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La conquista del Colorado por Augusto Ferrer-Dalmau

La conquista del Colorado por Augusto Ferrer-Dalmau

Cómo los caballos españoles cambiaron la historia de América

Hasta el segundo viaje de Colón en 1493 no hubo caballos en el continente

Hoy en día no nos sería posible imaginarnos la historia de Estados Unidos sin los recios cowboys, los apaches a caballo persiguiendo a alguna diligencia o las cargas del séptimo de caballería, como tampoco un México sin charros o una argentina sin gauchos. ¿Pero cuál es el origen de los caballos que pueblan el continente? ¿Eran originarios o fueron introducidos? Esta es, en realidad, la historia de cómo un obispo tramposo transformó, por completo, el devenir de unas tierras recién descubiertas por un almirante, de origen incierto, a las órdenes de los Reyes Católicos.

La vuelta del malón de Ángel Della Valle

La vuelta del malón de Ángel Della Valle

Sin embargo, algunas personas desconocen que antes de la llegada de los españoles hubo équidos en el continente americano, fundamentalmente de dos tipos. Los del género hippidion, que en la mayoría de las especies tenía el tamaño de un burro actual, y que habitó en América del Sur desde el pleistoceno, hace unos dos millones y medio de años hasta su extinción en el holoceno, hace unos 8.500 años.

Y los del género Equus, estos emparentados con los caballos actuales, aunque de diferentes tamaños según la especie y que habitaron tanto en la América del Norte como en la del sur. Este género de caballos apareció en el continente en el pleistoceno medio y se extinguió, con la mayor parte de la megafauna, al finalizar esta época, hace aproximadamente 12.000 años. Desde entonces y hasta el segundo viaje de Colón en 1493 no hubo, por tanto, caballos en el continente.

Petroglifo de caballo y jinete en Tolar, condado de Sweetwater, Wyoming (EE UU). Representación tallada por comanches o shoshones

Petroglifo de caballo y jinete en Tolar, condado de Sweetwater, Wyoming (EE UU). Representación tallada por comanches o shoshonesPat Oak

Entre las múltiples instrucciones de los Reyes Católicos para preparar la segunda expedición colombina estaba el que se adquiriesen: «20 lanzas jinetas, hombres seguros y fiables, que han de ir en la Armada de D. Cristóbal Colón, y que cinco de ellos lleven dobles cabalgaduras, que sean yeguas, yendo pagados por seis meses adelantados...» También nombraron al deán de la catedral de Sevilla, Juan Rodríguez de Fonseca, (futuro obispo en numerosas ciudades), como principal encargado de los preparativos.

Este aristócrata metido a religioso era un personaje muy peculiar y que va a jugar un papel fundamental en esta historia. De él diría Fray Antonio de Guevara que era un «…muy desabrido obispo. También dicen que sois largo, prodigo, descuidado e indeterminado en los negocios que tenéis entre manos». Un personaje de mucho carácter que enseguida chocó con Colón. También consta que, aunque fue, efectivamente, un gran gestor organizando la expedición en tiempo muy corto, no dejó de beneficiarse, personalmente, de los dineros recibidos.

De ahí la cita de Guevara y la mala prensa por dedicarse a asuntos «tan mundanos», es decir, a ser un poco trilero. De esta manera, para justificar el alto coste que dedicó a la compra de los équidos solicitados por los reyes hizo desfilar una veintena de espectaculares pura sangre por el puerto del Guadalquivir en Sevilla, pero no fueron esos los caballos que embarcaría, ya que posteriormente dio el cambiazo por unos «tristes rocines» para «embolsarse la diferencia», según relata S.E. Morrison en su libro, El almirante de la mar Océana.

Hay que aclarar en este punto que, en la época, los caballos eran un bien muy preciado y que alcanzaban un alto coste, las crónicas señalan que un buen caballo «valía lo mismo que un esclavo africano», es decir, unos 2.500 maravedíes. Los más caros y los más reputados caballos de guerra en la Europa tardomedieval eran los corceles «españoles», así, cuando Morrison habla de «pura sangre», posiblemente se estuviese refiriendo a hispano árabes.

Por supuesto, dependiendo de las razas el precio no era el mismo, por lo que Rodríguez de Fonseca hizo un buen negocio y, además, sin pretenderlo, fue una decisión acertada, porque los jamelgos embarcados, no eran unos desabridos rocinantes, sino caballos marismeños, los mismos que aún se pueden ver hoy en día por la aldea del Rocío o el parque de Doña Ana. Esta raza asilvestrada, era obviamente más barata, por ser más rustica y tener mucho peor estampa, pero se trata de equinos de cascos más anchos, crines más cortas, muy robustos, resistentes a las enfermedades, de fácil doma, adaptados a una dieta muy variada y a largos periodos de sequía. En definitiva, la raza perfecta para la hercúlea tarea de conquistar un nuevo mundo.

Estos caballos andaluces fueron absolutamente fundamentales en la conquista. Sin ellos, Hernán Cortés nunca hubiese podido derrotar a los mesoamericanos. Fueron cruciales en la batalla de Centla, la primera gran batalla en la que interviene la caballería en tierras continentales y que los mayas toman por extrañas bestias, una especie de centauros ante los que huyen aterrorizados, también en las guerras con los otomíes en la confederación de Tlaxcala.

La Llegada, de Augusto Ferrer-Dalmau

La Llegada, de Augusto Ferrer-Dalmau

Molinero, el caballo de Hernán Cortés, le salvó la vida en «la noche triste» porque el de Medellín no sabía nadar y sino hubiese sido por la célebre carga de caballería de Otumba, en la que se alanceó al general mexica Matlatzincátzin, los españoles hubiesen sido borrados del mapa. Fue igualmente decisivo en la conquista de América del Sur y en la de los territorios de los actuales Estados Unidos. Allí, algunos de estos marismeños que escaparon, acabaron formando manadas en las grandes praderas.

Curiosamente, la palabra Mustang también es de origen español, ya que a estos potros libres se les denominaba mesteños, término que derivó en «mustango». Las tribus locales pronto aprendieron a domarlos y montarlos, convirtiéndose en pocas décadas en una de las caballerías ligeras más versátiles y eficaces de la época. Fueron también los caballos de los dragones de cuera, los militares, los vaqueros y los religiosos españoles que se movían entre presidios y misiones y los primeros en colonizar «el salvaje oeste», los precursores de Marshals, militares y cowboys estadounidenses.

Sin los caballos españoles tampoco existiría el deporte nacional de México, «la charrería», una muy elaborada competencia con distintas suertes de equitación. Por cierto, que el traje de charro, el considerado atuendo nacional es de origen salamantino. (Si es que, en realidad, más que las autoridades españolas pidan perdón, las mexicanas nos deberían dar las gracias, ya que, además de idioma, religión, patrimonio histórico y un largo etc., de las tradiciones que más se sienten orgullosos los mexicanos son de origen español).

Pero volviendo a los caballos, una de las figuras míticas de argentina, el gaucho, tampoco existiría sin el caballo andaluz. El gaucho tiene incluso un día nacional, porque el 6 de diciembre de 1872 se publicó el poema narrativo de José Hernández, El gaucho Martin Fierro, que como el Pan Tadeusz de Mickiewicz para Polonia o nuestro Quijote en España, es prácticamente considerado un libro nacional.

El gaucho, como el charro o el cow boy, simbolizan valores positivos, como el coraje, la honestidad, la lealtad, la libertad y el aprecio a la naturaleza. Pero es una figura que no se puede disociar de ese robusto caballo de origen español, que, gracias a las malas artes de un religioso listillo, transformaría todo un continente.

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