Del lado cutre
Olvidémonos un rato de la Agenda 2030, ¿podría ser? Cierto que es tan ubicua como perniciosa y que mueve a miles de políticos, de diferente divisa, que trajinan bajo su batuta. Verdad que son irritantes las mentiras, la manipulación y la desvergüenza que constituyen su santo y seña. Pero variemos el enfoque, para dejar entre paréntesis el plan de diezmar a la población mundial sin reparar ni en métodos ni en medios, así como ese voraz afán por controlarnos y aherrojarnos. Releguemos incluso el chusco papelón de comunistas y socialistas, que se agarran como a un clavo ardiendo a cuantas consignas emanen de tan plutocráticos entornos, al objeto de cobrarse venganza por la humillación y el desenmascaramiento sufridos a raíz de sus derrotas --derivadas de los propios crímenes-- en las últimas décadas del devenir, y dar salida al odio apelmazado en su interior.
No incurramos, por tanto, en el error de analizar cuantas calamidades afloran cada día bajo el prisma de una sola causa. No todo lo que nos agrede y daña obedece a un único foco irradiador, ni todos los canallas despliegan su vileza por haberse concertado previamente, aunque acaben siendo monos de repetición que se copian sus mañas, latrocinios y pretextos con inusitado desparpajo. El engaño climático, el feminismo feroz, los trastornos sexuales, las invasiones desestabilizadoras, las pandemias recientes --y, cómo no, las ya anunciadas--, el antirracismo de salón, el animalismo desquiciado y demás ocurrencias para impulsar la debacle universal no solo nutren la estrategia de los popes globalistas, que son, en puridad, sus inventores y beneficiarios últimos. Sino que suponen, ante todo, oportunidades de negocio harto sencillas, susceptibles de tornar a cualquier golfo –de izquierdas o derechas-- en ricachón a la primera de cambio.
Cunde la moda de constreñir las libertades ciudadanas por parte de gobiernos e instituciones transnacionales. Y no deja de ir a más. Se trata de sustituirlas por una férrea monitorización de individuos y familias, que nos devuelva a una minoría de edad cada vez más asfixiante. Que si salvar la tierra, que si el CO2, que si enderezar el eje planetario, que si el sexo biológico no existe, que si Schwab opina. Empero, lo que a escala mundialista es una luz de gas ideológica para el medio plazo, un empeño fundamentalmente genocida, obedece en el nivel local e inmediato a un mero y calculado apetito de lucro. Ambas vertientes no son incompatibles.
¡Qué bella era la palabra española «chiringuito»! Designaba un bar de pocos lujos, a la orilla del mar, en el que disfrutar del pescadito frito y la cerveza helada. Pero esos chiringuitos han pasado a un segundo plano. La mayor parte de los chiringuitos sobre la piel de toro son otra cosa: tapaderas fraudulentas, de fachada altruista, utilizadas para trasegar fondos públicos a bolsillos particulares. Los mismos cebos buenistas que utiliza el globalismo para doblegarnos son explotados por el personal de tales chiringuitos para hacer su agosto. Al frente suele estar la esposa, exesposa, amante, familiar o novia (o su equivalente masculino) de un cargo público con acceso al presupuesto.
Pongamos un ejemplo. Anuncian que, en breve, todo propietario de perro o aspirante a serlo deberá realizar un curso capacitante obligatorio, bajo amenaza de multas elevadas, y que la pamema será gratuita. ¿Gratuita? ¿Y quién pagará el coste de los miles de «profesores» que deberán atender a los millones de cursillistas, sino nosotros los contribuyentes? Esto, sin contar con el dispendio de los centros requeridos, su personal y materiales, directivos y delegados provinciales, etcétera. A ojo de buen cubero, está llamado a ser otro chiringuito como los de violencia de género (según crecen dichos chiringuitos, aumentan las violaciones; prueba de que nada tiene que ver el culo con las témporas). U otro ejemplo, entre una multitud de posibles ejemplos: la boyante industria de trasladar, alojar, vestir, alimentar (a mejor menú, mayores comisiones se embolsa el émulo del «sargento de cocina» de antaño) y mimar al «inmigrante» ilegal. Se suele decir que España tiene más de 100.000 políticos enganchados a la ubre del erario público, entre el doble y el triple de los que existen en un país normal. ¿Cuántos allegados a los miembros de esa casta hallan acomodo temporal o permanente en los distintos chiringuitos? ¿Cuántas instituciones privadas, semiprivadas o públicas no ficharán enchufados a cambio de recibir subvenciones de la parte contratante de la primera parte, de acuerdo con la parte contratante de la segunda parte?
La embestida fiscal contra la clase media no se debe a que Davos quiera destruir a la clase media, que lo quiere, por descontado. Se debe, aquí y ahora, a que la clase media es la feraz cantera donde reside el botín –por ser la que se esfuerza, produce y tiene éxito--, el yacimiento idóneo del que extraer la guita necesaria para poner en marcha más y más chiringuitos. Saquear a la clase alta («oh, los ricos») primero no compensa, haciendo números; y, segundo, sería de dudoso gusto, habida cuenta de que cualquier alto cargo que se precie suspira por hacer suyo ese boato, instalándose en sus urbanizaciones, conduciendo cochazos comparables, permitiéndose vacaciones suntuarias y matriculando a sus pipiolos en los más caros colegios extranjeros. ¿Se ha visto en alguna ocasión a un líder progresista al que no pirre la ostentación más extravagante?
Es muy fácil echarle la culpa de todo esto a Soros. Mas no cuela.