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El primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, en su visita al Museo del Prado antes de la cena de trabajo

El primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, en su visita al Museo del Prado antes de la cena de trabajo en la Cumbre de la OTANEFE / Ballesteros

Reino Unido

Boris Johnson, acorralado, opta por la dimisión diferida

Es el método empleado por los conservadores desde hace 66 años, pero hubo un episodio traumático

Boris Johnson, tan proclive a saltarse reglas y normas –los ejemplos abundan– se ha ceñido a la práctica establecida del doble anuncio: certifica su salida irreversible y también su permanencia en el cargo hasta que sea elegido su sucesor.

Una fórmula que goza principalmente de tres ventajas.

La primera, evitar la humillación del dimisionario mediante un abandono inmediato del poder y por la puerta trasera.

La segunda, asegurar el funcionamiento del Gobierno y del resto de instituciones, evitando escenarios de duración interminable «a la italiana» o «a la belga», incompatibles con la cultura política británica basada en la estabilidad.

La tercera, permitir que el debate interno en el partido se desarrolle con serenidad, es decir, sin la espada de Damocles de un primer ministro que siga sin aclarar sus intenciones.

Así ha sido en las últimas seis décadas cada vez que ha dimitido un inquilino –o inquilina, en los casos de Margaret Thatcher o Theresa May– del número 10 de Downing Street.

El primero en inaugurar parcial e involuntariamente la práctica fue sir Anthony Eden, irreversiblemente desprestigiado tras el fracaso geopolítico –aunque no militar– del desembarco de noviembre de 1956 para intentar recuperar el Canal de Suez, nacionalizado por Egipto.

Dos semanas después del alto el fuego impuesto por Naciones Unidas, el sucesor –y sobrino político– de Winston Churchill, sin dimitir, puso rumbo a Jamaica.

Oficialmente, para recuperarse del desgaste físico y nervioso causado por cuatro meses de crisis diplomática y militar. Pero también para no interferir en el proceso de designación de su sucesor.

De vuelta a Londres, Eden constató que los gerifaltes conservadores –los denominados grandees del Partido Conservador–habían avanzado lo suficiente en unas negociaciones de las que se desprendió que Harold Macmillan era el que disponía de más apoyos, si bien aún no había votaciones: el 11 de enero de 1957 era nombrado primer ministro.

Mucho más enrevesada fue su sucesión, seis años más tarde. El estallido, en junio de 1963, del Caso Profumo, un escándalo sexual con militares soviéticos de por medio, desestabilizó a Macmillan, que durante meses se mostró dubitativo.

Una actitud que no hizo sino hundir paulatinamente al Partido Conservador en su peor caos desde los años veinte. Estaba muy dividido.

Los acontecimientos se precipitaron en octubre con la hospitalización de Macmillan por una inflamación de próstata. Al no destacar un sucesor claro, por primera vez Isabel II se vio políticamente involucrada en un proceso de designación de un primer ministro.

Y no solo, pues el 18 de octubre se produjo un hecho insólito: era la soberana quien acudía al lugar donde se encontraba el jefe de Gobierno para recibir su dimisión.

A las once de la mañana de aquel día, la soberana penetró en el hospital londinense Rey Eduardo VII para certificar la renuncia y para consultarle acerca del nombre de un posible sucesor.

Las otras consultas que llevó a cabo –impecablemente asistida en todo momento por sir Michael Adeane, su secretario privado– , la impulsaron a proponer el nombre de sir Alec Douglas-Hume para relevar a Macmillan. La propuesta fue aceptada.

Nunca más Isabel II quiso participar en una operación de esas características. No le correspondía asumir funciones propias de un partido.

Con o sin intervención de la Corona, el episodio resultó traumático para los conservadores. Por eso, 27 años después, Thatcher, cuando se vio abocada a dimitir, lo aceptó. Pero eligió su fecha de salida.

Para esas fechas, el funcionamiento del Partido Conservador se había democratizado notablemente, habiendo adquirido los diputados de base mayor protagonismo: las votaciones para elegir al nuevo líder fueron abiertas.

Se habían terminado los conciliábulos opacos entre los grandees, como en 1957 y en 1963.

Aunque no del todo las humillaciones para el saliente: la bofetada recibida por David Cameron en 2016 con el referéndum sobre el Brexit fue de tal magnitud que le privó de cualquier influencia en la designación de su sucesor.

Tres años más tarde, el escenario que llevó a la renuncia de May guardó una única similitud con Macmillan: su tardanza en hacer efectiva su dimisión volvió a generar algo de incertidumbre.

Más de cara a la acción gubernamental que al futuro estrictamente político: entonces, en 2019, Johnson estaba el cénit de su gloria. En las primarias, novedad de aquella edición, Jeremy Hunt apenas le hizo sombra.

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