Con el expoliador en los talones: «piteros», la gran amenaza para el patrimonio arqueológico
Llama la atención la reciente popularización del uso de detectores de metales, por parte de individuos sin autorización, con el fin de hallar objetos arqueológicos
A lo largo de los siglos, los humanos hemos ido dejando, aquí y allá, huellas de nuestro paso por el mundo: un trozo de la olla en la que hacíamos la comida, la fíbula con la que nos sujetábamos el manto, la aguja con que nos recogíamos el pelo, la moneda con la que pagamos el pan o la bala con la que nos mataron. Son pequeños objetos que, a menudo, no valen nada por sí mismos. Además, en las contadas ocasiones en que, por su rareza o suntuosidad, poseen un gran valor material, su precio es, de todos modos, incalculable. ¿Quién puede tasar la memoria de un pueblo? ¿Cuánto valen nuestros recuerdos? ¿Qué importe habremos de cobrar por nuestra herencia histórica? Son preguntas retóricas, pues responderlas sería tan grotesco como ponerle precio al olor de la tierra empapada por la lluvia.
La protección del patrimonio
Estas huellas de nuestro paso por el mundo, estos restos materiales de las sociedades del pasado, de las personas que fueron y ya no son, son el objeto de estudio de la ciencia arqueológica. Son nuestro patrimonio y así está definido en nuestras leyes: tal y como recoge la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español, se trata de «los inmuebles y objetos muebles de interés artístico, histórico, paleontológico, arqueológico, etnográfico, científico o técnico». La misma ley recoge la protección especial de la que es objeto este patrimonio. Por eso, llama poderosamente la atención la reciente popularización del uso de detectores de metales, por parte de individuos sin autorización, con el fin de hallar objetos arqueológicos.
Se trata de una práctica ilegal y dañina, pero practicada con impunidad, pese al frustrado esfuerzo de cuerpos de seguridad como la Brigada de patrimonio
Casos como las más de 800 piezas procedentes de un asentamiento romano incautadas a tres agricultores en Jaén, los dos detenidos por expoliar con detectores de metales en yacimientos de Iruña-Veleia y Arcaya, o el perturbador conjunto de artefactos prerromanos hallados en posesión de expoliadores en Calderuela, son sólo algunos ejemplos recientes de este alarmantemente creciente problema. Se trata de una práctica ilegal y dañina, pero practicada con impunidad, pese al frustrado esfuerzo de cuerpos de seguridad como la Brigada de patrimonio o el SEPRONA, que ven su labor desamparada por la pasividad de las administraciones, una legislación insuficiente y un incesante blanqueo en distintos medios de comunicación de los denominados «piteros» (por el sonido que emite el detector), que insisten en tildar de «arqueología amateur» lo que no es sino un ejemplo de expolio en toda regla.
«Arqueología amateur» o expolio
¿Cómo es esto posible? La explicación está, sobre todo, en la ambigüedad legislativa y en una educación deficiente en lo que respecta a nuestro patrimonio. La adquisición y el uso de detectores de metales no está regulada en nuestro país, aunque algunas comunidades autónomas prohíben de forma más o menos explícita su uso en y en torno a áreas arqueológicas (lo que, evidentemente, deja sin protección a los yacimientos por descubrir o a aquellos bienes que, aun siendo por su naturaleza parte del patrimonio histórico, no hayan sido declarados Bien de Interés Cultural).
La explicación está, sobre todo, en la ambigüedad legislativa y en una educación deficiente en lo que respecta a nuestro patrimonio
Los bienes históricos de carácter arqueológico son todos aquellos susceptibles de ser estudiados con metodología arqueológica; es decir: excavación (en superficie, en el subsuelo o subacuática) y prospección (ya sea mediante una exploración visual del terreno o con técnicas como el georradar, etc.), con el fin de buscar y estudiar toda clase de restos materiales del pasado. Para excavaciones y prospecciones es necesario que los trabajos, realizados por especialistas, sean previamente autorizados por la Administración competente.
¿Y dónde entran los «piteros» en todo esto? Mediante la única tercera vía por la que se encuentran regulados los hallazgos arqueológicos, que es el gran cajón de sastre de los descubrimientos casuales: aquellos producidos por azar, en el marco de obras autorizadas, trabajos agrícolas, avistamientos espontáneos de material que ha aflorado, etc. Se trata de una situación que ocurre a menudo, sobre todo en entornos rurales; en esos casos, la persona que lleva a cabo el hallazgo debe comunicarlo rápidamente a las autoridades, evitando extraer nada, y si evita dañar el bien y su contexto, tiene derecho al 50% del valor del bien en tasación legal.
La persona que lleva a cabo el hallazgo debe comunicarlo rápidamente a las autoridades, evitando extraer nada
Pero ninguno de los supuestos casuales incluye el uso de detectores de metales, que implica una búsqueda intencionada y premeditada por parte de quien lo usa, y que causa un gran daño al patrimonio, al facilitar el expolio: todos los bienes arqueológicos son de dominio público, es decir, pertenecen al conjunto de la sociedad y nadie tiene derecho a apropiárselos ni a venderlos.
La acción dañina de los «piteros»
Ante estas razones, muchos «piteros» argumentan que su labor es altruista y que, sin ella, muchos descubrimientos no llegarían a producirse. Ponen como ejemplo países como Reino Unido, donde estas prácticas están más o menos reguladas (bajo determinados supuestos, no en todos los casos, y sólo después de que la Administración tuviera que admitir una derrota frente a los expoliadores, cuyas prácticas se incluyeron en el Portable Antiquities Scheme como mal menor). Sin embargo, incluso aunque el «pitero» no se quede con el artefacto extraído, su hazaña sigue siendo dañina, y es que la extracción de elementos arqueológicos rompe la estratigrafía, daña el contexto y sus posibilidades explicativas.
Cosas tan aparentemente nimias como el color o la textura de la tierra que rodea un hallazgo, su posición, su humedad… proporcionan información valiosísima al ojo entrenado, y de hecho pueden llegar a cambiar el discurso sobre el pasado. El verdadero tesoro de valor incalculable no es de oro, ni tan siquiera de hierro, sino que es este precioso conocimiento que el estudio de los restos materiales nos brinda acerca de las personas que ya no están. Chesterton decía que la tradición es la democracia de los muertos: la arqueología, también. Es, junto con el estudio de los textos históricos –cuando los hay– su único altavoz.