Picotazos de historia
La aparición de la quinina o los «polvos de los jesuitas» para combatir la malaria
El jesuita Bernabé Cobo explicó que el remedio del «árbol de la calentura» es conocido desde hace tiempo y que se envía con regularidad a Roma, donde es conocido como «polvo de los jesuitas»
Las primeras menciones que se conocen sobre el paludismo (malaria) o las fiebres palúdicas es de hace unos 6.000 años y las encontramos en los más antiguos textos de China, India y Mesopotamia. El papiro de Ebers, de 4.000 años de antigüedad, es el primer texto egipcio que nos habla de la enfermedad y de sus síntomas. En Roma estas fiebres eran temidas ya que la ciudad estaba rodeada de pantanos que hacían del paludismo una enfermedad endémica y estacional. Por cierto paludismo viene de la palabra latina padula que significa pantano.
Durante los siguientes siglos fue considerado una plaga que regularmente azotaban ciertas zonas que podían encontrarse por todos los continentes conocidos. En España era fácil enfermar, especialmente en los meses de primavera y estío. Mi padre contrajo la malaria a finales de los años cuarenta del siglo pasado en la provincia de Toledo. No se consideró desaparecida esta enfermedad de España hasta el certificado de erradicación que emitió la OMS en 1964.
Las fiebres palúdicas tienen la característica de que sus crisis de fiebre se producen con regularidad, de ahí que los antiguos las clasificaran en «tercianas» y «cuartanas», en función de la periodicidad de sus crisis.
Para este mal que afligía a toda la humanidad la primera noticia de un tratamiento efectivo, porque falsos remedios encontramos a patadas, es mencionado por el agustino Antonio de la Calancha, en el año 1631, en su libro Crónica moralizadora de la Orden de San Agustín en Perú donde menciona un remedio que se saca de la corteza de un árbol denominado kina-kina.
En 1635, el jesuita padre Bernabé Cobo publica su Historia del Nuevo Mundo y da un poco más de información. «En los términos de la ciudad de Loja, diócesis de Quito, nace cierta casta de árboles grandes que tienen la corteza como de canela, un poco más gruesa, y muy amarga, la cual molida en polvo, se da a los que tienen calenturas y con solo este remedio se curan».
Cobo explica que el remedio del «árbol de la calentura» es conocido desde hace tiempo y que se envía con regularidad a Roma, donde es conocido como «polvo de los jesuitas». En 1639 Don Luis Jerónimo Fernández de Bobadilla y Mendoza, conde de Chinchón, es nombrado virrey del Perú. A los dos meses de la llegada y toma de posesión de su cargo llegó a Lima su joven esposa acompañada por sus damas y miembros de su casa.
Pocas semanas llevaba la joven señora disfrutando del clima y gentes de la ciudad –por cierto se llamaba Francisca Enríquez de Ribera– cuando cayó enferma victima de las temidas fiebres. El jesuita y confesor del virrey, Diego Torres de Vázquez, le habló de los polvos que en esas latitudes se usaban para curar las fiebres. Autorizado el uso de los polvos por el propio virrey le fueron administrados a Doña Francisca que al poco empezó a mejorar y tras convalecencia acabó curando completamente.
La historia de la condesa de Chinchón cada vez está más puesta en duda, de lo que sí hay certeza es que en 1640 un médico sevillano que vivía en esta ciudad utilizó los famosos polvos, que le habían sido proporcionados por Juan de la Vega, médico del virrey conde de Chinchón, durante una epidemia de fiebres que hizo estragos en la ciudad.
En los países contrarios al poder papal (anglicanos, protestantes, luteranos, etc) lo de utilizar un remedio que venía de los odiados católicos –¡Y que, encima, se llamaba «polvo de los jesuitas»!– era mirado con recelo cuando no abiertamente rechazado.
Estos individuos, en su inmensa mayoría, eran defensores de las teorías de Galeno ( 129 – 216 d.C.) y postulaban que el origen de las fiebres se encontraba en los humores internos del ser humano –de ahí la expresión «estar de mal humor»–, por lo que aconsejaban como remedio las sangrías y los enemas que debilitaban más al enfermo acabando con él, las más de las veces, como candidato al tránsito definitivo. Esto hasta que en Inglaterra cambiaron de opinión gracias a un embaucador. Pero esto, como decía Kipling, es otra historia...que les relataré el próximo día.