Madres refugiadas: «Si no fuera por mi hija, me habría quedado en Ucrania»
Polonia ya cuenta con casi un millón de niños refugiados desde Ucrania, y la labor de los voluntarios lo refleja
En Ucrania, las madres son jóvenes; de media, las mujeres ucranianas dan a luz a su primer hijo a los 25 años. Por eso, muchas de las refugiadas que hoy cruzan la frontera con bebés en brazos, algún niño cerca, y una mochila de Disney colgada del hombro, no han cumplido aún los 30.
Anna, por ejemplo, tiene 29 años, y su hija Diana, sepultada bajo varias prendas de abrigo en distintos tonos de rosa, nueve. Ambas pasaron las últimas 48 horas entre trenes y coches ajenos, para llegar desde Járkov hasta Przemysl, primera estación de tren tras la frontera polaca. «Si no fuera por Diana, me habría quedado en Ucrania», explica la madre con decisión. «Mi marido trabaja para el Gobierno. Su trabajo es fundamental. Tendría que estar a su lado, pero Diana no podía seguir en Jersón. Es demasiado pequeña».
Desde la frontera entre Polonia y Ucrania
Y de Polonia, ¿a dónde? Incertidumbre y miedo en la frontera de Ucrania
Ya son casi un millón los niños desplazados hasta Polonia, y la gestión de los voluntarios lo refleja. Junto a la frontera, además de los puestos que ofrecen comida y material sanitario, hay mesas repletas de juguetes tanto nuevos como usados, para los menores recién llegados, y, junto a la entrada del campamento de refugiados de Medyka, entre las cajas de objetos desechados, destacan varios muñecos.
En Przemysl, alguien trajo un cargamento de ositos de peluche color rosa fosforito. Se los entregó a muchos de los niños a punto de subir al tren de las 19:30, dirección Cracovia. Si no había cientos, lo parecía; los pasillos de los vagones se llenaron de pelusas rosa chillón, y entre las bolsas de abrigos y suministros, sobresalía a menudo la cara sonriente de alguno de estos peluches. Los niños dominaban ese tren, donde había tanta gente que la mayoría no podía sentarse. De uno de los compartimentos surgían chillidos animados, expresiones en ucraniano. Al menos ocho chiquillos ocupaban sus seis asientos, de pie, saltando, el suelo lleno de juguetes y envoltorios de chucherías.
Si no fuera madre, nada de esto me preocuparía
Pero sus padres estaban agotados. En otro compartimento, una jovencísima pareja hablaba en voz baja mientras su bebé de un año, Elvira, dormía estirada sobre ambos. «Es mejor cuando duerme», explicó su padre, que parecía menor de 18 y probablemente lo fuera. «Se ha pasado todo el viaje llorando».
Cuando lleguen a la estación central de Cracovia, tendrán que registrarse en el punto de recepción improvisado por los voluntarios. Allí, deberán esperar a que se les asigne alojamiento, ya sea en un apartamento donado, habitación de hotel, o centro de refugiados. Muchos desplazados pasan la noche en el vestíbulo de la estación, en sacos de dormir, bancos de madera, o, en el caso de los más pequeños, cunas regaladas por los polacos.
«Aquí, los tres compartimos habitación, pero no pasa nada. Nos gusta estar juntos, tan cerca», comparte Ludmilla, de 27 años, con una sonrisa. Junto a la entrada del centro de refugiados de la calle Radzwillowska, espera cerca del enchufe a que su móvil tenga suficiente batería. Con «los tres», se refiere a si misma, a Sasha, y a Tatyanna, tres generaciones de una misma familia. Mientras la joven habla, Tatyanna mece a Sasha, de carita risueña y avanzado vocabulario a pesar de sus 18 meses de edad. Es su nieto; su hijo, padre del niño y marido de Ludmilla, se quedó en Kiev.
«No queremos quedarnos en Cracovia, pero no sabemos a dónde ir», explica Ludmilla. «Lo que queremos es volver a Ucrania». Añade que teme que esta guerra dure diez años; lo ha leído en la prensa internacional, lo dicen los Gobiernos europeos. «Creo que Sasha está en una época muy importante. No queremos que crezca sin conocer a su padre. Si la situación se alarga tanto cómo dicen, volveremos a Ucrania, a Leópolis, para estar todos juntos de nuevo».
Son distintas visiones de la maternidad: así como unas, asustadas, arrancan a sus hijos del país en guerra aún a pesar de sus propios deseos, otras luchan contra el instinto de supervivencia, y anteponen la normalidad a su propia seguridad.
El miedo también existe al otro lado de la frontera, en Polonia, país en paz, donde las madres son las que más temen que la situación se desborde.
Ivana, de 23 años, es madre de un bebé de 8 meses que se llama Nadia. Su pequeña familia vive en Rzeszów, una ciudad tranquila a 101 kilómetros de la frontera con Ucrania. La semana pasada, un misil ruso cayó a 25 kilómetros de esta, es decir, a aproximadamente 126 kilómetros de donde viven Ivana y Nadia.
«No duermo por las noches», admite Ivana. «Oigo aviones constantemente. A veces pienso que me los estoy imaginando, pero sé que muchos son reales. Vuelan muy cerca de la frontera. Y cada vez que escuchó un ruido, tengo que salir corriendo de la cama, para ver si Nadia está bien, si sigue dormida».
Comenta incluso que ha dejado, temporalmente, los estudios, mientras dure esta guerra en un país que no es el suyo. ¿La razón? Su nerviosismo, su preocupación por la seguridad del bebé, y la sensación de que, en cualquier momento, tendrán que salir corriendo. Tras enumerar sus inquietudes, y reflexionar un momento, añade: «Si no fuera madre, nada de esto me preocuparía».