Aventuras y desventuras de Boris Johnson, la ambición rubia británica
Con cinco años, aquel flacucho de melena rubia y pantalón de pata de elefante le dijo a su hermana Rachel que de mayor no quería ser artista sino «el rey del mundo».
Hoy, a la vista de su trayectoria, lo cierto es que no logró poner a sus pies el planeta, pero logró engañar a su mundo, el del Reino Unido, aunque fuera sólo por un tiempo.
De principio a fin o desde sus raíces, Alexander Boris de Peffel Johnson (su verdadero nombre) fue un árbol que no supo crecer derecho. Por sus venas corre sangre turca, rusa y británica, un coctel molotov con tendencia al estallido.
El hoy corpulento, por exceso de masa corporal, que ha sufrido la caída más dura de su vida política, nació en Nueva York el 19 de junio de 1964 y tan solo hace cinco años renunció a la nacionalidad estadounidense.
Eso le permitió tener el tupé de presentarse en el campo de batalla de los tories como un british de pura cepa y borrar de su memoria su cuna y aquella primera infancia en la ciudad de los rascacielos.
Blanco lejía de piel, con el dinero por delante y una familia más cerca del upstairs que del basement, entró en Eton, el colegio/internado (nada que ver con Campillos) donde el uniforme es el frac y los parties la biblioteca que primero se visita.
Como cualquier chico de Eton, Boris, como le conoce el mundo, pudo elegir la universidad que más molaba y para él, siempre sería Oxford. Aquí compartió pupitre con David Cameron.
Al ex premier le profesaba unos celos enfermizos por haber entrado por la puerta del 10 de Downing Street… antes que él.
A las chicas, en la universidad, lograba hacerlas reír con sus ocurrencias y payasadas. Cuando eso sucedía, podía apuntar su nombre en la lista de conquistas.
Con 22 años se casó con Allegra Mostyn Owen, compañerita de Oxford y esposa por poco tiempo. El joven Boris picaba en flores ajenas y su mujer lo descubrió pronto. Resultado: le hizo las maletas y le puso en la calle.
Ellas, él y la lista de hijos
Aquel adulterio con la hoy prestigiosa abogada Marina Wheeler no fue un amor pasajero. Se casaron y la pareja aguantó, sobre todo ella, 20 años de infidelidades y una descendencia en paralelo de número incierto. Reconocidos y conocidos tiene siete hijos, pero nadie –como sucedía con Maradona– apostaría por un número definitivo.
Carrie Symons, la mujer que le ha dado los dos últimos vástagos, quizás haya logrado arrancarle el dato. 24 años más joven que él ha sido capaz de sacarle de quicio (la Policía recibió una llamada por violencia doméstica), llevarla de la mano a la casa que ocupó Winston Churchill (escribió una biografía suya) y dormir en la cama (con otro colchón) donde Margaret Thatcher ordenó a la flota británica zarpar a defender Las Malvinas.
Demasiado para la vanidad infinita de un hombre al que medio en broma, medio en serio, le llaman «la Ambición Rubia» (hoy de bote) pero, sobre todo, lo que satisface a Johnson es ser el último en entrar en esa callejuela donde Cameron ocupó la que consideraba, «mi casa» antes que él.
Ironías de la historia, la torpeza de uno fue el acierto del otro para alcanzar el poder.
El Boris de siempre, el que inventa citas (le echaron del Times por atribuir una a su abuelo), el tipo que es capaz de comparar con un buzón de correos a las mujeres con burka o aquel que construye testimonios, lanza bulos y fabrica historias que no existen, vio el campo despejado para consumar, con malas artes, el Brexit.
Miente, que algo queda
Seguro sobre el territorio de la falacia, proclamó que la UE prohibiría las salchichas inglesas, empeñó su palabra al garantizar que Reino Unido sacaba de sus finanzas semanales 350 millones de libras que Bruselas recibía como si fuera la paga de un pringado (en realidad eran 250) y, en uno de esos impulsos verbales desbocados que le caracterizan, llegó a comparar a la Unión Europea con Hitler.
Posiblemente recordaría aquel exabrupto suyo al escuchar a Putin decir que iba a «desnazificar» Ucrania. Esa guerra le hizo hacerse ilusiones de que Downing Street, sin duda, iba a ser por mucho tiempo su lugar en el mundo. Lo curioso es que únicamente Volodímir Zelenski ha tenido unas palabras de simpatía hacía él.
Con la «operación especial» de Putin del 24 de febrero, los escándalos del Partygate pasaron temporalmente a un segundo plano. Scotland Yard ya no le resultaba tan amenazante y hasta el informe de Sue Gray le parecía más papel higiénico que pruebas del delito o las faltas cometidas en pandemia.
Gracias a la invasión de Putin se cumpliría lo que un viejo amigo de la familia decía: «Lo único en lo que cree Boris Johnson, es en Boris Johnson». Era Pascal Lamy, exdirector general de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Bojo o Boris Johnson llegó de rebote a la cima del poder, no consiguió ser el rey del mundo, se quedó en alcalde Londres (bueno), exministro de Exteriores de Theresa May (mediocre y desleal) y primer ministro que insiste en resistir hasta otoño en Downing Street. No es poco, pero quizás no lo suficiente para sentir que sigue siendo el rey… de la mentira.