Cuando los vikingos tomaron París
El Sena era un cauce navegable y los vikingos estaban preparados para saquear una rica ciudad
Corría el año 845 cuando París, aún una ciudad pequeña, vivió uno de los momentos más difíciles de su historia que se repetiría en los siguientes años e incluso iría a peor. La vieja Lutecia romana había sido tomada por los parisii en el s. III a.C., quienes terminaron nominando a la ciudad, que se acodaba en un meandro del Sena, donde edificios, comercios elegantes y grandes jardines verían la luz varios siglos después. Todavía era una ciudad sencilla, pero empezaba a fortificarse.
El Sena era un cauce navegable y los vikingos estaban preparados para saquear una rica ciudad, y no era la primera. Los guerreros daneses eran excepcionalmente belicosos e implacables y estaban bien organizados a pesar de la sencillez de sus embarcaciones, que aprovechaban la embestida y la fuerza de la sorpresa para tomar botín y retirarse. Ese año hicieron la primera incursión, de la que salieron muy bien parados tras cobrar un rescate de 7000 libras de plata. Pero continuaron su embestida durante varios años hasta que, en 885, liderados por Ragnar Lodbrok avanzaron hasta la Isla de la Cité para tomarla, con un contingente de hombres escandalosamente desproporcionado con respecto a los que defendían la ciudad. A pesar de los valientes intentos del conde Eudes y sus escasas tropas y de las estrategias poco afortunadas del rey Carlos el Gordo, los vikingos saquearon iglesias, tomaron París y los habitantes huyeron despavoridos. Incendios, muerte y destrucción acompañaron la toma de París.
Entonces, las ciudades vivían de lo que se cultivaba y criaba en el entorno inmediato, y el gran comercio todavía no se había desarrollado. Así que tuvieron problemas de abastecimiento, a pesar de que cargaban con generosas cantidades de carnes en salazón y de grasa. En el entorno acopiaron cualquier cosa comestible: pescado, pan, grano y el contenido de las despensas domésticas con legumbres y cereales. Además de innumerables productos acopiados que no debían encontrarse en grandes cantidades, ya que el ataque se produjo en noviembre y las reservas domésticas estaban repletas de alimentos. No se hizo ascos a nada, los vikingos no eran refinados y lo que se podía comer, se comía. Cualquier pescado, cualquier carne y de cualquier forma, era la regla. Probablemente, las gachas y las sopas fueron los mejores bocados que tomaron en aquellos días, algo de caza quizás. Un monje benedictino de la abadía de Saint-Germain-de-Prés, Abbo narró el sitio con todo detalle diez años después.
Pero todavía asombra la fiereza de estos guerreros que bebían una nada inocente hidromiel, que comían carne asada y panes de cereales y hierbas para sustentarse durante los largos trayectos de sus travesías. Admira y sobresalta su embate en los asaltos y los importantes asedios que realizaron en toda Europa, precisamente por los escasos medios técnicos de los que disponían.