defensa aduzco que no es algo intencionado, sino todo lo contrario. Me refiero a que la gente está convencida de que soy culto y, más aún, un experto en historia o arte de Córdoba. Ilusos.
En realidad soy un lector tan irregular como inconstante, que ha dejado bastantes grandes clásicos de la literatura a las pocas páginas del comienzo porque no le han «enganchado»; vamos, soy un lector adolescente. Además, he viajado menos que la media de los españoles en los últimos diez años. Frente a ello, creo que son tres las cuestiones que generan ese ficticio halo de persona versada y viajada: amigos mucho más cultos que yo, una cierta sensibilidad y, para qué negarlo, que esto sí es mérito mío, buen marketing.
Mas no hay marketing ni amigos que disimulen que mi desconocimiento se convierte en total analfabetismo cuando nos adentramos en el ámbito de la música. Para mí, los músicos son lo mismo que aquellos a los que se les dan bien los números: superhéroes. De hecho, no terminé la carrera de Historia del Arte en la Universidad de Granada en el mes de junio que me correspondía porque fui a los exámenes de septiembre con un cuatrimestre de Historia de la Música. Debido a las prácticas (las audiciones), claro.
Pero, últimamente, sumergido en esta moderada y productiva crisis de los cuarenta, he decidido descubrir varios de mis ángulos muertos. Y uno de los propósitos es intentar reconciliarme con la música, al menos a nivel de disfrute profano y estético (sin conocimientos técnicos), lo que ha hecho que asista por primera vez a dos conciertos del Festival de Piano Rafael Orozco.
Juan Miguel Moreno Calderón, director del evento desde que este viera la luz, detalla, en su biografía sobre Orozco, que el pianista nació en Córdoba en 1946, formándose aquí y en Madrid. Tras conseguir el primer premio del Concurso Internacional de Piano de Leeds de 1966, se trasladó a Londres. En 1973, a París. Y, en 1981, a Roma, donde fijaría su residencia hasta su muerte en 1996.
Creo que es el Rafael nacido en Córdoba que ha alcanzado mayor notoriedad a nivel continental. Y, contrariamente a lo ocurrido con otras grandes personalidades de nuestra tierra, esta sí que ha sido justa con él, nombrándolo Hijo Predilecto, dando su nombre al Conservatorio Superior de Música y creando el mencionado festival.
Hace años que me siento interesado por la enorme cantidad de ilustres paisanos que han emigrado. Desde nativos como Julio Romero de Torres hasta adoptivos como Antonio Gala, pasando por quien nos ocupa y tantos otros. Porque es algo habitual que un artista de provincias dé el salto a la capital (y así me lo recordaba el propio Juan Miguel), pero admitamos que, en el caso de los que viven en Córdoba, de la que Pío Baroja ya reflejó su espíritu adormecido y donde incluso las instituciones premian lo prosaico y favorecen la intrascendencia, resulta casi inevitable. Blas Jesús Muñoz lo escribía, hace no mucho, en este mismo medio: «es una ciudad para no vivir en ella y echarla de menos desde la distancia».
Mi curiosidad acerca de qué motivos e inquietudes llevaron a estos personajes relevantes a tomar la decisión de marchar se debe a que yo, aunque sin tener nada de ilustre, también pasé fuera diez años. Y, en los últimos tiempos, a la luz del rumbo (por no decir deriva) que ha tomado la cultura local, cada vez me identifico menos con ella y vuelvo, como está ocurriendo a tantos otros, a plantearme levar anclas.
Además, a título personal, me provoca cierta proximidad con Rafael Orozco el hecho de que él se mudase a Roma a finales de 1981 y pasara allí la mejor etapa de su vida. Nací justo entonces (en noviembre de 1981) y, dos décadas después, mi primer alejamiento prolongado de Córdoba tuvo lugar cuando disfruté de una beca Erasmus en la capital italiana. Así como siempre he dicho que algo de mí quedó en el piso de alquiler que compartía en Vía Laurentina, creo que algo de Orozco resuena en su ático de Piazza di Trevi número 100, literalmente a pocos metros de la fontana.
Lo digo porque, algunas madrugadas, al volver de saraos celebrados en la zona de Villa Borghese o Vía Veneto, me dirigía caminando hacia Piazza Venezia (donde cogía el búho –el autobús nocturno- de regreso a Laurentina) y pasaba por Piazza di Trevi (así llamada, por cierto, debido a la confluencia de tres calles). En ocasiones me encontraba con que estaba yo solo en toda la plaza, pues nadie era tan parrandero como los españoles, y me sentaba unos minutos ante la fuente para disfrutar del mágico momento.
Entonces, por la sugestión que provocaban la situación, mi romanticismo cuasi adolescente de aquella época, mi antes mencionada sensibilidad y, para qué negarlo, también el vodka con limón, veía a Audrey Hepburn saliendo de la peluquería o a Totó intentando vender la fuente a un turista norteamericano. Otras veces oía las voces de Anita Ekberg llamando a Marcello Rubini (o, según la cantidad de vodka, hasta llamando a Teo Fernández). Y otras contemplaba, en el edificio de la izquierda, encendidas algunas ventanas del apartamento donde Orozco había vivido hasta cinco años antes. Incluso escuchaba aún salir las notas de su piano.
Y es que, frente a lo que decía Federico García Lorca de que Córdoba es un lugar para morir, creo que estuvo más acertado Antonio Gala, seguramente por conocer mejor esta tierra, cuando sentenciaba que una de las pocas grandes cosas del mundo es nacer aquí. Porque lo ideal, lo que cada vez se convierte más en mi anhelo, lo que quizá deberíamos cumplir todos los seres humanos, es lo que hizo el Rafael más famoso que ha dado nuestra ciudad: nacer en Córdoba y morir en Roma.