¿Cómo se vestían y armaban los soldados carlistas en su tercera guerra?
Más allá de las boinas y las escopetas, los carlistas alzados buscaron ofrecer una imagen de fuerzas armadas propias de un estado europeo, pero tuvieron que adaptarse a sus limitaciones económicas
El vestuario de los soldados de infantería carlista fue muy diverso al principio de la Tercera Guerra (1872-1876), pues el único rasgo de uniformidad inicial fue la común adopción de la boina roja. Algunos la lucieron bordada o con una chapa en la que se leía el monograma de Carlos VII. Los oficiales más pudientes se permitieron llevar boinas de tejidos más caros, adornadas –con chapa dorada o plateada y con borlas de hilos de oro– y de mayor diámetro que las de la tropa. Pero la tropa lució los rasgos típicos de los campesinos del Norte: camisa de hilo, sobre ella la zamarra o cazadora corta de paño gris o pardo, pantalones de pana o estameña y alpargatas como calzado.
Para ofrecer mayor sensación de ser un Ejército formal, los mandos carlistas trataron de uniformar a sus hombres de forma más regular, reglamentándose uniformes de diversa hechura que pocas veces llegaron a utilizarse. Se generalizó la levita de lana, con doble botonadura y de color azul marino, usada como capote, una prenda larga y cálida que era fácilmente identificable como de uso militar. En ocasiones no fue azul sino gris ratón, un color muy común en las levitas de uso civil y, en otras, se utilizó el poncho pardo oscuro de reglamento anterior a 1863, que muchos veteranos de la Guerra de África conservaban. Debajo de la levita portaron una chaqueta corta de procedencia civil, aunque aquel que pudo la sustituyó por la casaca militar azul marino, sin los galones y las insignias liberales.
Nunca desaparecieron los pantalones civiles, resistentes y sufridos, aunque muchas veces fueron sustituidos por pantalones de campaña de color crudo, de manufactura casera o arrebatados al enemigo. Algunos soldados recibieron los pantalones rojos de servicio en el ejército francés quitándoles el galoneado. Su equipamiento básico se completaba con una manta, una mochila de tela o un simple zurrón del mismo material, una bota o una calabaza, al ser las cantimploras escasas. También se intentó que tuvieran cinturón de tela en el que se portaba la pólvora y las balas, o un cinturón de cuero reglamentario dotado de tahalí para la bayoneta y de cartucheras en el vientre.
El zapato hecho de cuero de vaca claveteado a una suela fina de cuero, típico de aquellos años, resultaba muy incómodo a causa de los clavos. En los ambientes húmedos del Norte, el cuero se empapaba haciendo más pesado el zapato. Al secarse el cuero se quedaba rígido y molestaba al andar. Por ello, muchos soldados carlistas optaron por calzar alpargatas campesinas, con calcetín de lana en invierno. Las alpargatas eran un calzado más barato, popular, cómodo y fácil de comprar en cualquier lugar. Además, en general, resultaba fácil de reemplazar en cualquier pueblo, hecho de importancia clave en tropas que tenían que maniobrar en terreno accidentado.
El uniforme de ambos ejércitos en liza tuvo muchas similitudes, salvo el ros liberal y la boina carlista, por lo que se intentó siempre que lucieran prendas propias. Se dictaron normas de uniformidad y se procuró que las haciendas forales vascas y navarra pagasen la vestimenta de los batallones de sus provincias, pero no siempre se tuvieron los recursos suficientes para ello.
En 1873, cuando las Diputaciones Forales apoyaron a Don Carlos, los legitimistas se hicieron con los depósitos de armas guardados en cada pueblo. Desde el reinado de Felipe V (1700-1745), las provincias forales habían equipado a sus propias milicias con armamento de infantería o a sus expensas, encargándose de guardar las armas para casos de alarma o para su exhibición pública en los alardes. Con estas armas se dotaron las primeras partidas carlistas en 1872, a las que se añadieron las que habían logrado comprar en el extranjero, sobre todo a proveedores franceses.
Los carabineros fieles al gobierno liberal –principal fuerza de custodia de la frontera– se mostraron incapaces de acabar con el tráfico de armas en la frontera hispano-francesa. Numerosos alijos entraron usando los pequeños puertos de la costa del Cantábrico, desde Fuenterrabía hasta Santoña, pues los carlistas contaron con la ayuda de los pescadores locales –a cambio de dinero–, que cargaban mar adentro las cajas con las armas para llegar a puerto inocentemente tras una jornada de supuesta pesca.
Conforme el frente bélico se desarrolló, y aunque ninguna nación reconoció derechos de beligerancia a Carlos VII, mercantes de diversas banderas entraron con todo desvergüenza en los puertos carlistas –izando la bandera británica por conveniencia– para descargar armas. Lo cual pudo ser realizado debido a que la flota española, que se encontraba en Cartagena, fue controlada por los revolucionarios cantonales. Una vez derrotada la flota rebelde, los liberales cerraron el mar Cantábrico a este tráfico de armamento con barcos leales.
Otra fuente de armamento para los carlistas fue la industria armera del Norte, ya que, además de los arsenales de Eibar y Placencia, en manos legitimistas desde 1872, los carlistas desarrollaron una pequeña industria de armas portátiles en otras localidades como Ermua, Guernica, Fuenterrabía y Portugalete. Estas pequeñas empresas, aparte del valor militar de su producción, tuvieron una gran importancia en la retaguardia. Evidentemente, también los carlistas consiguieron armas de los muertos y prisioneros liberales, pero la disparidad de modelos implicó necesariamente la imposibilidad de homogeneizar el suministro de municiones, con los consiguientes problemas logísticos.
Pero los carlistas no tuvieron tanta suerte con el armamento pesado: obuses, cañones, morteros…, más difíciles de conseguir y transportar por la vigilancia de fronteras. Las capturas al enemigo no fueron muchas, ya que la artillería siempre iba bien protegida en las retiradas. Las fábricas no podían, por razones tecnológicas, producir armamento pesado en serie, sino solo de forma artesanal y con una calidad incierta. Asimismo, conseguir balas de cañón o de mortero fue aún más difícil, por lo que la artillería carlista siempre estuvo en inferioridad frente a la liberal, aunque no fue tan importante en las luchas sobre un terreno abrupto.
En cuanto a oficiales de artillería, la carencia fue más que peligrosa, hasta que en 1873 se pasaron a las filas carlistas muchos oficiales descontentos, gracias a los cuales se pudo organizar una artillería más regular, mejor adiestrada y más efectiva. Y es que el republicano Manuel Ruiz Zorrilla cometió tantos errores en sus relaciones con la oficialidad artillera que provocó el retraimiento de muchos de sus miembros.