Redacción de El Rotativo

Redacción de El RotativoPaco Sánchez

Crónicas Castizas

Escenas de la redacción del diario Ya

Y a la tensión desbordada que nos trae la información y la opinión en el día a día del desafío permanente de seducir al lector en cada edición para que vuelva al día siguiente por más

Pocas cosas hay tan satisfactorias como gobernar un barco o una redacción de un diario. El hijo de Carrero Blanco, marino como su padre, me dijo en una entrevista que mandar un buque de la Armada era «lo más parecido a ser un dios». Los capitanes y los directores saben de qué hablo. En una nube de esas flotaba yo. Cuando el editor para fastidiarme –nada es perfecto– se empeñó en escribir, en pagar ponía menos interés, y de nada valieron ante sus oídos sordos anegados por los pelotas, las pegas y excusas que salieron a raudales por mi boca. Pretendía llenar una página de periódico al día de forma regular. Yo hubiera preferido que fuera buena pero él insistió en que lo haría regularmente.

Como la cosa tendría continuidad –¡Ay madre!–, me encargó que buscara un título para lo que interpretaba como su sección, para usarlo de cintillo. Y tras cavilar un poco lo pergeñé. Sería: ¡El editor escribe! Así, entre signos de admiración, cosa que divirtió mucho a mi amigo y compañero el catedrático Álvaro de Diego. Como el editor carecía de sentido del humor entre otras cosas y estaba embrutecido por la avaricia y el ejercicio espurio del Derecho Penal no se percató de la ironía. Y así pude seguir al timón con el reto constante de seguir respondiendo a las mil preguntas que te planteaban los periodistas, maquetadores y los de publicidad, esas hordas de ”mismamentes” de cuyos resultados de captación de publicidad depende el medio, producción y sueldos incluidos.

Y seguí tomando cien decisiones al minuto. Algo de lo que realmente disfrutaba hasta que mi sistema cardiovascular, disidente él, dijo ¡basta! de forma abrupta. No es un problema ajeno al periodismo, antaño tan ligado a la nicotina, la cafeína y otras rimas nefastas que cuando menos los veteranos más afortunados llevaban un marcapasos. Y a la tensión desbordada que nos trae la información y la opinión en el día a día del desafío permanente de seducir al lector en cada edición para que vuelva al día siguiente por más, fidelizarle que dicen ahora, sin aburrirle, darle datos e ideas sin estragarle, ni ser tan predecibles para que nos adivine antes de abrir el periódico, sin perder por ello la línea editorial, la estrella polar del medio por la que es financiado y leído, se supone.

En mi despacho acristalado, desde donde veía prácticamente toda la redacción –el ojo del amo engorda al caballo– tenía una botella de whisky de malta escondida en la papelera cuyo secreto sólo sabía uno de los fotógrafos del medio, proveedor de vasos adecuados, bajos y anchos, y de hielo cuando ya habíamos hecho el cierre y decidido la portada, qué noticia abriría, qué espacio ocupará, a cuántas columnas. En unas reuniones en las que los jefes de sección se batían por colocar sus aportaciones en la primera página para evitar pasar desapercibidos.

Poco antes, Noelia, la jefe de la sección de Cultura, venía cada día a dimitir porque aquello se le antojaba demasiado grande para ella. Tas unas palabras negándome de nuevo a aceptar su renuncia le indicaba que volviera a su sección y seleccionara los temas dignos de ir en primera que iba a empezar la reunión. En el sofá de la entrada, junto a un busto de Ángel Herrera que ahora adorna otro medio, esperaban dos jóvenes con ilusionados artículos de opinión inéditos, Fernández Cruz Sequera y Gonzalo Altozano, que se estrenaron en las páginas del diario con honores. Mientras leía sus piezas, contestaba al teléfono, corregía pruebas y escribía el artículo editorial.

Y se lo crean o no ustedes, lo echo de menos, todo.

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