Napoleón y Josefina: la historia entre un héroe militar y una bella criolla
Muy pronto, el joven corso de 26 años fue un asiduo visitante de la pequeña casa de Josefina en la parisina calle Chantereine, enamorándose locamente de ella
El historiador Jacques Bainville escribió que Josefina era «peor que hermosa»: era fascinante, muy educada y con una enorme capacidad de seducción. Los avatares y peligros que atravesó durante la Revolución Francesa hicieron que utilizara esos atributos como medio para lograr la supervivencia de sus hijos en tiempos de terror.
Rosa María Josefina Tascher de la Pagerie, hija de una familia noble, había nacido en la Antillas francesas; casada con el vizconde Alejandro de Beauharnais, se había separado de su marido unos años antes de estallar la Revolución francesa. Durante el Terror fue encarcelada con sus dos hijos pequeños, Eugenio y Hortensia, debido a sus orígenes nobiliarios y a su matrimonio con un aristócrata. Viuda, logró sobrevivir al período jacobino, convirtiéndose en la amante de algunos políticos de la República, como Paul Barras.
En una ocasión, Napoleón contó que Eugenio había ido a pedirle que le permitiera conservar la espada de su padre, que también había sido general. Tras serle concedido el favor, el joven volvió a su casa entusiasmado y le narró a su madre el trato exquisito del general Bonaparte, por lo que Josefina quiso ir a dar personalmente las gracias al héroe del momento. Ese fue, oficialmente, su primer encuentro. Pero lo cierto es que Napoleón, seguramente, ya había conocido a la criolla antes, en la residencia de Barras, cuando era su amante.
Muy pronto, el joven corso de 26 años fue un asiduo visitante de la pequeña casa de Josefina en la parisina calle Chantereine, enamorándose locamente de ella, pese a su diferencia de edad, pues ella tenía 32. Hasta entonces, las mujeres no le habían hecho mucho caso, por lo que quedó fascinado por las amabilidades de una dama que presidía los principales salones y fiestas de París, poseía un conocimiento perfecto de la vida sensual, carecía de dinero pero estaba muy bien relacionada con la nueva clase política del Directorio.
Barras –que deseaba cambiar de amante– aconsejó al joven general que se casara con ella, ya que poseía la imagen perfecta como pareja suya, le podía facilitar su presentación en los salones de las principales mansiones de la ciudad y, de esta manera, entrar en contacto con los principales resortes del poder político. Napoleón aceptó entusiasmado, pero ¿y Josefina?
La criolla estaba cansada de la inestabilidad de su condición de «mantenida» y deseaba una mayor seguridad. Tal vez pensó que el joven general, con un brillante futuro, se lo podría otorgar. Era una experta seductora y su futuro marido comía de su mano, como un perrillo faldero. Sus caricias, sus vestidos etéreos que dejan entrever unos pechos aún firmes y seductores, enloquecieron por completo a un joven con escasa experiencia femenina. Pero su notario le aconsejó que no se casara con él, pues pensaba que en aquellos tiempos no había nada tan inseguro como un joven general que ascendía tan velozmente.
Josefina escribió a una amiga que Bonaparte «es quien se empeña en servir de padre a los huérfanos de Alejandro Beauharnais y de esposo a su viuda. Yo adivino el valor del general y su gran cultura... Pero me asusta, lo confieso, el imperio que parece querer ejercer sobre cuanto le rodea. Su mirada escrutadora tiene algo de singular que no se explica, pero que se impone. Lo que debería complacerme, la fuerza de una pasión de la que habla con una energía que no permite poner en duda su sinceridad, es precisamente lo que detiene mi asentimiento que muchas veces me siento dispuesta a dar».
El matrimonio se celebró el 9 de marzo de 1796. Ambos falsearon su edad para reducir la diferencia de edad en los documentos legales. El político Barras entregó a Napoleón como regalo de bodas el mando supremo del ejército de Italia. El notario de Josefina estableció un contrato por el que la viuda mantenía a salvo su comunidad de bienes, pues aún desconfiaba de esa especie de soldado de fortuna que creía ver en Napoleón.
Ella, que realmente no poseía nada, se inventó una serie de propiedades en la isla caribeña de La Martinica. Napoleón le ofreció un sencillo regalo: un anillo con un zafiro y una inscripción grabada, Al Destino. Tras la boda, la pareja utilizó un coche de las antiguas caballerizas reales, todo un signo premonitorio de su destino. Si la ley les había unido, la guerra les separó. Después de pasar dos noches en la rue Chantereine y de que Hortensia recibiera la visita de su madre y de su padrastro en la escuela de Saint Germain, Napoleón partió para un viaje de nueve días en carruaje rumbo a Marsella.
Si bien el nuevo destino militar de Bonaparte era una culminación de su rápida carrera en los últimos meses, lo cierto es que era un dulce envenenado: tendría que volver como general victorioso, pues, en caso contrario, estaría defenestrado del mando. Pero al joven corso esta dificultad no le amedrentó: estaba totalmente seguro de sí mismo y de su victoria, aunque muy enamorado. Durante las primeras once jornadas de su viaje le escribió once cartas de amor delirante: «Cada instante me aleja de ti, adorable amiga. Eres el perpetuo objeto de mi pensamiento; agoto mi imaginación pensando qué estarás haciendo».
Pero la realidad militar se impuso a los sueños de enamorado. Cuando el 27 de marzo de 1796, el nuevo comandante llegó a Niza, el ejército activo contaba con unos 40.000 hombres. El enemigo –Austria y Piamonte– disponía del doble exactamente, pero serían vencidos y el triunfo de Napoleón en la campaña de Italia le catapultaría, junto a su esposa, a la primera línea de la elite política y militar, desde donde planearía más campañas y la toma del poder.