Leyenda negra
La «Noche Triste» de Hernán Cortés: una derrota convertida en victoriosa
En su afán por reescribir la herencia mexicana, el gobierno de López Obrador renombró el lugar como «Plaza de la Noche Victoriosa», pero por mucho que se renombre, nunca fue la humillante derrota que a muchos les hubiera gustado
En una plaza de Ciudad de México se encuentran hoy los restos de un viejo árbol rodeado de una cerca de hierro. Según la tradición, bajo sus ramas ya desaparecidas se detuvo Cortés a llorar en la llamada «Noche Triste», aquella en la que tuvo que abandonar Tenochtitlan dejando atrás a cientos de compañeros. Cinco siglos después, en su afán por reescribir la herencia mexicana, el gobierno de López Obrador renombró el lugar como «Plaza de la Noche Victoriosa». Con este gesto, el populismo indigenista intentaba reivindicar la única derrota que sufrió Cortés en los tres años que tardó en someter al Imperio Azteca.
La llegada a la capital del Imperio
Era 1520; Cortés había llegado a la capital del Imperio, la impresionante Tenochtitlan, erigida sobre las aguas del lago Texcoco. Por el camino se había aliado con los pueblos sometidos al despótico dominio azteca, incrementando su fuerza con unos cientos de indígenas, en su mayoría aguerridos tlaxcaltecas, los únicos que se oponían a los aztecas. El tlatoani, el emperador azteca, era a la sazón Moctezuma II, un hombre con 16 años de experiencia en el trono que le habían enseñado a ser prudente. Cortés llegó a Tenochtitlan y Moctezuma le recibió pacíficamente. Los españoles y sus aliados recibieron alojamiento en la ciudad y el tlatoani y Cortés empezaron un juego de diplomacia para tratar de averiguar lo máximo del contrario. Ambos se enfrentaban a razas completamente desconocidas, con culturas muy distintas y entre las cuales se habría una brecha temporal enorme. Poco a poco Cortés se fue haciendo con el control, ganándose la confianza de Moctezuma. Su objetivo era convencerle de someterse al César Carlos. Si Gonzalo Fernández de Córdoba había sido «el hombre que ganó un reino», Cortés esperaba ser «el hombre que ganó un imperio».
Pero era obvio que el sueño de un sometimiento pacífico jamás se haría realidad. Los aztecas y los españoles solo tenían en común dos cosas: la predisposición a la guerra y el orgullo. Esto no ayudaba precisamente a la convivencia. Los españoles, siempre dispuestos a matar en combate, apretaban las empuñaduras de sus espadas con frustración ante el sacrificio masivo de seres humanos que los aztecas llevaban a cabo de continuo. Eran tiempos difíciles y más que nunca el pueblo mexica necesitaba contentar a sus dioses con la ansiada sangre humana. El mismo Cortés, considerando su posición en la ciudad suficientemente fuerte, destruyó varios ídolos de uno de los principales templos. Los altercados religiosos, así como otros más mundanos que no nos han llegado pero que de buen seguro ocurrieron, empezaron a crear una sensación de peligroso malestar en la capital azteca. Entre la población iba creciendo el odio hacia los extranjeros, que paseaban por Tenochtitlan como si fuese suya y blasfemaban ofendiendo a los dioses. Los problemas se multiplicaban pues la casta sacerdotal de Tenochtitlan, el colectivo más amenazado por los españoles y la extraña religión sin sangre que promulgaban, anunció que los dioses pedían la expulsión o muerte de los extranjeros.
A mediados de mayo Cortés fue informado de que un contingente español había desembarcado con órdenes de apresarle. Diego Velázquez, el gobernador de Cuba, no quería saber nada de Imperios y conquistas y encomendó al capitán Pánfilo de Narváez capturar al loco de Cortés y llevarlo a Cuba. Cortés sabía que su única oportunidad de derrotar a Narváez era atacándole rápido y por sorpresa, por lo que salió en busca del enviado del gobernador con gran parte de su ejército. En la agitada capital dejó a 120 hombres al mando de Pedro de Alvarado, uno de sus más leales capitanes. El tiempo demostró que fue uno de los pocos errores del extremeño.
Cortés derrotó a las tropas del gobernador con extremada facilidad. La llamada batalla de Cempoala se saldó con apenas 20 muertos y la reconciliación de los contendientes, que se unieron animosamente al ejército del hidalgo extremeño. Así, victorioso y con más hombres, Cortés volvió a Tenochtitlan.
Los aztecas preparaban una revuelta
La llegada no fue para nada gloriosa. Calles vacías, signos de lucha y ningún indicio de vida. Los extrañados españoles alcanzaron el palacio que les servía de cuartel y lo encontraron fortificado y con evidentes señales de asedio. Alvarado les recibió tratando de explicar lo acontecido. No sabemos qué diría exactamente el capitán, pero parece ser que la verdad no le favorecía mucho. Con la tensión casi insoportable y los aztecas más hostiles desde la salida de Cortés, los tlaxcaltecas que se habían quedado con Alvarado informaron al capitán de que los aztecas preparaban una revuelta. Alvarado era un soldado, con todo lo bueno y lo malo que esto implica. No era diplomático. La nobleza mexica se había reunido para la ceremonia anual de sacrifico de un muchacho a los dioses. Alvarado y sus hombres irrumpieron en el Templo Mayor y masacraron a los nobles. La ciudad entera se alzó contra ellos. Pero Alvarado era un soldado, para lo bueno y para lo malo, y consiguió replegarse al palacio de Axayácatl y fortificarlo, además de retener a Moctezuma y varios miembros de su corte como rehenes. Así les encontró Cortés.
El sueño de un sometimiento pacífico jamás se haría realidad
Durante días, los españoles y los tlaxcaltecas defendieron el recinto de Axayácatl de los furibundos aztecas, pero era cuestión de tiempo que muriesen todos, bien de hambre o bien en el altar, dependiendo de qué tal fuese la defensa. Cortés pidió a Moctezuma que hablase a su pueblo y lo calmase, a lo que el tlatoani accedió a cambió de la libertad de su hermano Cuitlahuac. Cumplida la condición, Moctezuma salió al balcón y trató de tranquilizar a su pueblo. Su fin es conocido, a los aztecas no les gustó que su emperador defendiese a los aborrecidos extranjeros, y lo mataron a pedradas. La última oportunidad de Cortés expiró después de cuatro días de agonía.
La Noche triste no fue una huida desesperada
Solo quedaba una opción: salir de allí. La noche del 30 de junio al 1 de julio de 1520 llovió. Los españoles abandonaron en silencio Axayácatl llevando sus cañones, sus caballos y grandes cantidades de oro. Iban con ellos sus aliados tlaxcaltecas, varios porteadores, traductores, sacerdotes y mujeres. La mayoría de ellos no saldría de la ciudad. Los aztecas esperaban su salida y se abalanzaron sobre ellos. Se desató el infierno en Tenochtitlan mientras a la carrera los españoles se habrían paso a espadazos.
La «Noche Triste» no fue la pretendida huida desesperada que se ha presentado, un «sálvese quien pueda» en el que con maligno interés se ha recalcado como el oro ralentizó la marcha y fue la perdición de muchos. No se ha querido mencionar que también ralentizaban los civiles que los aztecas asesinaban sin compasión de maneras espantosas, ni que además de por salvar el oro, muchos soldados murieron por retroceder para proteger a las mujeres y los sacerdotes. No se ha mencionado como Alvarado, con el que los críticos han gustado de ensañarse por la matanza anteriormente mencionada, dirigió la retaguardia y resistió para dar tiempo a los demás, salvándose in extremis y solo cuando nadie quedaba detrás de él. No se ha mencionado como Cortés, una vez a salvo en la orilla, espada en mano volvió al infierno para seguir luchando. No se quiere mencionar que la mayoría de víctimas que se cobraron los guerreros aztecas no fueron soldados españoles, sino indios tlaxcaltecas, que con valor soportaron la peor parte del combate. La «Noche Triste» fue triste por la de vidas que se perdieron, pero por mucho que se renombre, nunca fue la humillante derrota que a muchos les hubiera gustado.