Chatarrería donde compran metal al peso.

Chatarrería donde compran metal al peso.

Crónicas castizas

Pestañas postizas, trabajo infantil y padres inasequibles

Su marido, el de Chelo, la vecina de las pestañas, se intentó suicidar, colgándose de una percha metálica sujeta a una puerta, por fortuna sin éxito; era bajito y la percha endeble, lo que le permitió sobrevivir y presidir la boda de su hija mayor

Rosita era una obrera de la fábrica Estándar Eléctrica, en Getafe. En el montaje de los aparatos eléctricos les sobraba material que se desechaba, unas largas tiras blancas adhesivas que tenían pegadas pequeñas varillas de metal aprisionadas entre las dos bandas blancas. Junto con sus primos abrían las fajas y despegaban una a una las varillas de metal que iban echando a un cubo, y cuando éste estaba lleno las vendía al peso y Rosita premiaba a sus primos y colaboradores con una caja de lenguas de gato, los primeros salarios de los chavales de una faena remunerada que no contemplaban como tal, sino como otra actividad familiar. Habría que oír ahora a las ONGs de haberlo sabido, ellas que viven de subvención.

La vecina de la puerta de al lado, en el primero C, Chelo, ganaba unas perrillas, completando los ingresos familiares poniendo a todas las zagalas del portal, incluyendo sus dos hijas, a montar cajas de pestañas postizas, que había que poner desplegadas en círculo en una cajita transparente al efecto junto al pequeño tubo de pegamento para adherirlas en su lugar.

Su marido, el de Chelo, la vecina de las pestañas, se intentó suicidar, no fue por las pestañas, casi seguro, colgándose de una percha metálica sujeta al gancho adhesivo de una puerta del cuarto de baño, por fortuna sin éxito; era bajito y la percha, aunque metálica endeble, lo que le permitió sobrevivir y presidir la boda de su hija mayor y subirse a la mesa durante el ágape de los esponsales gritando: «Soy el rey de los pitufos», lo que era verídico, dada la talla reducida de los protagonistas del evento.

Eran tiempos en que el gazpacho era una sopa fría, sin triturar, donde sobre una capa de agua acompañada de manchas de aceite y vinagre flotaban trozos de pan, rodajas de tomate y pepino, acaso alguna otra cosa, y los inevitables cominos, muy lejos en apariencia y sabor del mejunje líquido de ahora y menos atractivo a la vista, pero al menos se masticaba.

Cuando se acabó el pestañeo se pusieron a montar bolígrafos Bic: la carga de tinta en un tubo de plástico dentro del cuerpo transparente, el tapón azul, el capuchón, etc. que ocupaba a toda la familia y parte de los vecinos. Escapaba a las garras de Hacienda, que entonces no era tan ansiosa, pero los beneficios invertidos en cosas se marchaban en ocasiones con los ladrones, los otros, los profesionales de la iniciativa privada, no los funcionarios.

Claro que cuando iban de vacaciones al pueblo, en verano, la cosa no cambiaba ayudando a la abuela a extraer los pistilos de la flor del azafrán y hacer trenzas de ajos.

Rosita frecuentaba la tienda de Angelines, donde se cambiaban los tebeos ya leídos a los chicos del barrio, lo que les disciplinaba a tratar bien a sus comics para poderlos canjear por otros no conocidos. Angelines también vendía juguetes que los vecinos del barrio pagaban a plazos como y cuando podían y no era solo generosidad de la dueña sino conocimiento de la clientela. La tienda era un pequeño local en la calle Conde de Barcelona, en la prolongación de María Magdalena, peligrosa facciosa cuyo nombre había sido borrado del callejero madrileño y sustituido por el del mucho más conocido Tomás Meabe, que perdió la fe y la salud cuando molestó con toda intención a sus ancestros carlistas vascos, en venganza por no dejarle como pretendía holgazanear en un caserío, cuando fundó los alevines del PSOE.

Uno de aquellos chavales de la tienda de Angelines llegó a la Universidad. Se sometió a una operación de apendicitis, entonces considerada rutinaria, pero un inesperado problema con la anestesia provocó que el cerebro del estudiante estuviera mucho tiempo sin riego sanguíneo. El diagnóstico de los galenos fue de muerte cerebral y quisieron desenchufarle, dándole por perdido. Los padres se opusieron tajantes y lo llevaron a unos médicos de Barcelona, que no hicieron predicciones sobre su futuro, fallaban tanto como acertaban en sus pronósticos o eso decían, pero les manifestaron que ponían sus conocimientos a su servicio.

El chico, Fran, estaba tocado. Algo mejoró y los padres, inasequibles al desaliento, se lo llevaron a Valencia, donde le metieron en un programa de rehabilitación, empezando desde cero, para volver a enseñarle todo con mucha paciencia y más amor, como si fuera un bebé recién nacido, y ahí siguieron los padres pacientes y ahí siguen luchando por recuperar a su hijo e ignorando cuanto le es ajeno al proceso de sanación de su vástago, largo pero esperanzado.

Estas son las historias de los que nunca entrarán en la Historia, pero forman parte de la urdimbre sin la que no existiría.

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