El perol sideralAlfredo Martín-Górriz

Servilletas inteligentes contra parroquianos de taberna: ¡fight!

Actualizada 05:00

Cuando era pequeño, y nos amenazaban la nube tóxica de Chernobyl, el holocausto nuclear por la guerra fría y el SIDA, se unía a este grupo un nuevo peligro: la glaciación. En la televisión de entonces, que veía prácticamente toda España al unísono, observábamos la siguiente imagen recurrente en los informativos, una y otra vez, durante semanas, durante meses. Un pingüino solitario que estaba tranquilo de pie en el hielo se iba poco a poco hacia el mar debido pues la superficie en la que reposaba se desgajaba del resto al derretirse, ¡pobre pingüinito! ¿Qué sería de aquella avecilla a la deriva?, se preguntaba mi yo niño completamente acongojado. Aquello no era tan angustioso como la muerte del novio de Candy Candy al caerse del caballo, pero sí que generaba un pesar difuso. Le responde mi yo adulto: hoy podríamos echarle migas de pan a sus pentanietos en la Antártida.

Desde entonces hemos oscilado de glaciación a calentamiento global sin descanso, a veces combinando ambos, como si de un bipartidismo climático se tratase. En los titulares de los periódicos, durante décadas, el cataclismo tenía hasta fecha. Ese momento se ha ido extendiendo en la medida en que no llegaba, como determinadas sectas marcan el fin del mundo para tal día pero luego lo posponen. Y así, el calendario cuenta siempre con un apocalipsis inminente que siempre pasa al año siguiente. Son calamidades procrastinadoras que llenan el almanaque con la promesa de su advenimiento. De esta manera vivimos en una constante zozobra en la que el tiempo, en lugar de ser mera conversación de ascensor, es nuestro enemigo mortal, azuzado por nuestros pecados.

Convertido en uno de los pilares de la izquierda woke junto al feminismo y, en España, la memoria histórica (a falta de políticas de identidad racial), las políticas de emergencia climática siguen los mismos parámetros que rigen la vocación totalitaria de las otras dos. Y así, en conjunto, tratan de copar el mundo de la comunicación, el educativo y todo tipo de burocracias institucionales y empresariales, hasta llegar a las conciencias con la autocensura subsiguiente a causa del miedo. Su extensión es constante e inaudita. Si se organizasen premios a la propaganda muchos de sus artífices se llevarían el Goebbels de Oro. El feminismo había logrado ya meterse en nuestra cama y la memoria histórica en las armonías familiares, pero al menos lográbamos mantener la emergencia climática en la pantomima de los informativos como una brasa constante e inmisericorde, sí, pero de la que podías escapar al apagar el televisor. Eso se terminó. Acaba de invadirnos nuestro espacio sagrado: lo bares.

La Universidad de Córdoba ha distribuido 70.000 servilletas por bares y restaurantes para combatir los que consideran bulos climáticos. Detrás está la asesoría de la Fundación Maldita, uno de esos organismos satélites del Gobierno que se auto perciben como verificadores y adalides de la libertad. En cuanto a la universidad, infestada de wokismo y perdida hace mucho su autoridad como garante del saber, continúa la línea desinformativa en este aspecto o los de género. Los dogmas de las ideas sistémicas impregnan por completo a la que antaño fuera entidad académica y de investigación, hoy una parodia involuntaria y sin gracia postrada ante el poder.

Las servilletas cumplen la doble función de limpiarte los morros y llevarte también a una serie de infografías mediante códigos QR, ¡son servilletas inteligentes! ¡La vanguardia de Skynet! Todo ello para combatir, indican, a los negacionistas del cambio climático. El negacionista en este campo suele ser esa persona que en otros ámbitos es también calificada de machista, ultraderechista, neofranquista o nazi mientras estaba tranquilamente leyendo la tablet en el retrete sin saber que era la causa de todos los males del universo conocido y del que queda por conocer.

De momento las servilletas del dedito acusador están en El Astronauta, Casa Mari Paz y Cuatro Gatos. También en las cafeterías del aulario de Rabanales, Rectorado y facultad de Educación. Este es el inicio de la invasión. Ya no se podrá tomar uno un medio de fino sin sentirse avergonzado o ver la mente asaltada por las carantoñas de Greta Thumberg. Thumbergizados perdíos volveremos a casa con una sensación de cargo de conciencia y veremos el fantasma del pingüinito eterno en las callejas de la ciudad. Míralo. Ahí está. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

Haríamos bien en poner en la lista negra a estos establecimientos hosteleros y organizarnos como guerrilla informativa de parroquianos para evitar la invasión de las servilletas inteligentes. A nuestro lado tendrían que estar como capitanes los taberneros siesos, nuestros particulares John Connor. A su vez el Ayuntamiento debería poner como requisito para que una taberna fuese considerada tradicional lo siguiente: en caso de que entrare alguien dispuesto a ofrecer climáticos servilleteros, debiere ser expulsado del recinto con destempladas cajas y un puntapié en el trasero, de los que dejaren la marca de la suela del zapato en el pantalón como en los tebeos.

Ante las tergiversaciones y manipulaciones debemos alzar, como formación tortuga de escudos, los palillos de dientes que pueblan las barras tradicionales y las fichas de dominó que reflejan la historia de nuestros abuelos.

No pasarán.

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