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Mayor general George Armstrong Custer, Ejército de los EE. UU., 1865

Mayor general George Armstrong Custer, Ejército de los EE. UU., 1865

Un irlandés, su canción y su caballo: Garry Owen, himno del 7º de caballería

Esta melodía podía haberse escuchado en una taberna, pero pasó a la historia como himno que acompañó al Séptimo de Caballería del general Custer 

A raíz de un artículo sobre un caballo, Comanche, he recuperado un episodio histórico que por su romántica edulcoración cinematográfica marcó los juegos de mi infancia.

El caballo se llamaba así por una anterior campaña al sur, y hay múltiples fotografías, pues fue el único superviviente, que volviese al fuerte, del grupo que fue cercado con Custer. Curado de doce heridas, el zaino fue cuidado como un tótem regimental hasta su longeva muerte. Con 429 kilos y 15 palmos de cruz, mientras pudo cabalgó anualmente al frente del regimiento, desmontado, y con un par de botas vacías en los estribos. Está disecado en la Universidad de Kansas.

Con una canción de cantina, Custer consiguió galvanizar a una tropa

Pero antes de ocuparnos de su jinete, regimiento etc. es obligado plantear que el lector, al menos si es un varón de más de 40 años, –los chicos de ahora están en otra onda–, debe tener, porque formaba parte de nuestro imaginario infantil, bastante recuerdo de aquel general Custer, de perilla y melena rubia, magnífica, e infiel históricamente, interpretado por Errol Flynn, dirigido, en 1941, cuando se moría también calzado en el viejo mundo, por Raoul Walsh, en Murieron con las botas puestas. Tiene poca importancia que el Custer auténtico llevase el pelo corto, sin perilla, que fuese teniente coronel, y, sobre todo, que despreciara a los indios, siendo bastante mal militar, aunque desde luego valiente, lo que le costó la vida en 1876. Desde la Ilíada, el relato es algo que se superpone a la historia con ventaja muchas veces. El cine del oeste es un ejemplo perfecto de ello.

No vamos a hacer historia en torno al episodio –menor en relación con la historia militar, pero mayor en la mitología americana– sino a ocuparnos de una canción popularísima, su origen y una serie de anécdotas en torno a ella. En una deuda que tenemos desde que, como José Luis Garci, vimos a Caballo Loco, el primer papel de verdad de Anthony Quinn, montar al galope matando a Errol-Custer, a quien envidiábamos por su chaqueta de ante con flecos, su caballo, su sable y, sobre todo, por Olivia de Havilland, una aristócrata normanda de verdad. Era el romanticismo hecho película, a ritmo trepidante. Desde la partición de los cadetes de West Point entre confederados y unionistas, hasta la despedida de la pareja, presintiendo la muerte.

En la película, un oficial de origen irlandés, al que le dan un matiz europeo con un monóculo, enseña una canción a Custer, quien la hará adoptar como himno oficioso a su regimiento, pese a su letra de hermandad etílica. No es tan extraño, recuérdese el Asturias patria querida. El contraste entre el fondo musical para los azules, el que se añade cuando aparecen los pieles rojas, es magnífico. Con una canción de cantina, Custer consiguió galvanizar a una tropa. Fue el único regimiento del oeste con banda de verdad, toda ella en caballos blancos, y fue la música que despidió al regimiento hacia su muerte, en el depósito del río Powder, donde se quedaron los músicos, salvo los cornetas.

Sus notas todavía resonaban en nuestros oídos cuando dejamos la parte baja del río y perdimos de vista a la banda

La pegadiza melodía, apta por igual para cantar en una taberna, o, particularmente, para ser cantada o silbada al trote, con eficacia rítmica docente que se puede ver cuando Miles enseña la canción en Muriendo con las botas puestas :

Garry Owen

Traducción:

No desmayéis hijos de Baco,

Uníos a mí jóvenes gallardos;

Venid y echad todos un trago,

Cantad y prestadme vuestra voz,

Para el momento del estribillo.

Coro

En vez de agua de la fuente bebamos cerveza,

Travesura que en el acto pagaremos;

Nadie de Garry Owen a la cárcel irá por deudas

En este momento de gloria.

El capitán Miles Keogh no fue desfigurado, como solían hacer, horriblemente para nuestros ojos de rostros pálidos, los indios con todos sus enemigos. Esto no se debe a la casualidad; Keogh era, como la mitad irlandesa del regimiento, católico, y llevaba sobre su cuerpo desnudo, los indios robaban la ropa, una gran medalla, notoriamente más grande que las normales de devoción personal, un Agnus Dei con la cruz de S. Pedro en el reverso; Medaglia di Pro Petri Sede. Concedida por SS Pío IX, por sus servicios en 1860, en la batalla de Castel Fidarno, contra la invasión Piamontina. Como dato curioso, Martíni, Martín para sus compañeros, ordenanza de Custer, superviviente por un correo de éste, había, en el otro bando, sido tambor de Garibaldi, Keogh estaba en posesión de la Cruz de la Orden de S. Gregorio, y llevaba ambas distinciones en un saquito, colgadas al cuello, como hacían los indios con sus amuletos. Al ver tan poderosa «medicina», los sioux de Toro Sentado decidieron respetar el cadáver enemigo. Su revólver y sus guantes personalizados aparecieron, más tarde, en Canadá.

Miles Keogh era un hombre atractivo, sus fotos explican por qué era el terror de las damas, o más bien de sus maridos. Bebedor, melancólico, impulsivo y valiente, había nacido en Carlos, en el sur de Irlanda en 1840, de familia antibritánica. De muy joven sirvió en África como soldado de fortuna, quizá en la recién creada Legión Extranjera, pero, acudiendo a una apelación papal antigaribaldina, en agosto de 1860 ya es teniente pontificio. Más tarde, como buen irlandés, emigra a América, donde será comandante nordista. Reenganchado al año del armisticio, será capitán en la frontera. Dice la leyenda, pues no quedaron testigos blancos vivos, que fue él y no Custer, el último en sucumbir, cercado por tres ponis. El testimonio posterior de los indios habla del último alto «wasichu; …..fueron seis disparos y seis guerreros rojos saltaron en el aire…..sus ojos brillaban como las llamas de una hoguera y sus dientes refulgían como cuando pelea un oso pardo».

Nos queda la historia de la canción ofrecida. Garry significa en gaélico jardín, de modo que no es el nombre de nadie en particular Garry Owen, si no «el jardín de Owen», un barrio de las afueras de Limerich. Se trata de una antigua marcha militar irlandesa del s. XXVIII, quizá nacida en un regimiento irlandés, como los suizos y flamencos había muchos, al servicio de España o Francia. El inglés 5º de Lanceros Reales, que se acuarteló en Limerich, lo adoptó para beber en grupo. Custer leía, como Keogh, desde niño, novelas de aventuras militares, entre ellas la de Charles O´Malley, The irish dragoon, (1841) su autor, Charles Lever, se ambientaba en las campañas napoleónicas, con influencias de Walter Scott. Pero su preferida era Jack Hinton the guardsman (1843), novela en la que la banda del regimiento toca la familiar melodía.

Aunque la acompañen gaitas, la letra no es más que una camaradería de estudiantes entre pipas y jarras. De hecho, para los lanceros reales hay estrofas adicionales relacionadas con reyertas callejeras, corazones valientes, romper cristales y perseguir al mismísimo sheriff. El poeta Thomas Moore, amigo de Byron y Shelley, escribió otra letra con el título Las Hijas de Erin. El poeta irlandés es reputado por el arpa que recorrió los pasillos de Tara, en Las hijas de Erin, obra menor, incluye todos los tópicos de la vieja Irlanda, dignos de El hombre tranquilo de John Ford: ojos sonrientes, rayos de alegría, nubarrones de infortunio, isla verde…

El soldado Goldin, que se salvó al pertenecer a un grupo que se separó de las infortunadas cinco compañías de Custer, recordaba «sus notas todavía resonaban en nuestros oídos cuando dejamos la parte baja del río y perdimos de vista a la banda…»

He aquí como una canción desenfadada puede llegar a significar mucho. Dedicado a los que saben cantar y saben morir.

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