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Los presidente Volodimir Zelenski y Vladimir Putin

Los presidente Volodimir Zelenski y Vladimir PutinPaula Andrade

289 días de guerra en Ucrania

Ucrania no es Vietnam ni Rusia es EE.UU. : ¿existe una puerta de salida para la guerra?

Es lógico esperar que continúe la guerra por tiempo indefinido, aunque la intensidad vaya disminuyendo poco a poco. Ambos necesitan afirmarse como líderes de sus pueblos

En un reciente artículo publicado por El Debate expuse mi convicción de que ni Rusia ni Ucrania están hoy en condiciones de derrotar completamente a su enemigo en el campo de batalla. En nuestra cartesiana mente, hoy más habituada a analizar enfrentamientos deportivos que, al contrario que la guerra, se juegan con reglas definidas, parece que solo quedan las tablas como alternativa.

Y, sin embargo, si por tablas entendemos un resultado definitivo, una paz negociada, no podemos estar más lejos de ella. Zelenski, o cualquiera de sus posibles sucesores si Putin consigue eliminarlo, no puede ceder un metro de terreno ucraniano sin perder toda legitimidad a los ojos de su propio pueblo. El presidente ruso, por su parte, ha quemado sus naves con el reconocimiento formal de la conquista de las regiones ucranianas en disputa, algo sobre lo que no puede dar marcha atrás sin que Rusia quede en ridículo y sin que –y esto es más importante para Putin– queden comprometidos su posición de poder y su legado histórico.

Con independencia de la justicia de la causa ucraniana –aquí no hay ambigüedad moral que valga– no hay acuerdo posible entre quien, ejerciendo el ya inexistente derecho de conquista, quiere quedarse con parte del territorio de otro y quien, negándose a aceptar la razón de la fuerza, no acepta entregar nada. Tampoco hay mucho de qué tratar cuando lo único que puede ofrecer Rusia a cambio del territorio ambicionado es el respeto a la soberanía ucraniana, algo que ya se había comprometido a garantizar en 1994 y todos podemos ver de lo que ha servido.

Si suponemos firmado un acuerdo como el de 1994 para alcanzar la paz, con o sin concesiones territoriales, ¿Qué impide al Kremlin, que no oculta a su pueblo que se siente con derecho a conquistar Ucrania, recuperarse y volver a empezar? ¿Cómo puede Kiev defender sus extensas fronteras si su enemigo se arroga el extraño derecho de volver a atacar en el punto de su elección sin siquiera declarar la guerra, en repuesta a cualquier agravio real o fingido a cualquier ciudadano de etnia rusa en el país vecino? ¿Puede Ucrania, con su débil economía, sobrevivir permanentemente condenada a una existencia militarizada, como sigue siendo la del estado de Israel? No, reconozcamos que un empate acordado es incluso más improbable que la victoria de uno u otro lado.

En la vida real sí existe una alternativa, que está en las manos de Putin y de Zelenski: no dejar que se acabe el partido

¿A qué podemos apostar cuando en nuestra particular quiniela no es posible el 1, ni la X ni el 2? En el boleto no existen casillas para marcar un resultado diferente. Sin embargo, en la vida real sí existe una alternativa, que está en las manos de Putin y de Zelenski: no dejar que se acabe el partido. Mientras la guerra no termine, nada impide al primero seguir prometiendo que cumplirá todos los objetivos de la operación especial, ni al segundo asegurar que liberará todo el territorio ilegalmente ocupado, Crimea incluida.

Rusia y Ucrania llevan en guerra desde 2014. Hay quienes justifican el fracaso militar de Putin con el argumento de que, en realidad, su ejército combate en solitario contra los Estados Unidos

Rusia y Ucrania llevan en guerra desde 2014. Hay quienes justifican el fracaso militar de Putin con el argumento de que, en realidad, su ejército combate en solitario contra los Estados Unidos –y, ya que estamos, contra 30 estados más– porque son ellos quienes suministran armas a Ucrania. Sorprendentemente, son los mismos que pretenden sostener la ficción de que el conflicto en el Donbás fue una guerra civil, cuando todo el mundo sabe que allí no solo las armas, sino también muchos de los combatientes venían de Rusia. Un ejemplo más de aplicación de la conocida ley del embudo a las relaciones internacionales.

Si dejamos el inútil embudo para quienes disfrutan de él y admitimos que la guerra comenzó en 2014 cambia la perspectiva, distorsionada por el tiempo y la distancia, y surge una pregunta que rara vez nos hacemos en Europa: ¿Qué presión real tienen los líderes de ambos países para poner fin a las hostilidades? Si llevan casi nueve años combatiendo, ¿por qué no seguir nueve años más?

Ambos necesitan afirmarse como líderes de sus pueblos

Para Zelenski, como para Putin –insisto en que no pretendo poner en el mismo lugar ético a agresor y agredido, pero ambos necesitan afirmarse como líderes de sus pueblos– el coste político de continuar la guerra es inferior al de un acuerdo sin alcanzar los objetivos prometidos. Y el coste económico, que sí es gravoso para ambas naciones, se hace poco a poco más sostenible a medida que las sucesivas retiradas rusas de Kiev, Járkov y Jersón han ido acortando las dimensiones de un frente que, en algunas zonas, empieza a aproximarse al de la falsa guerra civil.

Sobre este frente más pequeño, todavía por delimitar con precisión –para Ucrania es importante recuperar la central nuclear de Zaporiyia y la ribera izquierda del Dniéper, como lo es para Rusia mantener la conexión por tierra con Crimea– es lógico esperar que continúe la guerra por tiempo indefinido, aunque la intensidad vaya disminuyendo poco a poco.

Es lógico esperar que continúe la guerra por tiempo indefinido, aunque la intensidad vaya disminuyendo

Es probable que, cuando ambos bandos necesiten rearmarse, acuerden períodos de alto el fuego que, como en la falsa guerra civil, serán interrumpidos desde uno y otro lado. Siempre, desde luego, culpando al otro, porque las exigencias de la guerra afectan por igual a buenos y malos. Habrá también, seguramente, momentos puntuales en que los misiles rusos volverán a volar sobre una Ucrania que, con ayuda de todos, habrá alcanzado una envidiable capacidad de defensa aérea. Pero no alcanzo a ver, en el terreno militar, ninguna acción que pueda de verdad decidir este forcejeo.

Habrá quizá quien piense que la comunidad internacional, que sufre la guerra en su economía, puede presionar a Moscú o a Kiev para firmar las tablas, pero ¿cómo? Las sanciones a Rusia no han logrado gran cosa porque, como en todos los lugares del mundo, las estrecheces las sufren los pueblos, no las élites que deciden.

Por la otra parte, un posible abandono de Ucrania por su gran valedor americano –algo con lo que, por contradictorio que sea, sueñan casi todos los visionarios que aseguran que son los EE.UU. quienes más se benefician de la guerra– no traería la paz, como no lo hizo en el pasado el embargo de armas a Bosnia, sino que volvería a llevar a nuestras televisiones bombardeos como los de Mariúpol o Sarajevo y crímenes impunes como los de Bucha o Srebrenica.

¿No habrá entonces un final feliz para esta historia? ¿Se eternizará el conflicto, como ocurre en la península de Corea, aislando permanentemente a una Rusia que necesita a Europa de una Europa que necesita a Rusia? No quisiera terminar este artículo sin dejar abierta una puerta a la esperanza.

Es cierto que, en las actuales condiciones, la lógica militar no parece dar un vencedor posible en esta guerra. Tampoco la lógica política, a pesar de las duras sanciones impuestas a Moscú, parece ofrecer puertas de salida. El propio Putin acaba de confirmar que no se sentará a hablar con Biden mientras los EE.UU. no reconozcan sus conquistas en Ucrania. Cabe preguntarse de qué querrá hablar entonces el líder ruso. ¿Quizá del tiempo?

Queda, sin embargo, una tercera lógica, la lógica social. También parecía difícil hace cincuenta años poner fin a la guerra de Vietnam. Sin embargo, lo que no consiguieron los militares sobre el terreno ni los líderes políticos con sus negociaciones, lo logró el pueblo norvietnamita con su tenaz resistencia y el norteamericano con su masivo rechazo a una guerra que, como la de Ucrania, no podía ganarse.

No se me escapa que el paralelismo no es perfecto. La sociedad rusa de hoy no goza de las libertades que tenía la norteamericana hace medio siglo. Pero, si uno se molesta en analizar el cambio en el tono de los comentarios que hacen los ciudadanos anónimos a las noticias sobre la guerra en la prensa rusa–donde el respeto de los primeros días se ha visto reemplazado por el escepticismo y la crítica más amarga– es posible ver cómo, a través de las mentiras oficiales, se filtra un rayo de esperanza.

La sociedad rusa tiene pues la palabra y, anestesiada por la censura hasta la domesticación, tardará en hablar. Pero solo un autócrata como Putin, rodeado desde hace décadas por lacayos que no se atreven a llevarle la contraria, puede no darse cuenta de que, como el presidente Johnson en su día, está en el lado equivocado de la historia.

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