Así erradicó Berlusconi los complejos de la derecha italiana
Denuncia sin contemplaciones del pasado de la izquierda y alianza con el universo católico potenciaron al mundo conservador en la batalla cultural
«Creo que debemos ser conscientes de la superioridad de nuestra civilización, […] que constituye un sistema de valores y principios que ha dado lugar a una prosperidad generalizada en las poblaciones de los países que la practican. Una civilización que garantiza el respeto de los derechos humanos, religiosos y políticos. Un respeto que ciertamente no existe en los países islámicos». Estas fueron las palabras exactas que pronunció Silvio Berlusconi, a la sazón primer ministro de Italia, el 26 de septiembre de 2001 en Berlín, exactamente dos semanas y un día después de los atentados perpetrados por Al Qaeda y su líder, Osama Bin Laden, contra las Torres Gemelas de Nueva York.
Una postura que desató la ira de la Unión Europea e incluso la toma de distancia por parte de Estados Unidos, ambos empeñados, en el periodo inmediatamente posterior a la mayor agresión terrorista da la historia, en tender puentes con el mundo islámico y evitar amalgamas.
Berlusconi, en cambio, se situaba en otra perspectiva: sus palabras no eran una reacción emotiva ante la tragedia, sino que se enmarcaban en un proceso largo de rearme ideológico de la derecha italiana frente a décadas de dominación –intimidación, a veces– ideológica e intelectual de la izquierda italiana.
El protagonismo de los partidos de izquierda (principalmente el comunista) en la lucha contra el fascismo y su posterior derrocamiento –sin obviar la notable contribución de la Democracia Cristiana–, les otorgaron durante más de cuarenta años una patente de corso que les convirtió en aduaneros de lo que era permisible, o no, en el plano doctrinal, político e incluso literario. Una de las líneas rojas –nunca mejor dicho– era el cordón sanitario impuesto al Movimiento Social Italiano (Msi): no podía participar en ninguna coalición gubernamental.
Un cordón que Berlusconi desató sin contemplaciones en 1994 al formar su primer Gobierno. En él incluyó a varios ministros missini, a los que otorgó carteras de cierta relevancia, como la de Agricultura, que asumió Adriana Poli Bortone, que años más tarde fue elegida alcaldesa de Lecce, capital de provincia. En su segundo Gobierno, el de 2001, dio un paso más allá al nombrar ministro de Italianos en el Mundo al septuagenario Mirko Tremaglia, excombatiente de la República de Salò, el régimen fantoche creado por Benito Mussolini en el norte de Italia tras su derrocamiento en julio de 1943.
El razonamiento de Il Cavaliere obedecía al cambio de paradigma que se produjo en Italia a partir de 1992 con el desmoronamiento del sistema alumbrado en 1948 y la consiguiente recomposición política. ¿Por qué, venía a preguntarse, tendríamos que seguir viviendo con las férreas reglas de otra época, impuestas, además por nuestros adversarios? ¿Alguien acaso pidió cuentas a los capitostes comunistas –los políticos y los intelectuales– por sus estrechas relaciones con la Unión Soviética o por sus viajes a la Cuba de los Castro?
Un razonamiento que extendió, como era de esperar, a otros ámbitos. Desde muy pronto atacó sin miramientos a la izquierda y denunció sistemáticamente al comunismo. Daba igual que hubiera caído el Muro de Berlín: en su opinión, el marxismo cultural seguía ostentando toda su fuerza. Un día de marzo de 1998, según cuenta Bruno Vespa en Storia di Italia da Mussolini a Berlusconi, mientras era líder de la oposición, Il Cavaliere pagó de su bolsillo 2.500 ejemplares del Libro negro del comunismo, blandió uno durante un mitin, al tiempo que proclamaba: «La izquierda sigue constituida por personas que han elogiado la ideología de la opresión masiva, la ideología que ha provocado crímenes contra la humanidad, y siguen gobernando con métodos vinculados a esa ideología».
El fundador y líder de Forza Italia entendió, asimismo, la necesidad de asociar al mundo católico a la batalla cultural. La autoridad católica aceptó, a su manera, el envite y empezó mirando para otro lado en lo tocante a la irregular –en clave católica– vida personal de Berlusconi: una conjunción de voluntades entre ambos tiró por la borda, mediante referéndum, la ley de reproducción asistida en 2005. Fue la primera gran victoria.
La táctica de campaña fue similar a la adoptada en 1948, con motivo de la apabullante victoria de la Democracia Cristiana en las generales: el protagonismo correspondía a los laicos. En esta ocasión fue el sibilino cardenal Camillo Ruini, vicario de Roma y presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, quien impuso un perfil bajo al resto de autoridades eclesiales.
Los laicos eran, además de las clásicas entidades del poderoso asociacionismo católico italiano, miembros de familias espirituales en plena eclosión, como Comunión y Liberación, en cuyo seno militaban dirigentes de Forza Italia como el presidente de Lombardía, Roberto Formigoni, o Luca Volontè, portavoz parlamentario de la Unión Democristiana y de Centro (Udc), aval socialcristiano de la coalición encabezada por Berlusconi. El líder de la Udc, Pierferdinando Casini, también presidente de la Cámara de Diputados, tomó igualmente una parte activa en la campaña. Los teocon (teológicos y conservadores) italianos enseñaban músculo.
Hubo también derrotas –el fallido nombramiento del filósofo católico Rocco Buttiglione como comisario europeo y situaciones algo surrealistas, como la generada en 2008–2009 por la situación de Eluana Englaro, una mujer que se encontraba en estado vegetativo desde 1992, a consecuencia de un accidente de tráfico. Su padre, Beppino, pretendía dejar de alimentarla. El debate sobre la eutanasia –de eso se trataba, pese a las precauciones de lenguaje de algunos– estaba al rojo vivo. Berlusconi, junto a su ministro de Sanidad, Maurizio Sacconi –un antiguo socialista reciclado en Forza Italia–, promulgó in extremis un decreto para impedir la muerte de Eluana, que el presidente de la República Giorgio Napolitano no quiso sancionar. Sin embargo, el presidente del Consejo de Ministros había cumplido su compromiso con la defensa de la vida, sin arredrarse ante las presiones.
En el plano estrictamente intelectual, Berlusconi dispuso como herramienta de Ragionpolitica, la revista de pensamiento vinculada a Forza Italia, dirigida por Gianni Baget Bozzo, sacerdote secularizado que había militado anteriormente en las filas de la Democracia Cristiana y del Partido Socialista, por el que fue eurodiputado –motivo de su suspensión a divinis de su condición sacerdotal– antes de abrazar sin tapujos las ideas conservadoras.
Y podía, asimismo, contar con el filósofo Marcello Pera, al que hizo presidente del Senado. Pera, agnóstico, pero «culturalmente cristiano», según afirmó al autor de estas líneas, hacía las veces de enlace con el Vaticano: era autor, entre otras publicaciones, de un libro de conversaciones con Benedicto XVI, centrado en la crisis de valores y consiguiente auge del relativismo, que alcanzó amplia difusión dentro y fuera de Italia. Una obra de referencia para el rearme moral y cultural de los que se negaban a padecer el rodillo de la herencia de mayo del 68.