Picotazos de historia
La coronación de Federico I Barbarroja
En una ceremonia muy abreviada y a toda pastilla, Adriano ciñó la espada a la cintura de Federico y le depositó la corona imperial sobre sus sienes
En el artículo anterior les relaté como el Rey de Italia y Alemania –aún no emperador– Federico de Hohenstafen, llamado Barbarroja, tuvo su primer encuentro con el Papa Adriano IV y como se tantearon el uno al otro.
Tras la segunda ceremonia –con ósculo de la paz y todo– los séquitos papal e imperial se pusieron en marcha camino de la ciudad de Roma. Federico, por petición del propio Papa Adriano, había capturado y entregado a la justicia papal al predicador Arnolfo de Brescia, responsable de un autogobierno en la ciudad de Roma, denominado La Comuna. Este autogobierno no reconocía la autoridad del Emperador ni la del Papa y no debía estar nada contento con ambos por su papel desempeñado en la detención y ejecución de su querido inspirador.
A mitad de camino de Roma se encontraron con una delegación que la ciudad enviaba para dar la bienvenida al futuro Emperador. Rápidamente organizaron el encuentro para que fuera lo más protocolario posible. El portavoz de la delegación enviada por el Senado de Roma, con tono y modales muy condescendientes, expuso que Roma había creado el Imperio y que el Emperador tenía una obligación moral para con la ciudad. Parte de esas obligaciones era el dar garantías, por medio de un juramento, de proteger las libertades y la ciudad. Así mismo debería hacer una donación de cinco mil libras de oro.
El portavoz seguía perorando cuando fue interrumpido por Federico, quien con voz suave pero de una frialdad acatarrante le espetó que el tiempo de gloria de Roma había pasado al Imperio y a Alemania; que, por supuesto, defendería Roma si era necesario pero que se olvidaran de juramento alguno y, por último, que los dones que él diera serían por su voluntad y a quien a él placiera. Vamos, que sólo le faltó darle un puntapié en el trasero. Tal hecho sucedió el viernes 17 de junio.
Adriano inmediatamente llamó la atención de Federico sobre lo difícil de tratar que eran los romanos y que había que actuar rápidamente después del trato recibido por parte de su portavoz. Aconsejó la acción inmediata y Federico estuvo de acuerdo.
Antes del amanecer del sábado las puertas de la basílica de San Pedro y las murallas de la ciudad leonina fueron tomadas por las tropas alemanas. Al poco se presentó Federico, con ropas ceremoniales, ante la basílica de San Pedro en donde le esperaba el Papa. En una ceremonia muy abreviada y a toda pastilla, Adriano ciñó la espada a la cintura de Federico y le depositó la corona imperial sobre sus sienes. Terminada la ceremonia, el nuevo Emperador se retiró, junto con sus tropas a su campamento, fuera de Roma. Mientras Adriano IV se encerró en el Vaticano esperando acontecimientos.
Volvió a marchar Federico hacia Roma, esta vez con armadura de guerra, y sus escasas tropas, aunque agotadas por la larga jornada, combatieron con fiereza contra la turba romana
No eran las nueve de la mañana, y el Senado de Roma estaba reunido discutiendo qué hacer, cuando les llegó noticia de que Federico y Adriano les habían ganado por la mano. Inmediatamente llamaron a los ciudadanos a las armas y se encaminaron hacia el campamento alemán. Volvió a marchar Federico hacia Roma, esta vez con armadura de guerra, y sus escasas tropas, aunque agotadas por la larga jornada, combatieron con fiereza contra la turba romana.
El anochecer puso fin a la lucha. Más de mil cadáveres de romanos sembraban el suelo y unos seiscientos se encontraban prisioneros. La Comuna había pagado un alto precio pero el amanecer mostró los puentes de acceso a la ciudad rotos y sus puertas bloqueadas.
El nuevo Emperador no tenía fuerzas suficientes para asaltar la ciudad ni veía interés alguno en hacerlo. Había conseguido lo que quería y ya era tiempo de volver a Alemania donde tenía problemas que resolver. Sin el apoyo de Federico, el permanecer en Roma era suicida, por lo que Adriano no tuvo más remedio que dejar la ciudad lo más discretamente posible.
Este fue el entretenido inicio de la relación entre el Papa Adriano IV y el Emperador Federico I Barbarroja. Como imaginarán, entre personalidades tan marcadas las cosas solo podían ir a peor.