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Kosovo: la paja en nuestro ojo

De aquellos polvos de Kosovo vienen, al menos en parte, estos lodos de Ucrania

El deber autoimpuesto de leer la prensa rusa para estar en condiciones de dar una opinión rigurosa sobre lo que ocurre en la guerra de Ucrania tiene extrañas compensaciones. En ocasiones, es posible encontrar joyas ocultas que, sin pretenderlo, ilustran mejor las flaquezas de nuestra naturaleza humana que los más sesudos trabajos académicos.

Un artículo publicado por Svobodnaya Pressa asegura estos días que un batallón de la infantería de la Marina británica combate en Ucrania hombro con hombro con las fuerzas de Zelenski. Por si eso no fuera suficiente para un público ávido de emociones, el autor añade que, bajo la tapadera del batallón, tienen lugar actividades mucho más oscuras.

«Cirujanos clandestinos»

Copio textualmente del imperfecto español que proporciona el traductor automático de Google: «Según información privilegiada, casi toda una compañía de cirujanos clandestinos de trasplantes de Kosovo ha estado operando en este batallón desde los primeros días. Desmantelan los órganos de los recién muertos, heridos y prisioneros. Los órganos, directamente del campo de batalla, son enviados por buques de guerra a toda Europa, desde Inglaterra hasta España».

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Quienes en nuestra sociedad dan voz a los argumentos del Kremlin suelen ser menos exaltados. Quizá, salvando las distancias, estén más cerca de los terraplanistas, con quienes comparten una tarea hercúlea, la búsqueda de rebuscados argumentos para ocultar dos realidades obvias: que la tierra es redonda y que Rusia está intentando conquistar Ucrania.

¿Soldados británicos roban los órganos de los prisioneros rusos para venderlos en Europa?

¿Qué tienen en común quienes sostienen que la tierra es plana, que las vacunas contienen chips diseñados para controlarnos o que cirujanos kosovares escoltados por soldados británicos roban los órganos de los prisioneros rusos para venderlos en Europa? Habrá quien crea que lo que caracteriza a estas comunidades conspiracionistas es que ninguno de sus miembros está del todo en sus cabales.

En busca de la audiencia

Pero hay una explicación alternativa que merece la pena considerar: quienes así razonan no buscan la verdad, sino la audiencia. Anhelan, sobre todo, los likes, ese extraño objeto del deseo que, en tiempos recientes, viene reemplazando como motor del mundo a las anticuadas fama y fortuna que inspiraban los sueños de nuestros antepasados.

El proceso de captación de likes exige dar a los consumidores precisamente lo que ellos desean. Esa dinámica, tan poco sofisticada, es la que lleva a los líderes de QAnon a inventar conspiraciones centradas en los demócratas norteamericanos, o a los prorrusos españoles a culpar al imperialismo norteamericano, tanto de sus propias invasiones –lo que parece natural– como de las ajenas, sin dejarse achantar porque el propio Putin presuma públicamente de haber llegado más lejos que Pedro el Grande al convertir el de Azov en un mar interior ruso.

Desde esta perspectiva se entiende un poco mejor el disparatado artículo de Svobodnaya Pressa. Diseñado para la audiencia doméstica, busca complacer a su público dando el protagonismo de la truculenta historia del robo de órganos a británicos y kosovares, ambos situados entre los villanos favoritos del sufrido pueblo ruso.

¿Qué tienen los rusos contra los británicos?

¿Qué tienen los rusos contra los británicos? Por no remontarnos mucho en el tiempo –la derrota rusa en la Guerra de Crimea en 1856 se supone olvidada– me parece justo decir que el Reino Unido ha ejercido, en todos los foros donde ha estado presente, el liderazgo moral de la reacción internacional contra Rusia desde la conquista de Crimea.

Y no es este el único botón de muestra. Un general ruso, retirado como yo mismo –afortunadamente los oficiales en activo suelen ser más responsables– aseguraba en la prensa doméstica que si Rusia destruía Gran Bretaña con armas nucleares, occidente no respondería. Se preguntaba el astuto exsoldado por qué alguien iba a arriesgar la supervivencia de la especie humana por un hecho que, después de todo, ya no tenía remedio.

Kosovo no es una república agredida, como lo había sido Bosnia, sino una provincia de Serbia

¿Y Kosovo? Pues Kosovo es, en opinión de muchos –rusos y extranjeros– la semilla del mal. Remontémonos a 1999. La guerra entre los rebeldes albaneses del ELK y el Ejército serbio causa centenares de bajas civiles. Kosovo no es una república agredida, como lo había sido Bosnia, sino una provincia de Serbia.

Solo el Consejo de Seguridad de la ONU puede autorizar una intervención internacional que cuenta con una amplia mayoría, pero Yeltsin defiende a su aliado y ejerce el derecho de veto. Sin el respaldo de Naciones Unidas, la Alianza Atlántica, que rebosa confianza después de haber forzado a Milosevic a firmar los acuerdos de Dayton, decide ignorar el veto ruso y comenzar una campaña militar contra lo que entonces quedaba de Yugoslavia.

Después de diez semanas de ataques aéreos, Milosevic se vio obligado a aceptar el despliegue en Kosovo de una fuerza de la ONU, que integraba unidades de la OTAN y, para sorpresa de todos, también de Rusia, enviadas por Yeltsin para velar por los derechos soberanos de Serbia. Se superaron momentos muy tensos sobre el terreno, pero el desafortunado punto final de la Guerra de Kosovo aún tardaría nueve años en llegar.

En febrero de 2008, a pesar de que ninguna resolución de la ONU contemplaba ese derecho, el Parlamento de Kosovo se declaró independiente. En una controvertida decisión que ingenuamente quiso justificarse como un «caso único», muchos miembros de la comunidad internacional –afortunadamente España no fue uno de ellos– reconocieron a Kosovo como nación.

Lo ocurrido en Kosovo, por mucho que pueda haber sido bienintencionado –recordemos que, al contrario que Crimea, nadie se ha «anexionado» la antigua provincia serbia– fue un grave error político. En primer lugar, porque supone una mancha difícil de borrar en la hoja de servicios de la Alianza Atlántica, una organización defensiva que, por una única vez en su historia, actuó por fuera del marco de la ONU.

En segundo lugar, porque establece un peligroso precedente que permite justificar el uso de la fuerza para atentar contra la integridad territorial de una nación soberana, basado en algo tan subjetivo como el respeto a los derechos de sus propios habitantes.

En tercer lugar –y, aunque incidental, no considero que esto sea menos importante– porque el desprecio que se hizo a Rusia, entonces firme aliada de Serbia, irritó profundamente a un Putin que, hasta entonces, venía siguiendo la línea relativamente tranquila de Boris Yeltsin en sus relaciones con occidente.

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A pesar de las notorias diferencias culturales, fuimos recibidos allí como compañeros. Recuerdo que las instalaciones que nos albergaban tenían toque de queda, algo poco habitual en los puertos que visitábamos.

La falta de costumbre hizo que algunos de los marinos de la OTAN incumplieran el horario establecido, lo que me obligó a ofrecer disculpas al jefe de la base. Seguramente me excedí en el cumplimiento de ese enojoso deber, porque su irónica respuesta se me quedo grabada: «Si hubiera sabido que el retraso de sus marineros le iba a causar tanto dolor, no le habría informado de ello».

Nos llegaron las declaraciones de un general ruso que aseguraba que, si quisiera, solo tardaría 15 minutos en poner fin a nuestra incómoda presencia hundiendo nuestros barcos

Por desgracia, el deshielo no duró demasiado. El 17 de febrero, Kosovo declaró su independencia. Solo unos meses después, en agosto de 2008, el azar quiso que la fuerza de mi mando estuviera en el mar Negro cuando Rusia invadió Georgia. Es justo decir que no hubo hostigamiento alguno por parte de unos ni de otros. Pero el tono había cambiado tanto que a través de la prensa internacional nos llegaron las declaraciones de un general ruso que aseguraba que, si quisiera, solo tardaría 15 minutos en poner fin a nuestra incómoda presencia hundiendo nuestros barcos.

Si ellos lo hicieron antes en Kosovo, ¿por qué nosotros no podemos hacerlo en el Donbás?Vladimir PutinPresidente de Rusia

De aquellos polvos de Kosovo vienen, al menos en parte, estos lodos. Entre todos los pretextos que utiliza Putin para justificar su agresión, el único que me suena sincero es el de «si ellos lo hicieron antes en Kosovo, ¿por qué nosotros no podemos hacerlo en el Donbás?» Es, qué duda cabe, un pretexto contradictorio porque, si él mismo niega validez a la independencia de Kosovo, ¿cómo puede ser esta la base de una nueva legalidad? Pero a la mayoría de los seres humanos no nos importan demasiado matices así cuando se trata de aplicar el bíblico ojo por ojo.

El apoyo a Ucrania no tiene por objeto castigar a Putin –un objetivo por demás imposible– sino defender la libertad de un pueblo

Reconocida la paja en nuestro ojo –no solo en aras del rigor histórico, sino por tratar de entender mejor qué es lo que mueve al presidente ruso– creo mi deber intentar disuadir al lector de aplicar al problema de Ucrania una norma evangélica que no tiene mucho encaje en la política. No cabe en este caso preguntarse si tenemos derecho a tirar la primera piedra, porque el apoyo a Ucrania no tiene por objeto castigar a Putin –un objetivo por demás imposible– sino defender la libertad de un pueblo que, como haríamos todos, prefiere elegir a sus propios líderes a que se los impongan desde Moscú.

Y, de paso, defender nuestra libertad de decidir a quienes aceptamos como socios en la UE o en la OTAN, sin dejarnos amedrentar por las amenazas del tirano de turno.