Crónicas Castizas
El condumio que condena a la infancia a pudrir su futuro
«Ya en Norteamérica profundizó en la oncología pediátrica, curar el cáncer de los pequeños era un sueño recurrente y decidió cumplirlo y no quedarse en el idealismo humanista...»
Durante mucho tiempo estuvo estudiando y esforzándose por acabar la carrera de Medicina, larga, exigente y necesaria, que eso es una carrera y no Sociología y Políticas, Pablo Manuel. Consiguió, tras licenciarse, especializarse haciendo el doctorado en pediatría; los niños eran su pasión en el mejor de los sentidos, adoraba su fresca inocencia y su capacidad de aprender y sorprender.
Y ya en Norteamérica profundizó en la oncología pediátrica, curar el cáncer de los pequeños era un sueño recurrente y decidió cumplirlo y no quedarse en el idealismo humanista, sino ir más allá, a los hechos.
Tras mucho pensárselo decidió volverse a España con su pareja. Iban a tener una hija, echaban de menos a sus padres, a sus amigos y a su cultura, y querían tener hijos que se educaran aquí como lo habían hecho ellos. Pero a pesar de su especialidad poco frecuente y, por desgracia, necesaria, en la patria le ofrecían una miseria sin comparación con su estipendio anterior: poco más de una beca, cuya cuantía sus amigos americanos no podían creerse a pesar de lo escasos especialistas con esos conocimientos en España y el mundo de la Medicina y de haberla ganado a pulso en uno de los prestigiosos centros punteros de América del Norte.
Y prefirió, emolumentos obligan, con el segundo bebé en camino, marcharse como pediatra a un ambulatorio de un populoso barrio de Madrid, donde para su sorpresa y enfado se encontró niños de 5 años que pesaban 50 kilos. Y otros de edades y tonelaje por el estilo que les dolían las rodillas, les rondan las fracturas y tenían los dientes picados; no podían parar de comer ni tenían higiene bucal, habían sido alimentados no de forma malvada, sino ignorante, con refrescos azucarados durante toda su corta existencia, casi sustituyendo al agua; y con comida rápida de los burger y similares. Por desgracia no era un caso único, sino que se repetía en muchas familias de origen hispanoamericano que acudían al centro de salud con otros nacionales que abundaban en esa zona de Madrid, sin tener unos ni otros el monopolio de la mala alimentación.
A pesar de sus esfuerzos, que no eran pocos, y de su perseverante insistencia con niños y padres, las criaturas seguían sin adelgazar porque no cambiaban un ápice de costumbres. Y se preguntaba con el corazón en un puño, cuántas enfermedades además de traumas psicológicos les iba a acarrear su penosa alimentación, la misma que los había llevado a la obesidad exagerada cuando no habían dejado todavía de ser niños: criados frente a la televisión, que hacía sin descanso el papel de guardería, mientras seguían bebiendo refrescos y devorando chucherías hasta que sus padres regresaban al hogar, agotados por el trabajo diario, y también se enchufaban a los programas de la tele. Y no precisamente a los culturales, si tal cosa existe en alguna cadena, y encargaban una pizza y patatas fritas a los ciclistas de Globo para consumir en casa, sin moverse ellos ni sus hijos que apenas podían con su cuerpo arriesgarse a mayores esfuerzos que abrir la puerta, consumiendo la energía que les daban las grasas y los azúcares y que les robaría el sueño.
Ilusos e ignorantes los padres no tenían tiempo ni ganas de ir al mercado para comprar fruta fresca y verduras y volver cargados con bolsas; además, luego habrían de prepararla y era más cómodo usar una aplicación o llamar por teléfono para que trajeran un mundo tentadoramente sabroso de carbohidratos y gaseosas sin necesidad de trabajar en la cocina ni de guisar nada, aunque fuera sencillamente preparar una ensalada, un plato caído en el olvido en las costumbres culinarias de la zona ante el horror de los pediatras de los centros de salud que contemplaban gorduras inverosímiles a edades muy cortas, que marcarían de forma indeleble un futuro previsible de enfermedades cardiacas, diabetes y lesiones en las articulaciones cuando menos y posibles pies planos, además de las estrías que afearán su piel y los problemas respiratorios, eso sin hablar del colesterol y de las depresiones que sufrirían por la baja autoestima por ser, como les recordarán a diario, el gordo del colegio o la gorda de la escuela. Y cuando llegaran al instituto sería peor aún por la predecible crueldad de sus compañeros. Su infancia les marcará para el resto de sus vidas, que serán cortas y dificultosas.