Gastronomía
El curioso origen de la tradición de los banquetes de Navidad
La Navidad siempre ha sido el tiempo de la alegría manifestada con excesos, de la abundancia, de las mesas espléndidas preparadas de forma más elegante
Pensar en Navidad, en buenos menús, en una mesa repleta de familia y de platos estudiados hasta para los más difíciles es un auténtico ejercicio de –intento de– armonía. Y algo tan antiguo como la propia humanidad: festejar acontecimientos señalados, agasajar con buenos platos y procurar la difícil y necesaria convivencia que se sobrelleva mejor en presencia de buenos manjares y vinos.
En la Edad Media se consolidaron muchas de las actuales costumbres cristianas. Nativitas significa nacimiento, y no hay nada más alegre que celebrar la llegada de un niño, más cuando tiene un significado espiritual, y cuando ese niño cambió el mundo. Así que en primera instancia y a partir del s. IV, la Iglesia fijó la celebración del día 25 de diciembre, que era en sus orígenes una fiesta estrictamente religiosa. Hasta el s. X no empezó a consolidar su auge, que ha sido extraordinario.
Desde luego que las viejas solemnidades paganas medio orientales e incluso las nórdicas celebraban desde hacía siglos la esperanza de la llegada de los días soleados tras las oscuras jornadas de pleno invierno: la llegada de la luz solar, también de la luz que iluminó el mundo, el nacimiento del niño-Dios, cuyo ciclo coincide no casualmente con el tiempo de la preñez desde la concepción de Jesús, nueve meses desde el equinoccio de primavera.
Así que los banquetes de Navidad eran ya una realidad después de que esta fiesta se celebrara con un sentido religioso estricto. Poco a poco, fueron haciendo presencia las mesas más lujosas y bien presentadas, las aves como plato principal (gansos y ocas en el norte de Europa) y los espléndidos platos de carne que, como en todas las grandes celebraciones ocupaban un lugar principal. La Navidad era el tiempo de la alegría manifestada con excesos, de la abundancia, de las mesas espléndidas preparadas de forma más elegante.
Y toda la cristiandad pronto celebró con grandes banquetes cortesanos, de los que podemos ver su plenitud en la España del s. XVII, cuando el ilustre cocinero de la Corte española, Francisco Martínez Montiño (que guisó en la corte de al menos tres reyes), dedicó un capítulo completo a Banquetes en su libro Arte de Cozina, sugiriendo entre ellos uno por Navidad. Que es una auténtica locura de asados, guisos, empanadas y sólidos pasteles, pescados y carnes de todo tipo, guisos y presentaciones complejas. Pueden imaginar cómo es el banquete cuando se empieza tan fuerte como con perniles y ollas podridas (en plural). Además de pavos asados con su salsa (para esta carne se elaboraba una salsa especial) pichones, perdices y lechones. Una fantasía de carnes asadas, empanadas, en pastelones, con salsas y postres dulces además de frutas, queso, aceitunas y conservas. Había mucho que celebrar.
En la Inglaterra victoriana, el Príncipe Alberto, esposo de la Reina Victoria, de origen alemán, instauró la vieja tradición germana de los árboles navideños, que tuvo un éxito extraordinario en Londres. Por su parte, la reina, preocupada por la pérdida de valores tradicionales y religiosos, encargó al ya exitoso Charles Dickens que escribiera algo para devolver el espíritu cristiano y revivificar la Navidad. Fue cuando el escritor presentó su Cuento de Navidad, con las figuras del mísero Ebenezer Scrooge y la familia Cratchit, y un precioso final feliz.
En América, la primera Navidad se celebró el 25 de diciembre del legendario 1492. Y el pavo de origen mexicano que llegó en 1498 a España, se convirtió en el centro de atención en las mesas europeas, sustituyendo con gran éxito las antiguas aves con que la aristocracia celebraba la Navidad, y continuidad hasta la actualidad.
A principios del s. XX las cosas volvieron a cambiar, y ayunos y abstinencias hacían que la Misa del Gallo fuera todo un acontecimiento que se celebrara hasta con jolgorio, y después se volviera a casa con gran regocijo. Las cenas eran largas y festejadas ¡comenzaban después de las doce de la noche! Y no siempre eran fiestas de carne, sino más ligeras y a base de besugo o pescado, y de verduras, de donde viene posiblemente una parte de la tradicional cena navideña. El día 25 se hacía una comida más solemne y, ahora sí, con buenas carnes, grandes pescados y mariscos.
Hoy, el sentido de la Navidad se ha deteriorado en gran medida: el consumismo atroz, el felicitar «las fiestas», en vez de la Navidad –una vez más, las palabras importan, y mucho–, y los excesos heredados de la próspera década de 1980, han culminado en banquetes en los que se desvanecen las tradiciones. Pero no están perdidos del todo, aún tienen presencia en nuestras mesas la lombarda, el pavo trufado o el besugo; también turrones y polvorones, aunque la cocina internacional y los platos preparados ocupan cada vez más espacio. En cualquier caso, lo importante es el último sentido espiritual de esta fiesta, su carácter alegre y el encuentro de las familias en la anhelada paz alrededor de la mesa.