Vivir el Camino (II)
"La peregrinación recuerda la condición del hombre a quien gusta describir la propia existencia como un camino»
Cuando escribo las líneas que comparto, es veinticinco de julio, la Fiesta del apóstol Santiago. La semana anterior abría el camino, nunca mejor dicho, de esta serie de vivencias que hoy prosigo por las sendas que conducen a Compostela.
Mil novecientos noventa y nueve fue Año Santo Jacobeo, el último del siglo XX, el último del milenio y el año en el que tuve mi primera experiencia en el Camino de Santiago. Ya hacía tiempo que sentía curiosidad por conocer esta vetusta ruta y, sin apenas programarlo, de manera providencial, me uní a la propuesta que ofrecía la Delegación de Juventud y Pastoral Universitaria de la diócesis de nuestra ciudad. Nada más y nada menos que quinientos jóvenes peregrinos componíamos un grupo al que con el lema de «un nuevo inicio», se nos invitaba a reflexionar sobre esta certeza que brota de la propia fe, a caer en la cuenta de que todo comienza desde el Señor cada uno de los días de nuestra vida.
La justificación de una peregrinación de estas características se hacía con palabras de San Juan Pablo II: «Uno de los signos que testimonian la fe y favorecen la devoción del pueblo cristiano es la peregrinación, que recuerda la condición del hombre a quien gusta describir la propia existencia como un camino».
Con la mochila cargada de ilusión, tras un largo viaje, el día 30 de julio llegábamos a Ribadeo para recorrer por el Camino del Norte los aproximadamente ciento noventa kilómetros que separan este punto de Santiago pisando todo el tiempo tierras gallegas. Desde allí el paso por Lourenzá, Mondoñedo, Abadín, Villalba, Baamonde, Guitiriz, Sobrado dos Monxes y ya en Arzúa la confluencia con el Camino Francés, nos iba ofreciendo el regalo de un paisaje distinto en cada etapa, la posibilidad de admirar y sentir la naturaleza de cerca.
Al llegar al destino encontrábamos cobijo en polideportivos en los que desplegábamos nuestro saco de dormir y lográbamos descansar apreciando ese pequeño espacio como un obsequio para poder mitigar el cansancio que se iba acumulando. De igual modo, las duchas (generalmente con agua fría) eran acogidas con el regocijo propio del que encuentra un vergel en medio del desierto.
De lo mucho que me enseñó esta experiencia de vida, hay algunos momentos que sobresalen y aún perduran dentro de mí. No puedo olvidar la cantidad de anécdotas vividas, la experimentación de una enorme dureza física en alguna etapa, momentos de silencio y de cánticos o el paso rápido del tiempo cuando recorres doce kilómetros hablando y descubriendo a una persona. Fue excepcional dormir en la sala capitular del Monasterio de Sobrado dos Monxes y escuchar a los monjes entonando gregoriano en el rezo de las horas canónicas; de igual modo, fue un privilegio ser recibidos en la catedral de Mondoñedo por su obispo y contemplar la belleza de la unión de tres estilos arquitectónicos en el edificio: románico, barroco y gótico.
Don Javier, a la sazón obispo de nuestra diócesis, compartió este camino por completo con el numeroso grupo. Un rosario con el que nos obsequió un día antes de llegar a la tumba del apóstol es uno de los presentes que conservo de esta que fue mi primera incursión por las sendas jacobeas.