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16 de septiembre de 2024

Juan Rodríguez Garat
AnálisisJuan Rodríguez GaratAlmirante (R)

¿Dónde está el Ejército ruso?

Los ucranianos han ocupado territorio ruso y, por el momento, no pueden expulsarlos, pero a su sufrido pueblo no debería importarle porque sus soldados siguen acercándose a la ciudad de Pokrovsk, en el frente de Donetsk

Actualizada 04:30

Soldados rusos en Ucrania

Soldados rusos en una planta de energía hidroeléctrica en UcraniaAFP

Todas las guerras parecen diferentes pero, a poco que vayamos más allá de su fachada –detrás de la nube de drones y misiles que vuelan sobre Ucrania– aparece lo mismo de siempre: sangre en las trincheras e intrigas en las esferas donde se disputa el verdadero poder.

Tan vigente como el día que Clausewitz la escribió, resuena hoy su inspirada advertencia, casi siempre desoída: «El primero, el supremo, el de mayor alcance de los juicios que se espera del estadista es establecer la clase de guerra en que se va a embarcar, sin confundirla ni intentar cambiarla por algo extraño a su naturaleza». Con la exigente vara de medir definida por el prusiano, es preciso reconocer que ni Vladimir Putin –todavía empeñado en fingir que «su» guerra es una operación especial– ni Volodimir Zelenski –que soñó demasiado tiempo con que fuera Occidente quien disuadiese a Putin de la agresión y, consumada esta, quien expulsase a los rusos de Ucrania– han dado la talla de verdaderos estadistas.

Los errores de uno y otro –y no vea el lector en esta realidad ningún intento de forzar una falsa equidistancia entre el agresor y el agredido– provocaron la guerra. Y, como las cosas no van como ellos quisieran –porque la guerra de verdad reparte siempre paladas de cal y de arena– ambos líderes se esfuerzan desesperadamente por disimular sus visibles flaquezas.

En Kiev, Zelenski remodela su Gobierno y pone el acento en un secreto «plan para la victoria» que presentará a Joe Biden dentro de algunos días. Tiempo habrá para comentarlo cuándo sepamos algo más de él. Pero es difícil pensar que no va a ser un nuevo intento de acelerar la llegada de armamento occidental y conseguir mayor libertad de acción para emplearlo en operaciones ofensivas contra la retaguardia rusa. Ambas cosas son necesarias y justas, pero no suficientes para poner fin a la guerra.

Putin, por su parte, multiplica su actividad: visita Mongolia para fingir una cierta normalidad, amaga de nuevo con la amenaza nuclear –esta vez bajo la forma de un «cambio de doctrina» tan secreto como el plan de Zelenski y que, con toda probabilidad, no esconda más que humo– y responde a la incursión del Ejército ucraniano en Kursk con unas declaraciones sorprendentemente conformistas en las que se felicita porque «Kiev ha fracasado en su esfuerzo por detener la ofensiva rusa en el Donbás». Los ucranianos han ocupado territorio ruso y, por el momento, no pueden expulsarlos... pero a su sufrido pueblo no debería importarle porque sus soldados siguen acercándose a la ciudad de Pokrovsk, en el frente de Donetsk.

¿Sigue siendo Rusia una gran potencia?

Cuando la Marina de los EE.UU. –la Armada, y perdón por la insistencia, es la nuestra– derrotó a los portaviones japoneses en Midway, verdadero punto de inflexión de la guerra contra Japón en el Pacífico, la opinión pública norteamericana no lo celebró como se debía porque, al mismo tiempo, unos reducidos destacamentos del enemigo habían ocupado dos pequeñas islas en las Aleutianas –Attu y Kiska–, lejanas y deshabitadas pero integradas en el estado de Alaska y, por ello, parte del territorio nacional de Estados Unidos.

El conformismo de Putin supone una verdadera abdicación de la posición de gran potencia

Vea el lector que ni Pokrovsk es Midway –se han hecho muchas películas sobre esta batalla, junto a la de Stalingrado quizá la más decisiva en la Segunda Guerra Mundial– ni Kursk es una remota isla deshabitada. Por eso, el conformismo de Putin, al menos a mis ojos, supone una verdadera abdicación de la posición de gran potencia que Rusia logró bajo el régimen comunista. ¿Es que la que fuera gran rival de la Alianza Atlántica ya no puede defender sus fronteras a la vez que realiza una «operación especial» en un país como Ucrania?

¿Qué hay detrás de las declaraciones de Putin?

Con todo, en el mundo en que vivimos poco importa lo que dicen los líderes políticos. Lo que de verdad tiene utilidad es tratar entender por qué lo hacen, aunque en la mayoría de los casos solo podamos especular sobre ello.

La mayoría de los lectores estará de acuerdo en que dilucidar las razones por las que un presidente de Gobierno decide hacer público que está enamorado de su mujer es mucho más interesante que la verdad o falsedad del hecho en sí. No formularé ninguna hipótesis sobre ese asunto concreto, desde luego menos doméstico de lo que podría parecer a primera vista. Sin embargo, sí me atreveré a tratar de imaginar qué es lo que tenía en mente el presidente ruso cuándo intentó trasladar el foco de las inquietudes de su pueblo de Kursk al Donbás.

Veamos el contexto. El Instituto de Estudios de la Guerra (ISW, por sus siglas en inglés) publicó hace unos días el resultado de encuestas realizadas por diversos centros estatales rusos –es decir, autorizadas por el Kremlin– que admiten que el índice de aprobación de Putin había caído un 3,5 % –hasta un altísimo 73,6 %, es verdad– desde que comenzó la incursión ucraniana. Pero nosotros no somos ingenuos: si Putin admite esa caída es, con toda probabilidad, porque la cifra real es mucho mayor. La misma presión tuvo Nicolás Maduro para aprobar el arbitrario 44 % de votos –por cierto, ni siquiera tuvo la habilidad de maquillar los decimales– que su Gobierno, seguramente a regañadientes y porque no se atrevió a reducirlo aún más, ha reconocido a la oposición.

Es probable que, más que las tribulaciones de su pueblo, al dictador del Kremlin –como a todos los de su especie y a algunos que no lo son– le preocupe su propio prestigio. Por eso, a la angustia de los ciudadanos de Kursk, que se preguntan dónde está el Ejército, quiere responderles que está en Ucrania combatiendo y que es allí precisamente donde debe estar.

¿Cuál es el precio del prestigio del dictador?

Torpe en la dirección de los asuntos militares, es probable que Putin no haya reparado en la presión que pone sobre su militares con declaraciones como esta, que contrastan con la discreción de Zelenski en lo que se refiere a las operaciones militares. El dictador ruso no ha dejado de anunciar sus objetivos tácticos y sus planes de guerra con antelación, lo que solo sería inteligente si fuera mentira. Como no lo es, impide a sus generales explotar el factor sorpresa.

Además de darle cierta ventaja a su enemigo, los anuncios de Putin condicionan la dirección de la guerra. Si la situación en la zona dejara de ser apropiada para la ofensiva, aunque solo fuera temporalmente, ¿cuál de sus generales se atrevería a decírselo al dictador? Una presión así puede –y son muchos los analistas que aseguran que ya está ocurriendo, incluidos los blogueros rusos que representan al nacionalismo más extremo– conducir a cargas sin sentido como la de la Brigada Ligera de lord Cardigan en la Guerra de Crimea, la hazaña quizá más estúpida de la historia militar británica.

¿Dónde está el Ejército ruso?

Para finalizar el artículo, permítame el lector una satisfacción. Retomemos la pregunta que estos días se han hecho muchos ciudadanos rusos. ¿Dónde está su Ejército? Ya les ha dicho Putin que en Ucrania. Hasta la última unidad con capacidad de combate. Y suman quizá 600.000 hombres. Una cifra que permite mantener la presión en todo el frente ante las debilidades y el retraso de la movilización ucraniana, pero que sigue siendo insuficiente para ganar la guerra.

Esta realidad me hace recordar los análisis de las primeras semanas de la invasión. Muchos militares –y no solo los que seguían las consignas del Kremlin, de todos conocidos–, incapaces de entender lo que estaba ocurriendo, formularon públicamente y en privado la hipótesis de que Putin combatía en Ucrania con una pequeña parte de su Ejército mientras se guardaba sus mejores unidades para «responder a un posible ataque de la Alianza».

El Ejército ruso no estaba reservado para mejor ocasión sino prácticamente desnudo

El tiempo ha demostrado cuál era la realidad. Aunque algunos no quisieron verlo en su momento, el Ejército ruso no estaba reservado para mejor ocasión sino prácticamente desnudo, como el emperador del conocido cuento de Hans Christian Andersen. ¿Ha mejorado tras dos años y medio de guerra? Desde luego. A todo se aprende, y ya no se le notan tanto las vergüenzas. Pero crea el lector que aún está muy lejos de disponer de las galas que se necesitan para sentarse en la mesa de los mayores.

¿Por qué, si es así, no pone Occidente más carne en el asador y le obliga a volver a casa? Hay una buena razón: las armas nucleares. Pero no se trata de que Putin vaya a usarlas –firmaría su sentencia de muerte, y eso lo sabe tanto él como el círculo que le rodea– sino de la posibilidad de que una derrota rusa en Ucrania haga tambalearse a la Federación y provoque la separación de algunas de sus repúblicas menos integradas étnicamente. Un nuevo reparto geográfico de las 6.000 ojivas con las que hoy cuenta Putin sería muy peligroso para la humanidad. Y, después de lo ocurrido en Ucrania, donde Rusia no ha respetado las garantías de seguridad dadas a Kiev a cambio de la entrega del lote que le correspondió, ¿quién se fiaría de Moscú para llegar a acuerdos parecidos?

Ante un panorama como ese quizá, después de todo, la continuidad de la guerra sea el mal menor.

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